Con sus empalizadas pintadas de colores coquetos en lugar de alambradas, sus setos de rosas y sus lavabos imitación de Philippe Starck, la colonia penitenciaria número 13, en Engels, es el campo de trabajo del que he hablado al principio de este libro, y el que hicieron visitar a los defensores de los derechos humanos para que se quedaran convencidos de los progresos de la situación carcelaria en Rusia. Así, en 1932, en lo más crudo de una hambruna tal que los campesinos llegaban a matar a sus hijos, H. G. Wells, juzgando por la excelente comida que le habían servido en Kíev, declaraba lo bien que se comía, doy fe de ello, en Ucrania. En el ambiente de los presos rusos, Engels tiene en realidad tan mala fama que algunos se automutilaron con la esperanza de no ir a parar a ese campo. No por eso Eduard deja de considerar que ha tenido suerte, hay que decir que vuelve de lejos: dos meses después de que el fiscal Verbin pidiera catorce años para él, el juez le condenó a cuatro, de los que ya ha cumplido la mitad. Ya sólo dos años que sobrellevar cuando se preparaba para afrontar catorce es un milagro, y está más decidido que nunca a no desmandarse, a no responder a ninguna de las provocaciones de los oficiales y celadores a los que podría irritar su celebridad. Sabe que en cualquier momento un tipo de malas pulgas puede tomarla contigo y adjudicarte con cualquier pretexto una semana en una celda disciplinaria, o incluso algo peor. Entre las historias de espanto que circulan en Engels, está la del recluso que la víspera de su liberación tuvo la mala fortuna de cruzarse con un suboficial borracho. Al suboficial le pareció que estaba mal afeitado y, por capricho, para mostrarle quién mandaba allí, le prolongó la sentencia un año. Sin más, con la mayor arbitrariedad, según un procedimiento interno del campo, y después siempre se puede apelar al juez: antes de que éste dicte su resolución, hay tiempo para que te caigan otros diez años. Por eso Eduard se esfuerza en ser invisible, y como su gran talento en la vida es sacar provecho de todo lo que le sucede, Engels no tarda en parecerle interesante.
Lefórtovo y Sarátov le han convertido en un experto de la cárcel, pero en el campo es un bisoño, y allí descubre que la condición de zek apenas ha cambiado desde la descripción que hizo de él Solzhenitsyn. Al igual que la de Iván Denísovich, la jornada de Eduard empieza a las cinco y media de la mañana, cuando una sirena toca diana. De hecho, empieza un poco más pronto, porque él se despierta solo a las cinco. Mientras todos roncan todavía en el barracón, Eduard, tumbado como un yacente debajo de la manta, observa su respiración. Este momento le pertenece, lo ama, lo disfruta. No tiene reloj, no le hace falta mirar la hora para saber cuánto tiempo le queda hasta el zafarrancho de combate. Cuando se acerca, se siente como un motor que aguarda la llave de contacto. Y ya está, la sirena aúlla, los celadores gritan y maldicen, los ocupantes de los catres de arriba caen rodando sobre los de abajo, se abroncan, empieza el día.
Lo primero es la avalancha de todo el barracón hacia los lavabos, con una pausa para un pitillo en el patio. Como es uno de los pocos que no fuma, Eduard aprovecha para ir a defecar en el pelotón de cabeza. Aunque evacúa con una regularidad ejemplar, ha observado que su mierda apesta más aquí que en el exterior, e incluso más de lo que apestaba en la cárcel. También ha observado que aunque la mierda de los zeks apesta, sus cubos de basura, en cambio, no huelen a nada. Es porque, aparte de las colillas, no contienen nada orgánico, todo lo que es orgánico es más o menos comestible y todo lo comestible se come: es la ley del campo.
A las seis y media, en el terraplén central, pasan la primera lista. Nombre, apellido, patronímico, artículos de la condena. Pasan lista tres veces al día y como son ochocientos cada una dura una hora larga. En verano está bien, se broncean; en invierno es más duro. Eduard se considera afortunado por haber llegado a Engels en el mes de mayo, lo que le ha permitido habituarse gradualmente. Después de la lista viene la zariadka, la media hora de gimnasia colectiva, y luego —¡por fin!— la hora del desayuno. Ochocientos zeks con el cráneo al rape se suceden por turnos en el refectorio inmenso. Tintineo de cucharas, lametones, riñas sofocadas al instante, y por encima de todo una música indefinible, entre rock duro y popurrí sinfónico, cuyos acentos marciales deberían, a juicio de Eduard, incitar a la rebelión, a romperlo todo, a ensartar cabezas en picas, pero no: encorvados, protegiendo con los brazos sus escudillas de hojalata, como si corrieran el riesgo de que les roben la pitanza, los zeks engullen en silencio kasha y sopa muy líquida, con un poco de pan negro. Esta alimentación sin vitaminas les pone la tez gris, da a la mierda el olor malsano que ha notado Eduard y, sin matarles de hambre, les quita toda energía. Es deliberado, desde luego.
