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Cumplirá quince meses en Lefórtovo, sometido a un régimen de aislamiento riguroso. Después, en un Antónov del gobierno y con una escolta policial tan impresionante como si fuese Carlos o, él solo, toda la banda Baader, le transfieren a Sarátov, sobre el Volga, donde tendrá lugar su proceso. ¿Por qué en Sarátov? Porque es la jurisdicción rusa más próxima geográficamente al Kazajstán, donde se supone que ha cometido los delitos de que le acusan. ¿Qué delitos son, exactamente? Imposible ignorarlo en Sarátov, donde en todo momento no solamente hay que declarar la identidad —apellido, nombre y patronímico—, sino también enumerar los artículos en virtud de los cuales te han encarcelado. De este modo, desde que llega, Eduard aprende a enunciar como una metralleta este mantra que todavía hoy brota de sus labios si le despiertan de golpe: «¡Savienko, Eduard Veniamínovich, artículos 205, 208, apartado 3 del 222, 280!»

Lo aclararé: el 205 es terrorismo. El 208: organización de una banda armada o participación en la misma. El apartado 3 del 222: adquisición, transporte, venta o almacenamiento ilícitos de armas de fuego. Y el 280: incitación a actividades extremistas.

Cuando el juez de instrucción, durante la primera entrevista con Eduard, le informa de estos cargos y de las duras penas que llevan aparejados, él se siente dividido entre el orgullo de ser inculpado por asuntos tan serios y el interés vital de que le absuelvan de ellos. Por un lado le cuesta reconocer que media docena de marginados, agolpados en una cabaña de Altái, a cien kilómetros de la frontera kazaja, sin más armas que unas pocas escopetas de caza, tenían tantas posibilidades de desestabilizar Kazajstán como de desencadenar una guerra atómica desde su madriguera. Por otro, si no quiere pasarse veinte años jodido en el trullo por terrorista, no tiene más alternativa que hacerse pasar por un idiota. El juez, sin embargo, no parece muy dispuesto a oír sus argumentos ni desestima la versión expuesta por el FBS, según la cual él y sus seis cómplices constituyen una seria amenaza para la seguridad del país.

Para arreglar las cosas, ilustra esta versión un telefilme de la primera cadena rusa difundido justo en el momento de su llegada a Sarátov. Desde su detención se han producido los sucesos del 11 de septiembre, y se nota: el telefilme presenta al Partido Nacional Bolchevique como una rama de Al-Qaeda y la isba de Altái como el campo de entrenamiento secreto que congrega a centenares de combatientes fanáticos, con el que efectivamente Eduard ha soñado y que, como él sabe bien, se asemeja tan poco a la realidad. Todo el mundo en la cárcel ha visto La caza al fantasma (es el título del telefilme), todo el mundo sabe que Eduard es el protagonista y todos empiezan a apodarle «Bin Laden», lo que es halagador, por supuesto, pero también peligroso.

Sarátov es lo contrario de Lefórtovo: allí no existe el riesgo del aislamiento, sino el de la promiscuidad. Aunque las celdas estén previstas para cuatro presos, dentro se hacinan a menudo siete u ocho. Cuando Eduard entra por primera vez en la suya, todas las camas están ocupadas y él desenrolla sin quejarse su colchón en el suelo, porque le parece normal que el último en llegar esté en peores condiciones. Esta humildad produce una sorpresa favorable. Llega precedido de una fama de intelectual, de preso político y de celebridad, tres razones para que le consideren un rompepelotas pretencioso, tres razones para que las cosas vayan mal. Pero se muestra de inmediato como un tipo simple y directo que sólo busca sidietspokoino, es decir, cumplir su pena tranquilo, sin salpicar a nadie, sin darse ínfulas, sin crearse problemas ni causárselos a nadie, y todos aprecian esta sagacidad de preso experimentado y a la vez intuyen que por debajo de su aspecto plácido es un auténtico tipo duro. No es uno de esos que dice tontamente, cuando ve que alguien repara algo o prepara la comida: «¿Puedo ayudarte?», sino más bien de los que adivinan lo que hay que hacer y lo hacen. Evita las palabras y los gestos difíciles, cumple sin rechistar las tareas penosas, reparte el contenido si recibe un paquete, no es necesario explicarle que respete las reglas no escritas de la vida carcelaria. Tampoco se propasa, impone con una autoridad tranquila su manera de ver y de hacer las cosas. Al principio sorprende que nunca acceda a jugar una partida de cartas o de ajedrez, porque las considera una pérdida de tiempo y porque lo dedica a leer o escribir en su litera, pero enseguida comprenden que no hay ningún esnobismo en ello: Eduard es así, eso es todo, lo cual no le impide estar también disponible cuando alguien necesita que le echen una mano para una carta a su novia o incluso para las casillas del crucigrama. Una semana después de su llegada, todo el mundo coincide: es un buen tío.

