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Convocan a Eduard ante el director. Una convocatoria así es para un zek, a priori, de mal augurio. Sólo ha visto al director el día de su llegada y preferiría no volver a verlo. Esta vez, este hombre conocido por su frialdad le recibe con cortesía y le anuncia la visita de una de esas delegaciones a las que tanto le gusta mostrar la colonia. Un miembro de la delegación, Pristavkin, el consejero-del-presidente-para-los-derechos-humanos, ha expresado el deseo de entrevistarse con el recluso Savienko. ¿Está de acuerdo el recluso Savienko?

Savienko no da crédito a sus oídos. En primer lugar, que le pregunten qué opina, porque un zek no puede estar o no estar de acuerdo, sino simplemente obedecer dócilmente, y en segundo término, por el interés de Pristavkin por su persona. Es un apparatchik cultural, gorbachoviano firme, al que conoce porque se le enfrentó en un debate sobre los crímenes del comunismo. Se enzarzaron violentamente, Eduard llamó a Pristavkin traidor y vendido, y desde entonces éste no ha perdido ocasión de atacarle, al fascista Savienko, hasta el punto de escribir en la Literatúrnaia Gazeta: «Pues que se quede en la cárcel, es donde mejor está.»

Eduard, por consiguiente, desconfía, tanto del consejero como de la mala impresión que puede causar en su entorno el hecho de que le haya elegido. Sin embargo, acepta y, llegado el día, se encuentra en una sala de espera contigua al despacho del director, junto con una decena de detenidos bien afeitados, muy limpios, visiblemente escogidos con todo cuidado para causar buen efecto a la delegación. Aguardan sin decir nada, sin atreverse a mirarse, incómodos por estar allí. Por fin llegan los delegados, y en su tez colorada se ve que vienen de una comida bien rociada. Pasan media hora preguntando a los presos cómo están, si les tratan bien, lo que, en su fuero interno, suscita una risa sarcástica en Eduard: ¿son tan idiotas como para imaginar que un zek, en presencia del director, y sabiendo lo que les espera en cuanto los visitantes se hayan vuelto de espaldas, tendrá el valor de responder que están mal? ¿Que les tratan mal? Por el rabillo del ojo observa a Pristavkin, que también le observa por el rabillo del ojo. Ha perdido pelo desde la última vez que se han visto, ha ganado peso y padece cuperosis: el esbelto Eduard piensa que la vida de aventurero conserva mejor que la de apparatchik. Por último, Pristavkin le dice al director, pero con un tono lo bastante alto para que le oiga todo el mundo, que le gustaría entrevistarse a solas con el preso Limónov.

—Savienko —corrige el interesado.

—Faltaría más —se apresura a responder el director—. Vengan a mi despacho.

Los dos hombres se retiran bajo la mirada atónita de los demás. Un momento de indecisión: ¿dónde se sientan? Si fuera por Eduard, él se quedaría de pie mientras el visitante se acomoda en la butaca del director —es la realidad de sus posiciones respectivas, y si le propusieran cambiarlas no lo aceptaría—, pero Pristavkin le coge del brazo y los dos se instalan en una banqueta, delante de una mesa baja, como viejos amigos.

—¿Un puro? —propone Pristavkin. Eduard dice que no fuma—. Bueno —prosigue Pristavkin, con el aliento cargado de coñac, ya ha durado bastante, toda esta broma—. Usted es un gran escritor ruso, Eduard Veniamínovich. Su Libro de las aguas es una obra maestra. Por otra parte, los entendidos no se equivocan. ¿Ha visto que está en la shortlist del Booker Prize? El PEN Club se preocupa por su suerte y, por supuesto, los órganos no le reconocerán nunca oficialmente, pero esta acusación de terrorismo no se sostiene. Los tiempos cambian, no hay que equivocarse de objetivo. La verdadera criminalidad hoy día es la económica: alguien como Mijaíl Jodorkovski, que desfalca miles de millones de dólares, es un criminal, sí, y de la peor especie, y han tenido mil veces razón al encarcelarlo. Pero un artista como usted, Eduard Veniamínovich, un maestro de la prosa rusa… Su lugar no está entre asesinos.

—Algunos son muy buenas personas —dice Eduard.

—¿Ah, sí? ¿Le parece que los asesinos son buenas personas? —Pristavkin suelta una carcajada campechana—. Es una opinión de escritor. Dostoievski también decía eso… En todo caso, han sido demasiado severos con usted. Pero no se preocupe, Eduard Veniamínovich, vamos a arreglarlo.

