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¿Cómo contar lo que debo contar ahora? Son cosas que no se cuentan. Las palabras se esconden. Si no lo has vivido no tienes la menor idea de cómo es, y yo no lo he vivido. Conozco a una persona, aparte de Eduard, que lo ha vivido. Es mi mejor amigo, Hervé Clerc. Ha hablado de la experiencia en un libro que es también un ensayo sobre el budismo y se titula Las cosas como son. Prefiero sus palabras a las de Eduard, pero es de la experiencia de Eduard de la que debo decir algo aquí. Veámoslo.

Recuerda muy bien el instante anterior. Un instante normal, de los que tejen el tiempo normal. Está limpiando el acuario que se encuentra en el despacho de un oficial superior. En la administración penitenciaria, todos los despachos de los oficiales superiores tienen un acuario. ¿Les gustan los peces? Si no les gustan, ¿podrían pedir que les retirasen el acuario? Lo más probable es que ni piensen en él. A Eduard, por su parte, le gusta limpiar los acuarios, es menos sucio y más divertido que los retretes. Con una redecilla ha trasladado los peces a una cuba, ha vaciado el agua cubo por cubo, el acuario está ahora seco y frota las paredes con una esponja. Mientras realiza esta tarea trabaja su respiración. Está tranquilo, concentrado, atento a lo que hace y a lo que siente. No espera nada en particular.

Y de pronto todo se detiene. El tiempo, el espacio: no es la muerte, sin embargo. Nada de lo que le rodea ha cambiado de aspecto, ni el acuario ni los peces en la cuba, ni el despacho del oficial ni el cielo que se ve por la ventana del despacho, pero es como si todo esto no hubiera sido hasta ahora más que un sueño y de golpe se convirtiera en algo absolutamente real. Elevado al cuadrado, revelado y al mismo tiempo anulado. Aspirado por un vacío más lleno que todo lo que hay lleno en el mundo, una ausencia más presente que todo lo que llena el mundo con su presencia. Ya no está en ninguna parte y está totalmente allí. No existe ya y nunca ha estado tan vivo. Ya no hay nada y hay todo.

Podemos llamar trance a esto, un éxtasis, una experiencia mística. Mi amigo Hervé dice: es un rapto.

Me gustaría ser más extenso, más detallado, más convincente sobre este punto, pero veo que sólo puedo escribir un oxímoron tras otro. Oscura claridad, plenitud del vacío, vibración inmóvil, podría continuar así un largo rato sin que el lector ni yo hayamos avanzado. Sólo puedo decir simplemente, aproximando sus experiencias y sus palabras, que Eduard y Hervé saben con absoluta certeza que, uno en un piso parisino, hace treinta años, el otro limpiando un acuario en el despacho de un oficial de la colonia penitenciaria número 13 de Engels, accedieron a lo que los budistas denominan el nirvana. La realidad pura, sin filtro. Ahora bien, desde fuera, siempre se puede objetar: sí, pero ¿qué te demuestra que no fue una alucinación? ¿Una ilusión? ¿Una falsificación? Nada, aparte de lo esencial, y es que cuando lo has vivido sabes que es auténtico, que esta extinción y esta luz no se imitan.

Dicen otra cosa: que cuando te aferra te arrastra, te eleva, sientes, en la medida en que existe alguien para sentirlo, algo cuya naturaleza es de un inmenso alivio. Han desaparecido el deseo y la angustia que constituyen el fondo de la vida humana. Volverán, por supuesto, porque a menos que seas uno de esos iluminados de los que los hindúes afirman que existe uno por siglo, no es posible permanecer en ese estado. Pero han probado lo que es la vida sin ellos, saben de primera mano lo que es salir bien parado.

A continuación desciendes. Has vivido en un relámpago toda la duración del mundo y su abolición, y recaes en el tiempo. Recuperas la antigua yunta: el deseo, la angustia. Te preguntas: «¿Qué hago yo aquí?» Entonces puedes pasarte, como Hervé, los treinta años siguientes digiriendo, pensativo, esta experiencia incomparable. O puedes, como Eduard, volver a tu barraca, tumbarte en la litera y escribir esto en su cuaderno:

«Esperaba esto de mí. Ningún castigo puede alcanzarme, sabré transformarlo en felicidad. Una persona como yo puede extraer gozo incluso de la muerte. No volveré a tener las emociones del hombre corriente.»

He escrito este pasaje delicado en casa de Hervé, en Suiza, en el chalé donde nos reunimos dos veces al año para recorrer las montañas del Valais. Y en la biblioteca de ese chalé encontré una colección de artículos dedicada a Julius Evola. Evola, por resumir, era un fascista italiano de una gran altura intelectual, a la vez nietzscheano y budista, lo que le convirtió en uno de los héroes de los fascistas cultivados al estilo de Duguin. Del fárrago de erudición tradicionalista esparcido en esta antología emerge un hermoso texto de Marguerite Yourcenar. Anoté lo siguiente, que me impresionó y que no pude por menos de transmitir a Eduard:

«Todo desvío de las fuerzas adquiridas por disciplinas mentales en beneficio de la avidez, del orgullo y de la voluntad de poder no anula esas fuerzas, sino que las reconduce ipso facto a un mundo en el que cualquier acción encadena y cualquier exceso de fuerza se vuelve contra quien la ejerce. […] Parece evidente que el barón Julius Evola, que no desconocía nada de la gran tradición tántrica, no pensó nunca en dotarse del arma secreta de los lamas tibetanos: el puñal de matar el Yo.»