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El protocolo no ha cambiado, excepto en que no son dos sino un solo nasbol el que me conduce hasta su jefe, y en que no viene a buscarme en coche, sino que me cita en una boca de metro. Me acuerdo de ese nasbol: Mitia. Le conocí dos años antes, él también me recuerda y charlamos durante el cuarto de hora andando hasta el nuevo apartamento de Eduard. No es jovencísimo, está en la treintena y, como todos los miembros del partido que he conocido, tiene buena cabeza: abierta, inteligente, amistosa. Va vestido de negro, pero ya no lleva vaqueros y cazadora: su abrigo de buen corte, encima de una americana de espiguilla, le confiere el aire de un chico que se las apaña. Me dice que está casado, tiene una niña, ejerce uno de esos oficios relacionados con Internet que nunca sé muy bien en qué consisten, pero que permiten ganarse la vida más que dignamente. Tengo la sensación de que dedicar algunas horas semanales a la protección de Eduard Limónov es para él una manera de mantenerse fiel a los ideales de su juventud, del mismo modo que otros siguen formando parte de un grupo de rock amateur del que saben muy bien que nunca hará furor, pero es agradable encontrarse entre amigos. Cuando le pregunto qué tal van las cosas, la política, todo eso, sonríe y responde: «Normalno», con el tono que adopta un hostelero para decir: «En este momento está tranquilo.»

Como el ascensor está averiado, subimos a pie hasta el noveno piso de un inmueble modesto. Con las precauciones habituales, Mitia me introduce en el apartamento de dos habitaciones donde Eduard me espera, siempre en tejanos y jersey negros, siempre esbelto, siempre con perilla. Busco un lugar donde dejar mi abrigo, en la habitación sólo hay una mesa, una silla y una cama individual. Eduard me explica que le han puesto una multa de quinientos mil rublos por haber dicho en una entrevista que los jueces de Moscú obedecen las órdenes del alcalde Luzhkov, lo cual es de dominio público. Le han embargado los muebles embargables y que apenas cubrían una décima parte de la multa: adeuda el resto.

Dejamos a Mitia leyendo el periódico en la única silla de la habitación y entramos en la otra, la cocina, donde hay dos sillas. Eduard prepara café, yo abro mi libreta. Le he comunicado por e-mail mi proyecto de escribir ya no un reportaje, sino un libro entero sobre él. Respuesta neutra por su parte: ni entusiasta ni reticente; está a mi disposición, si quiero. Mis investigaciones han progresado mucho, he terminado incluso una especie de primer borrador y creo que tendríamos que tomarnos el tiempo de una larga entrevista: varias horas, ¿por qué no varios días? Pero no estoy seguro y, por prudencia, todavía no se lo he preguntado.

—Y bien, ¿qué ha pasado en los últimos dos años?

Lo primero que ha pasado es que su mujer, la bonita actriz, le ha abandonado. Él no entiende bien por qué. No se le ocurre pensar en la importancia que ha podido tener los treinta años de diferencia entre ellos, y también el hecho de no poder dar un paso sin que te escolten dos chicos con el cráneo rapado: al principio debe de ser novelesco, luego se vuelve pesado. Eduard dice que el abandono le ha dolido unos meses y que después ha pensado que era una mujer fría, mentirosa, poco cariñosa: le ha decepcionado. Por si acaso me preocupa, me asegura que tiene varias amantes, muy jóvenes, y que no duerme todas las noches en la cama individual de la habitación contigua. Lo principal es que sigue viendo a sus hijos. Sus hijos, sí: tiene también una niña, Alexandra. El chico se llama Bogdán, en recuerdo de sus años serbios. Me digo que Bogdán ha salido bien librado: podría haberse llamado Radovan o Ratko. Fin del capítulo de la vida privada.

Ahora la pública. No lo dice así, pero está claro que se ha quedado totalmente en la estacada. La ocasión histórica ha pasado, suponiendo que realmente se haya presentado una. Kaspárov, escaldado por mil contratiempos, ni siquiera ha intentado presentarse candidato y, tras lo que tampoco puede llamarse un fracaso en las presidenciales, el movimiento Drugaia Rossía ya no existe. Eduard, sin embargo, no arroja la toalla. Ha fundado un nuevo movimiento llamado Estrategia 31, en referencia al artículo 31 de la Constitución, que garantiza el derecho a manifestarse. Para ejercer este derecho se reúnen en la plaza Triumfálnaia el último día de los meses que tienen treinta y un días. Suele haber un centenar de manifestantes y cinco veces más de policías, y estos últimos detienen a algunas decenas. Eduard, por tanto, cada cierto tiempo pasa unos días en la cárcel. Los corresponsales extranjeros informan de la noticia, por pura cuestión de forma. Aparte de esto, trata de organizar y presidir una «asamblea nacional de las fuerzas de oposición», proyecto que aplauden algunos viejos demócratas y defensores de los derechos humanos, y que Kaspárov contrarresta como puede lanzando su propia plataforma. Ahora los dos son rivales, pero hasta su rivalidad me parece un poco floja. En su sitio de Internet, Eduard se alegra de tener más visitas que Kaspárov.

¿Qué más? Su producción literaria. Ha publicado tres libros desde nuestro último encuentro: poemas, una recopilación de artículos, recuerdos de sus guerras serbias. Pero escribir ya no es tanto lo suyo. Es muy poco rentable hoy día, las tiradas son de cinco mil, a lo sumo seis mil ejemplares, y no se reedita nunca: más bien se gana la vida con colaboraciones a destajo en revistas como la versión rusa de Voici o GQ.

Ya se ha agotado el orden del día. Son las cuatro, ha anochecido, se oye el zumbido de la nevera. Eduard se mira sus anillos, se atusa la perilla de mosquetero: ya no es Veinte años después, es el Vizconde de Bragelonne. He agotado mis preguntas y a él no se le ocurre hacerme ninguna. No sé: alguna sobre mí. ¿Quién soy, cómo vivo, estoy casado, tengo hijos? ¿Prefiero los países cálidos o los fríos? ¿Stendhal o Flaubert? ¿Los yogures naturales o los de frutas? Ya que soy escritor, ¿qué tipo de libros escribo? Dice que el interés por el prójimo forma parte de su programa de vida y sin duda se interesaría por mí si yo hubiera estado en la cárcel a causa de un crimen hermoso y muy sangriento, pero no es el caso. El caso es que soy su biógrafo: le interrogo, él responde, cuando termina de responder se calla, se mira los anillos y aguarda la pregunta siguiente. Decido que no estoy por la labor de chuparme varias horas de entrevistas así, que me las apañaré muy bien con lo que tengo. Me levanto, le doy las gracias por el café y el tiempo que me ha dedicado y en el umbral de la puerta me hace finalmente una pregunta:

—Es extraño, de todos modos. ¿Por qué quiere escribir un libro sobre mí?

Me pilla desprevenido pero le respondo sinceramente: porque tiene —o porque ha tenido, ya no me acuerdo del tiempo de verbo que empleé— una vida apasionante. Una vida novelesca, peligrosa, una vida que ha arrostrado el riesgo de participar en la historia.

Y entonces él dice algo que me deja de una pieza. Con su risita seca, sin mirarme:

—Sí, una vida de mierda.