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Eduard lo ha soñado toda su vida. Cuando leía de pequeño El conde de Montecristo. Cuando una noche oyó a su padre, el celador, contar a su madre la historia de aquel condenado a muerte tan valeroso, tan sosegado, tan dueño de sí mismo que se convirtió en el héroe de su adolescencia. Para un hombre que se ve como un personaje de novela, la cárcel es un capítulo que no se puede perder, y estoy seguro de que, lejos de estar agobiado, disfrutó de cada instante, iba a decir cada plano de esas escenas de película cien veces vistas: las ropas de civil y las pertenencias, reloj, llave, cartera, que dejas en la consigna; el uniforme que te dan en su lugar y que parece un pijama; el examen médico, con palpación rectal; los dos guardias que te flanquean en el laberinto sin fin de los pasillos; la sucesión de verjas y de puertas; por último, la pesada de metal que se abre y se cierra a tu espalda y ya está, vas a vivir encerrado unos meses o unos años dentro de esos ocho metros cuadrados y, como en la guerra, mostrar lo que vales realmente.

No le trataron como si fuera morralla: está en Lefórtovo, donde encierran a los enemigos más peligrosos del Estado. Todos los grandes presos políticos de la Unión Soviética y, posteriormente, de Rusia, los terroristas de alto vuelo, han pasado por allí, no es difícil creerse el hombre de la máscara de hierro. Esta fortaleza del KGB, situada en las inmediaciones de Moscú, no figura en ningún mapa ni hoy, y el secreto en su interior es tan grande que al principio Eduard no sabe de qué les acusan a él y a sus compañeros. No ha visto a un abogado, no tiene derecho a recibir visitas. Tampoco sabe cuándo empezará la instrucción ni qué se dice fuera de las rejas de su detención, si se dice algo, ni siquiera si sus allegados están al corriente.

Al contrario que la mayoría de los centros penitenciarios rusos, Lefórtovo no es sucio, no está superpoblado, allí no te violan ni te zurran, pero en cambio estás sometido a un aislamiento estricto. No sólo no tienes obligación de trabajar sino que no puedes, aunque quieras. Individuales, blancas, asépticas, todas las celdas disponen de televisor, los reclusos tienen libertad para verla de la mañana a la noche, y esta adicción algodonosa, al cabo de un tiempo más o menos largo, acaba sumergiéndoles en la apatía y luego en la depresión. El paseo cotidiano se da al amanecer por el tejado de la cárcel, pero a cada uno le asignan un espacio de unos metros cuadrados, totalmente rodeados de rejas, y para impedir que se intercambien palabras entre esos compartimentos, unos altavoces difunden una música tan ensordecedora que aunque te desgañites no oyes el sonido de tu propia voz. Este ingrato paseo tampoco es obligatorio, y muchos acaban prescindiendo de él: se quedan en la cama, se vuelven hacia la pared, ya no respiran nunca el aire exterior. Nadie sale en invierno, cuando todavía está oscuro y hace un frío horrible, y los carceleros que se han acostumbrado, cuando suena el despertador, a volver tranquilamente para tomar el té, se quedan muy asombrados cuando el recluso Eduard exige el paseo al que le da derecho el reglamento. «Pero si estamos a veinticinco bajo cero», le objetan. Da lo mismo. Durante toda su estancia en Lefórtovo, Eduard no dejará pasar ni un día sin salir al tejado y correr media hora como una liebre por la superficie de cemento, hacer flexiones y abdominales y boxear en el aire glacial. Irrita un poco a los carceleros tener que abandonar su garita bien caldeada por culpa de este único cliente, pero también les impresiona. Además, Eduard es educado, su humor es estable, se ve que es un hombre instruido: pronto le llamarán «profesor».

Si hay algo en el mundo que aborrece es perder el tiempo. Ahora bien, la cárcel es el reino del tiempo perdido, del tiempo que se arrastra sin forma ni dirección, y sobre todo en una prisión como Lefórtovo, donde los reclusos son abandonados a su suerte. Mientras que a los demás se les pegan las sábanas, él se levanta a las cinco de la mañana y hasta la hora de acostarse sacará el máximo provecho de cada instante. Se impondrá como norma ver sólo los informativos de la televisión, nunca una película o un programa de variedades que considera el principio del apoltronamiento. En la biblioteca su norma consiste en desdeñar las novelas fáciles, las que sólo sirven, como se suele decir, «de entretenimiento», y en pedir prestados uno tras otro los áridos volúmenes de la correspondencia de Lenin, que lee sentado bien recto delante de su mesa, tomando notas en su cuaderno. Son los únicos favores que pedirá en la cárcel: una mesa, una lámpara que ilumine correctamente y un cuaderno, y los celadores, cada vez más admirados, se lo concederán gustosos. En un año de este régimen escribirá cuatro libros, entre ellos una autobiografía política y un texto inclasificable, El libro de las aguas, el más hermoso a mi juicio, después del deplorable Diario de un fracasado.