—No me opongo —dice Eduard, prudentemente.

—¡Eh! ¿Quién lo haría? Ahora bien, facilitaría las cosas que se reconociese culpable. No ponga esa cara, sé que se ha negado durante el juicio, pero escúcheme bien: sería una pura formalidad, un modo de salvar la cara a nuestros amigos del FBS, ya sabe lo susceptibles que son. En última instancia nadie lo sabrá. Quedará en su expediente y nada más. Reconoce su culpa y dentro de un mes, dos a lo sumo, estará fuera, en la calle.

Eduard le mira, intenta adivinar en su expresión si es una trampa. Después, sacude la cabeza: más que a la libertad, se aferra a su reputación de duro que no se doblega.

—Piénselo —dice Pristavkin.

Después de esta visita, su suerte es incierta y el hecho de que se decida en las altas esferas le confiere un estatuto singular: respeto, celos, la idea de que más vale no correr el riesgo. Cuando le hablan del asunto, lo minimiza: ese Pristavkin debía de estar borracho, todo esto no tendrá consecuencias.

Se equivoca, y su abogado, que viene a verle desde Moscú, se lo confirma. La opinión ha cambiado en su favor. Ya no le ven como un terrorista, sino como una especie de Dostoievski, sí, que escribe grandes libros desde el fondo de la casa de los muertos, y el oportunista Pristavkin ha debido de decirse que era una ocasión dorada de jugar a liberal. Eduard, sin embargo, se obstina en rechazar la condición que le ha impuesto. Considera que su honor está en juego. El abogado propone una solución casuista: eludir la cuestión de la culpabilidad, insistiendo en cambio en que él nunca ha cuestionado el veredicto.

En ese caso, de acuerdo, consiente Eduard.

Después, las cosas van deprisa. Incluso demasiado. Se había adaptado al ritmo de una condena larga, había adaptado a ella sus pensamientos, sus proyectos, hasta su metabolismo, y resulta que le anuncian que dentro de diez días, de ocho, de tres, se acabó, recogen el decorado, despiden a los figurantes, comienzan otra película. El director no le convoca, sino que le invita a pasar por su despacho y en adelante le trata como a un VIP; como si lo anterior hubiera sido una broma, un juego de papeles que una vez terminada la partida se puede comentar entre personas de buena compañía. Le hace firmar su ejemplar del Libro de las aguas, se inquieta por el recuerdo que el ex preso distinguido guardará de su establecimiento.

—No dudaré en recomendarlo a mis amigos —responde Eduard, y al director le maravilla tanto ingenio.

—¡Lo recomendará a sus amigos! ¡Ah, ah! ¡Qué guasón es usted, Eduard Veniamínovich!

En Engels son raras las liberaciones anticipadas, y la suya huele tanto a enchufe que se siente incómodo delante de sus compañeros. Después de haber hecho todo lo posible, con toda sinceridad, por demostrarles que es un pequeño muzhik como ellos, sacudido por el mal viento de las cárceles, no dista mucho de verse, al mirarles a los ojos, como uno de esos periodistas que mientras dura un reportaje interpretan al sin techo o al presidiario, y que luego, cuando el safari ha concluido, dicen a los amigos: «Ciao, chicos, ha sido estupendo, pensaré en vosotros, os enviaré foie gras en Navidad»; promesa que por lo general olvidan. A un tipo así, Eduard le miraría con asco, y está a la vez aliviado y sorprendido al constatar que nadie en Engels le guarda rencor, e incluso que su prestigio sube como una flecha. Aparentemente, todos están contentos de conocer a un tío importante, cuyos asuntos se solventan mediante chanchullos al más alto nivel, de poder contar que le han conocido, y al final Eduard acaba un poco asqueado por tanta ingenuidad.

La víspera de su liberación le autorizan a recoger su maleta en la consigna. Esta maleta es uno de sus fetiches. Se la birló a Steven al partir de Nueva York hacia París, le ha seguido a todas partes, a la guerra, a Altái, a las cárceles sucesivas, y contiene dos camisas, una negra y una blanca. Por la noche hay una copa de despedida en el barracón, abrazos, palmadas en la espalda, y se discute un buen rato sobre cuál de las dos camisas conviene que se ponga para salir. El asunto reviste una gran importancia porque van a filmarlo: la televisión lo ha pedido, Eduard dudaba pero el director ha insistido mucho y a los presos, por su parte, les emociona esta perspectiva como a niños a los que han prometido llevarles al circo.