Mientras yo escribía este libro hubo períodos en que detestaba a Limónov y temía desviarme al contar su vida. En San Francisco atravesé por uno de esos períodos y le expliqué lo que hacía a mi amigo Tom Luddy, y Tom, que es la persona más dotada del mundo para establecer este tipo de conexiones (sea lo que sea lo que te traigas entre manos, siempre tiene una información que darte o una persona providencial a la que presentarte), reaccionó como un resorte. «¿Limónov? Tengo una amiga que le conoce muy bien. Si quieres, mañana cenamos con ella.» De este modo conocí a Olga Mátich, una rusa blanca de unos sesenta años que enseña literatura rusa en Berkeley y conoció a Eduard por la época en que él vivía en Estados Unidos. Cuando apareció Soy yo, Édichka, los eslavistas, tanto norteamericanos como franceses, se preguntaron con perplejidad qué debían pensar del autor, pero no tardaron mucho en proclamar al unísono que les parecía odioso. Olga es la excepción, nunca ha roto con Eduard, da cursos sobre su obra, va a verle cuando visita Moscú, le profesa desde hace treinta años un afecto y un aprecio inquebrantables, y es una excepción tanto más significativa cuanto que me dio la impresión de que no sólo es una mujer inteligente y civilizada, sino profundamente buena. Ya sé, es sólo una impresión, pero, al igual que en el caso de Zajar Prilepin, me fío de ella.

Pues bien, Olga me dijo lo siguiente: «Verá, he conocido a escritores, y sobre todo escritores rusos. Les he conocido a todos. Y el único hombre bueno, bueno de verdad, era Limónov. Really, he is one of the most decent men I have met in my life.»

Yo entendí, en sus labios, la palabra decent en el sentido que le daba George Orwell cuando hablaba de la common decency: esta gran virtud que está, decía él, más extendida en el pueblo que en las clases superiores, que es sumamente rara en los intelectuales y que consiste en una mezcla de honradez y sentido común, de desconfianza hacia las grandes palabras y de respeto a la palabra dada, de apreciación realista de la realidad y de atención al prójimo. De todos modos, por mucho que me fíe de Olga, me cuesta un poco ver esta aureola nimbando la cara de Eduard cuando dispara contra Sarajevo o intriga con unos cabrones tan turbios como el coronel Alksnis (tranquilícense: también le cuesta a Olga). Pero sí, en algunos momentos veo lo que ella quiere decir, y la cárcel es uno de esos momentos. Quizá el momento culminante de su vida, el momento en que ha estado más cerca de ser lo que siempre, con bravura, con una terquedad infantil, se ha esforzado en ser: un héroe, un auténtico gran hombre.