El verano anterior, antes de partir a Altái, apremiantes necesidades de dinero le empujaron a terminar en un mes ese Libro de los muertos que tan útil me ha sido. Al trazar el retrato de personas famosas o desconocidas, ya fallecidas, con las que se había cruzado, evocaba sus propios recuerdos, según le venían, y a pesar de la imposición de cumplir los plazos y escribir más de veinte páginas al día, el ejercicio le satisfizo tanto que en la cárcel le apeteció hacer algo parecido. Como Georges Perec, podría haber confeccionado la lista de las camas donde había dormido; al igual que Don Juan, la de las mujeres con las que se había acostado, o incluso, como buen dandy, contar la historia de algunas de sus costumbres. Eligió las aguas: mares, océanos, ríos, lagos, estanques y piscinas. No necesariamente aguas donde se había bañado, aunque se hubiera prometido hacerlo, desde que aprendió a nadar, cada vez que fuera humanamente posible, y tal como lo conocemos cabe pensar que raramente le contuvieron el frío, la suciedad, la altura de las olas o la perfidia de las corrientes. El libro no sigue ningún plan cronológico ni geográfico, pasa según el humor del momento de una playa de la Costa Azul, donde observa nadar a Natasha, a un baño en el río Kubán con Zhirinovski. Recuerda sus paseos a lo largo del Sena, en la época en que vivía en París: las sirenas de los barcos que veía cruzar por el Hudson desde su ventana en casa del multimillonario Steven; una fuente de Nueva York donde se bañó borracho y perdió sus lentillas; la costa bretona con JeanÉdern Hallier y la playa de Ostia, cerca de Roma, donde estuvo con Elena unos meses antes de que Pasolini fuera asesinado; el Mar Negro, durante la guerra de Transnistria, los torrentes de Altái, donde el trampero Zolotariov le enseñó a pescar, y el gran estanque del jardín de Luxemburgo, donde en los primeros tiempos de su estancia en París planeaba pescar carpas, de tanta hambre que tenía. Hay unos cuarenta capítulos así, cortos, precisos y luminosos, encabalgando los lugares y las épocas, pero en su desorden se ordenan pese a todo alrededor de las mujeres de su vida.

Conocemos ya a Anna, Elena, Natasha. Ha contado por extenso con qué amor las amaba a las tres, ha contado cómo abandonó a una y cómo las otras dos le abandonaron a él y enloqueció de pena, y que —al menos es lo que dice— las dos lo lamentaron amargamente porque él era la oportunidad que ellas tenían de vivir una vida fuera de lo ordinario. En cambio, sólo hemos entrevisto a Liza y después a Nastia, y yo sé la violencia con que el espíritu de los tiempos desaprueba la inclinación de los hombres maduros por la carne fresca; yo mismo, para ser sincero, la considero lamentable, un tío de sesenta años que sólo se acuesta con chicas cada vez más jóvenes; es así, de todos modos, y El libro de las aguas es un himno a la pequeña Nastia, que tenía dieciséis años cuando la conoció y aparentaba doce. Le compraba helados, le supervisaba los deberes. Cuando se paseaban cogidos de la mano por la orilla del Neva en San Petersburgo o del Yeniséi, en Krasnoyarsk, nadie se escandalizaba porque les creían padre e hija. Nastia no era una belleza espectacular como Elena, Natasha o Liza, sino una punk diminuta de un metro cincuenta y ocho, tímida, introvertida, casi autista, que sobre su altar de semidioses transgresivos había colocado al escandaloso escritor Limónov entre el escandaloso rockero Marilyn Manson y el asesino múltiple Chikatilo, el Hannibal Lecter ucraniano. Le rendía culto y él, en la cárcel, también empezó a rendírselo a ella. En su libro ensarta como joyas los recuerdos de los dos años que pasaron juntos. Ella tiene ahora diecinueve años y él se pregunta con inquietud qué hará allí fuera, si le habrá olvidado, si le habrá traicionado. En principio alardea de ser un hombre lúcido y realista. Aunque se considera capaz de fidelidad, no se hace ilusiones sobre la ajena. Ni por un instante se le ocurre pensar que Elena, Natasha y Liza le esperarían en una situación semejante. Pero de Nastia sí. De Nastia confía en que le espere, cree que le espera, se desesperaría si se enterase de que ella no le espera.

Pero ¿hasta cuándo? Cruzó la puerta de la cárcel como un hombre de cincuenta y ocho años que no pesaba un gramo de más que a los veinte, un hombre en el apogeo de sus recursos y su seducción, pero nadie sabe cuándo saldrá y si, a pesar de su voluntad, su resistencia, no se habrá convertido, como la inmensa mayoría de los reclusos, en un hombre roto.

En Lefórtovo no es obligatorio afeitarse ni cortarse el pelo y él, a modo de protesta, se deja crecer el suyo. Cuando escribe, la melena barre el tablero de la mesa. Si sigue creciendo llegará a barrer el suelo. Ya no se parecerá a Edmond Dantès en El conde de Montecristo, sino a su viejo compañero del castillo de If, el abate Faria.