No me gusta este final y creo que a él tampoco le gustaría. Pienso también que cualquier hombre que se aventure a emitir un juicio sobre el karma de otro, y hasta sobre el suyo propio, tiene garantizado equivocarse. Una noche confié estas dudas a mi hijo mayor, Gabriel. Es montador, acabamos de escribir juntos dos guiones para la televisión y me gusta mantener con él conversaciones de guionistas: esta escena mola; esta otra no.
—En el fondo —me dice—, lo que te molesta es que le retratas como a un perdedor.
Lo admito.
—¿Y por qué te molesta? ¿Porque te da miedo entristecerle?
—No, la verdad. Bueno, un poquito, pero sobre todo pienso que no es un final satisfactorio. Que es decepcionante para el lector.
—Eso es distinto —comenta Gabriel, y me cita una serie de grandes libros o grandes películas cuyos protagonistas acaban en la miseria. Toro salvaje, por ejemplo, en cuya escena final se ve en las últimas, totalmente vencido, al boxeador interpretado por De Niro. Ya no tiene nada, ni mujer ni amigos ni casa, se ha abandonado, está gordo, se gana la vida haciendo un número cómico en un antro cutre. Sentado ante el espejo de su camerino, espera a que le llamen para entrar en escena. Le llaman. Se levanta con esfuerzo de su butaca. Justo antes de salir de campo, se mira en el espejo, se balancea, hace algunos movimientos de boxeo, y se le oye mascullar, no muy fuerte, sólo para su coleto: «I’m the boss. I’m the boss. I’m the boss.»
Es patético, es magnífico.
—Es mil veces mejor que si le viésemos victorioso en un podio —dice Gabriel—. No, en serio, el final que puede funcionar es Limónov, después de todas sus aventuras, contando en Facebook si tiene más amigos que Kaspárov.
Es cierto. Sin embargo, hay algo que me sigue molestando.
—Bien. Abordemos el problema de otro modo. ¿Para ti cuál sería el final perfecto? Quiero decir, si tú decidieras. ¿Que toma el poder?
Sacudo la cabeza: demasiado inverosímil. En cambio, en el programa de su vida hay algo que no ha hecho: fundar una religión. Haría falta que dejase la política, en la que, francamente, no parece que haya esperanzas, que volviera a Altái y que llegase a ser el gurú de una comunidad de iluminados, como el barón Ungern von Sternberg, o, todavía mejor, un auténtico sabio. Una especie de santo, simplemente.
Ahora le toca a Gabriel torcer el gesto.
—Creo que ya sé el final que te gustaría: que le matasen —dice—. Para él es totalmente coherente con el resto de su vida, es heroico, se ahorra morir como cualquiera de un cáncer de próstata. Para ti, vendes el libro diez veces mejor. Y si le envenenan con polonio, como a Litvinienko, ya no se vende diez, sino cien veces mejor en todo el mundo. Deberías decirle a tu madre que hable de eso con Putin.
Y él, Limónov, ¿qué piensa al respecto?
Un día de septiembre de 2007 fuimos juntos al campo. Yo creía que era para un mitin, pero no, se trataba de inspeccionar una dacha que su mujer de entonces, la bonita actriz, acababa de comprar a dos horas de Moscú. En realidad, era mucho más que una dacha: lo que llaman una usadba, una verdadera finca. Tenía un estanque, praderas, un bosque de abedules. La vieja casa de madera, presa de la incuria, destrozada por vándalos, era inmensa. Debía de haber sido magnífica, y restaurada podría volver a serlo: por eso Eduard iba a verla. En cuanto llegó se puso a charlar con un artesano local como quien ha ejercido oficios manuales y sabe hablar con un contratista sin que le time. Me alejé mientras hablaban, fui a dar un paseo por el parque invadido por hierbas altas, y cuando, al fondo de una alameda para montar a caballo, vi esta vez desde lejos su pequeña silueta vestida de negro, en actitud agresiva dentro de un charco de sol, con la perilla desgreñada, me dije: tiene sesenta y cinco años, una mujer adorable, un niño de ocho meses. Quizá esté harto de la guerra, de los vivaques, del cuchillo en la bota, de la puerta en la que al alba resuenan los puñetazos policiales, de los catres carcelarios. Quizá tenga ganas por fin de echar raíces. De afincarse aquí, en el campo, en esta hermosa casa, como un hacendado del antiguo régimen. A mí, en su lugar, me apetecería. Me apetece. Es exactamente la vejez que deseo para Hélène y para mí. Habría grandes bibliotecas, sofás profundos, los gritos de los niños fuera, mermeladas de bayas, largas conversaciones en tumbonas. Las sombras se alargan, la muerte se aproxima suavemente. Hemos vivido una buena vida porque nos hemos amado. Quizá no sea así como termine, pero si sólo dependiese de mí me gustaría que terminase así.
Al regresar le pregunto: «¿Se ve envejeciendo en esta casa, Eduard? ¿Acabar como un personaje de Turguéniev?»
Esto le hace gracia y se ríe, pero esta vez no con una risita seca: se ríe de buena gana. No, no se ve así. No realmente. La jubilación, la vida tranquila no es para él. Tiene otra idea para los días de su vejez.
—¿Conoce Asia central?
No, no la conozco, no he estado nunca. Pero he visto fotos, muy temprano: las que sacó mi madre cuando hizo aquel largo viaje durante el cual mi padre me cuidó con una ternura torpe: en aquella época, los padres no estaban acostumbrados a ocuparse de los niños. Esas fotos me oprimían y me hacían soñar. Para mí representaban la lejanía absoluta.
Eduard prosigue diciendo que donde mejor se siente en el mundo es en Asia central. En ciudades como Samarcanda o Barnaúl. Ciudades achicharradas por el sol, polvorientas, lentas, violentas. Allá, a la sombra de las mezquitas, bajo los altos muros almenados, hay mendigos. Racimos enteros de mendigos. Son viejos macilentos, curtidos, desdentados, a menudo sin ojos. Llevan una túnica y un turbante ennegrecidos por la mugre, tienen delante un retal de terciopelo sobre el cual esperan que les echen una monedita, y cuando se la echas no te dan las gracias. No se sabe qué vida han vivido, se sabe que acabarán en la fosa común. Ya no tienen edad, no tienen bienes, en el supuesto de que alguna vez los hayan tenido, apenas les queda todavía un nombre. Han soltado todas las amarras. Son andrajos. Son reyes.
Eso sí: eso le va.