Sus compañeros son reclusos de derecho común, condenados a largas penas por delitos graves, la mayoría relacionados con el artículo 162: asesinato con circunstancias agravantes, y él, que siempre ha respetado a los bandidos, se enorgullece de haberles obligado a respetarle. Está orgulloso de que consideren que su partido constituye una banda, no un amasijo de jóvenes idealistas («¿Tienes siete mil hombres? ¡Joder!»); orgulloso de que le llamen, cuando no Bin Laden, «Limon, el caíd»; y orgulloso sobre todo de que un padrino, discretamente, del mismo modo que se insinúa a alguien que sólo depende de él ingresar en la Academia, le pregunte un día si le gustaría ser admitido en la hermandad de los vory v zakonie, los ladrones «legales», esta aristocracia del hampa con la que tanto soñó en la adolescencia. Todo esto me impresiona, pero no me sorprende: es la viva imagen de Eduard. Más me asombra —y da la razón a Olga— que en los tres libros en que relata su estancia en la cárcel habla mucho menos de sí mismo que de los demás. Él, el narciso, el egotista, se olvida de sí mismo, se olvida de adoptar poses y se interesa sinceramente por las circunstancias que han llevado a donde están a sus compañeros.

Algunos le dicen: «Tú eres escritor, deberías escribir mi historia.» Entonces, sin hacerse de rogar, la escribe, y esta actividad genera decenas de micronovelas. Una, por ejemplo, es la saga de la banda de Engels: ocho mafiosos que han extorsionado a esta ciudad industrial de la región, que han matado a tiros a numerosos rivales y policías y que han sido condenados a penas que oscilan desde los veintidós años de prisión hasta la cadena perpetua. Otra es la triste, la tristísima desventura del preso que esperaba su liberación próxima, que llevaba semanas incordiando a los demás con su descripción, etapa por etapa, del camino que le conduciría hasta su novia, pero que la víspera del gran día recibe una carta de ella en la que le confiesa que vive con otro hombre, y aunque hace lo que puede por consolar al pobre chico, Eduard, por supuesto, piensa en Nastia. Y está la historia espantosa de los dos primos que han violado y asesinado a una niña de once años. Se han codeado con estos dos adolescentes provincianos, uno de los cuales es retrasado mental. Ha sentido flotar a su alrededor el aura de miseria y de vergüenza que envuelve a los criminales sexuales. Ha reconstituido, fascinado, «el modo en que dos varones muy jóvenes y solitarios llegan a romper a una muñeca fina y graciosa porque no saben cómo manejarla». Y cuando, antes de abandonar Sarátov, uno de esos chicos que va a pasar el resto de su vida martirizado en un campo de régimen severísimo le susurra: «Buena suerte, Édik», se siente turbado, casi trastornado: de buena gana acepta ese viático.

«He conocido a muchos de esos hombres fuertes y malvados que han matado y a los que ahora tortura el Estado», escribe. «Yo soy su hermano, un pequeño muzhik como ellos, sacudido por el viento malo de las cárceles. Me lo habéis pedido, escribo para vosotros, los muchachos, los huéspedes de las mazmorras. Yo no os juzgo. Soy uno de los vuestros.»

Es cierto, no les juzga. No se hace ilusiones ni brinda compasión, pero es considerado, curioso, solícito si se tercia. En pie de igualdad. Presente. Pienso en mi amigo, el juez Étienne Rigal: el mayor cumplido que puede hacer a alguien es decir que sabe dónde está. Si hay una persona en el mundo de la que yo nunca habría pensado en decirlo, es Limónov, que a pesar de todo su valor y su energía vital creo que está despistado la mayor parte del tiempo. Pero en la cárcel no. En la cárcel no está fuera de su sitio. Sabe dónde está.

Otra cita que me gusta: «Formo parte de la gente que no está perdida en ninguna parte. Voy hacia los otros, los otros vienen hacia mí. Las cosas encajan de un modo natural.»