A diferencia de las cárceles que ha conocido, Engels es un campo de trabajo e incluso de rehabilitación por el trabajo: después del desayuno, manos a la obra. Lo propio de este trabajo es que por lo general no sirve para nada. Justo después de la llegada de Eduard, cayeron lluvias abundantes que inundaron los edificios de forma permanente. La administración ha decretado que el suelo tiene que estar seco para cada una de las tres listas diarias, de lo contrario privarán de televisión a todo el mundo; a Eduard le importa un comino, pero para los demás sería una tragedia. El resultado es un espectáculo de película burlesca: procesiones de detenidos que achican con vasos de agua, de la mañana a la noche, charcos que se renuevan continuamente. Eduard ha pensado al principio que sería más racional mejorar mediante una obra de albañilería el sistema de desagüe. Hasta ha pensado en comentarlo, pero por suerte se ha abstenido, ha comprendido a tiempo que la administración penitenciaria no se comporta como un patrono racional porque el trabajo de Sísifo es una vieja tradición de los campos: todos los veteranos del gulag coinciden en que no hay nada más deprimente que deslomarse realizando una tarea inútil y absurda como cavar un agujero y después otro para llenarlo con la tierra del primero y así sucesivamente. El buen zek es un zek abatido, desmoralizado: esto también es deliberado.
A los sesenta años, a Eduard le consideran un jubilado y en consecuencia está dispensado de los trabajos de fuerza, pero no por ello le permiten escribir, leer o meditar como podía hacerlo en Lefórtovo y Sarátov. Hasta la noche tiene prohibido volver a su barracón, a sus libros y cuadernos, y debe dedicarse a tareas de limpieza igualmente absurdas. Limpiar a fondo, realmente a fondo, una hilera de retretes exige como máximo una hora. Le dan cuatro para hacerlo. Muy bien, empleará cuatro horas. Perfeccionará cuatro veces su obra, ninguna taza brillará más en el mundo y nadie le verá papando moscas ni siquiera un minuto.
Este celo no es sólo externo. En su fuero interno tampoco holgazanea. Las ocupaciones fastidiosas y repetitivas favorecen el ensueño, y San Pasha Rybkin, el yogui de Sarátov, le puso en guardia: el ensueño es exactamente lo contrario de la meditación. Un ruidito de fondo mental del que la mayoría de la gente no es siquiera consciente, pero que es la peor de las pérdidas de tiempo y energía. Para eludirlas, o bien cuenta sus respiraciones, las alarga, se concentra sobre el trayecto del aire, de la nariz al bajo vientre y regreso, o bien se recita, prestando atención a cada verso, poemas que se sabe de memoria, o bien, la mayoría de las veces, escribe. Mentalmente, por supuesto, como hacía Solzhenitsyn cincuenta años antes que él: compone frase a frase, párrafo a párrafo, capítulo a capítulo, memorizándolos a medida que los crea, y de este modo mejora cada día las prestaciones de un disco duro que ya es impresionante.
El reglamento de la colonia no prohíbe escribir, teóricamente, pero por un lado dispone de poco tiempo, a lo sumo una hora por la noche, para salvar el trabajo del día, y por otro despierta la curiosidad de los carceleros, una curiosidad que no es respetuosa como en las cárceles anteriores. Una vez, uno de ellos, cabezota y suspicaz, le ordenó que le enseñara su cuaderno, lo hojeó en un silencio cargado de amenazas y finalmente le preguntó: «¿Hablas de mí, aquí?» Eduard pasó miedo aquel día, y desde entonces sólo toma notas diplomáticamente edulcoradas. Empleará la memoria para completarlas cuando salga.
Hace bien. Justo antes de su liberación, sus cuadernos desaparecen misteriosamente y se verá obligado a reescribir de cabo a rabo, sin ninguna nota, el libro compuesto en Engels. Le sale uno mejor, según él.