—Tienes que ponerte la blanca, es más elegante —dice Antón, un chico agradable, condenado a treinta años por asesinato agravado con actos de barbarie.

—Pero, Antón —objeta Eduard—, salgo de la cárcel, no de un local nocturno.

—De todos modos hay que estar elegante: eres un escritor famoso.

—Aquí no hay ningún escritor famoso, solamente hay zeks —responde Eduard, y antes de haber terminado esta frase se avergüenza de su falsedad y su demagogia. Pues claro que es un escritor famoso. Por supuesto que su suerte no tiene nada que ver con la de Antón.

Desde que la colonia ha despertado reina el desbarajuste a causa del equipo de televisión. Lo compone media docena de personas: el periodista, el realizador, el cámara, el técnico de sonido, los ayudantes, y entre ellos hay tres chicas. Chicas jóvenes, que como es verano llevan faldas cortas y camisetas ceñidas, chicas que huelen a perfume y bajo el perfume a mujer, a sobaco, a coño, chicas que enloquecen totalmente al rebaño de zeks y que los sitúan en su sitio para la lista de la mañana, en el terraplén central. La hora de la lista ha pasado hace mucho, el equipo no ha llegado a tiempo de presenciar la verdadera, y el realizador, de todos modos, tiene sus propias ideas sobre la escena de pasar lista. El director esperaba que pusieran delante a los presos más presentables, como él mismo exige cuando viene una delegación de visita, pero a medida que el rodaje avanza es cada vez más evidente que el realizador no tiene intención de realzar el encanto del establecimiento y la buena facha de sus internos, sino, por el contrario, mostrar que el escritor aventurero Limónov sale del infierno. A pesar de las protestas del director, las bonitas ayudantes cumplen su cometido de agrupar a las jetas más horrendas, el cámara el de hacer planos de corte sobre lagartos, charcos barrosos, montículos de basura, cosa bastante difícil en una colonia sumamente adecentada en su conjunto. No se lo reprocho: hice exactamente lo mismo cuando rodé una secuencia de mi película documental en la colonia para menores de Kotélnich, porque esperaba un espectáculo dantesco y me resigné de mala gana a que no lo fuera.

En medio de todo aquel barullo, Eduard hace concienzudamente lo que le han pedido que haga. Interpreta su propio papel. En la escena de la lista, enuncia con voz fuerte su apellido, su nombre, su patronímico y los artículos de la condena. Es la última vez que lo hace, pero necesitarán tres tomas porque al realizador no le satisfacen las dos primeras. Después, en el refectorio, rebaña su escudilla mientras prosigue una conversación «natural» con los demás. «Actuad como si no estuviéramos aquí, chicos», repite el realizador, «como si fuera un día cualquiera.»

Casi todos los presos están de fiesta y se disputan el honor de entrar en el cuadro al lado del héroe. «¿Se me ve, aquí? ¿Se me ve?», preguntan, dándose codazos. Y él, mientras prosigue con ellos esta conversación falsamente natural, falsamente corriente, de la que sólo subsistirán sus respuestas porque es el único que tiene un micrófono de solapa, piensa que ha cometido una estupidez al aceptar este rollo de la tele. Piensa que es una lástima marcharse de este modo. Tal vez piensa incluso, sin más, que es una pena marcharse. Por supuesto, desea ardientemente recuperar su libertad, a la pequeña Nastia y a los chicos del partido. Pero nunca volverá a ser el hombre que ha sido aquí. Cabe decir que la colonia es el infierno, pero con su sola fuerza espiritual ha sido capaz de transformarla en un paraíso. Para él se ha vuelto algo tan hospitalario como el convento para un monje. Las tres listas diarias eran sus oficios, la meditación su rezo y en una ocasión el cielo se le ha abierto. Todas las noches, rodeado por los ronquidos del barracón, le ha embriagado en secreto su fuerza personal, el metal de su alma sobrehumana, en la que estaba culminando un proceso misterioso iniciado en Altái con el trampero Zolotariov: una liberación auténtica, eterna, de la que se pregunta, con una inquietud repentina, si no le privará su liberación temporal. Siempre ha pensado que su vocación es hundirse lo más profundamente posible en la realidad, y la realidad estaba aquí. Ahora se ha terminado. Deja atrás el mejor capítulo de su vida.