Uno de los presos con quien mejor se entiende es un tal Pasha Rybkin. A los treinta años, este hércules de cráneo rapado ha pasado ya diez en la cárcel y, como él mismo dice, graciosamente, «vive rodeado de crímenes como los habitantes de una selva viven rodeados de árboles». Ello no le impide ser un hombre apacible, de carácter siempre alegre, en quien se mezclan los rasgos del loco en Cristo ruso y del asceta oriental. En verano y en invierno, incluso cuando el termómetro baja en la celda a menos cero, viste pantalón corto y sandalias, no come carne, bebe agua caliente en lugar de té y practica impresionantes ejercicios de yoga. Mucha gente no lo sabe, pero en Rusia hay una enorme cantidad de personas que hacen yoga: más aún que en California, y en todos los ambientes. Pasha detecta muy pronto en «Eduard Veniamínovich» a un hombre sabio. «Ya no hay personas como usted», le asegura, «o por lo menos yo no las he conocido.» Y le enseña a meditar.

Puede parecer dificilísimo cuando nunca se ha intentado, pero es extremadamente fácil y puede enseñarse en cinco minutos. Uno se sienta en el suelo, con las piernas encogidas y las rodillas separadas, se mantiene lo más recto posible, estira la columna vertebral desde el coxis hasta el occipucio, cierra los ojos y se concentra en la respiración. Inspiración, expiración. Eso es todo. La dificultad reside precisamente en que eso es todo. La dificultad consiste en limitarse a eso. Cuando uno empieza, exagera, trata de ahuyentar los pensamientos. Enseguida adviertes que no se ahuyentan así como así, sino que miras cómo gira su noria y poco a poco te arrastra menos su giro. El aliento disminuye poco a poco. La idea es observarlo sin modificarlo y esto también es sumamente difícil, casi imposible, pero practicando se progresa un poco, y un poco es ya algo enorme. Entrevés una zona de calma. Si, por una razón u otra, no estás sosegado, si estás agitado, no es grave: observas tu agitación o tu fastidio, o tus ganas de moverte, y al observarlos tomas distancia, eres un poco menos prisionero de ellos. Por mi parte, practico este ejercicio desde hace años. Procuro no hablar de ello porque no me siento a gusto con el lado new age, «sea zen», todo ese rollo, pero es tan eficaz, tan beneficioso, que me cuesta comprender que no lo haga todo el mundo. Un amigo bromeaba hace poco en mi presencia a propósito de David Lynch, el cineasta, diciendo que se había vuelto completamente majara porque ya sólo hablaba de la meditación y quería convencer a los gobiernos de que la pusieran en el programa de estudios desde la escuela primaria. No dije nada, pero me parecía evidente que allí el majara era mi amigo y que Lynch tenía toda la razón. En todo caso, desde el día en que el bueno y sabio bandido Pasha Rybkin le ha explicado el truco, Eduard, con su pragmatismo habitual, ha captado su utilidad e incorpora pausas de meditación a su riguroso empleo del tiempo. Al principio se sienta con los ojos cerrados en la postura del loto encima del bastidor de la cama, pero en cuanto le coge el tranquillo descubre que se puede hacer en cualquier parte, discretamente, sin necesidad de adoptar esa postura un poco ostentosa de la que abusan las campañas publicitarias, ya sea para aguas minerales o para pólizas de seguros. En los distintos casos, conejeras metálicas y coches celulares que jalonan el trayecto del preso entre su celda y el despacho del juez de instrucción, entre los ladridos de los pastores alemanes, los olores a pis sofocantes y los juramentos matutinos de los hombres de escolta, aprende a recogerse y a recluirse en la zona donde está tranquilo, fuera de alcance. Una vez más, Eduard es la persona de la que no habría imaginado que se dedicase a este ejercicio, pero creo que influyó mucho en la notable ecuanimidad de que dio pruebas en la cárcel. Creo también que el encuentro con Zolotariov y la extraña experiencia que vivió en Altái, después de haberse enterado de su muerte, le prepararon para aceptar este regalo, y no haría falta presionarme mucho para que diga que fue el trampero, desde donde esté, quien se lo envió.