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Esperaba respirar en Altái. No respira. Durante todo el viaje —tres días de tren de Moscú a Novosibirsk, más un día de Novosibirsk a Barnaúl, en tercera clase, como de costumbre— se ha sentido observado, vigilado. No te pongas paranoico, se repite, como un mantra. No olvides tampoco que muchas veces hay motivo para la paranoia. Es difícil, en este ámbito, seguir la «vía del medio» que preconiza Lao-Tsé, que se ha convertido en su autor de cabecera gracias a la influencia de Zolotariov. Todo irá mejor cuando llegue allí, piensa Eduard. Está contento de volver a ver al trampero en Barnaúl, de emprender la ruta con él. Durante este invierno espantoso a menudo ha pensado en él, y pensar en Zolotariov le apaciguaba, al igual que la lectura de Lao-Tsé: una vibración tranquila, silenciosa, la promesa de un recogimiento posible en medio de las olas, el ruido y el furor del mundo.

Cuando llega a Barnaúl le informan de que a Zolotariov le han enterrado la víspera. Una mujer que salía a pasear a su perro lo encontró muerto, temprano por la mañana, al pie de su inmueble. Una ventana de su piso, en la cuarta planta, estaba abierta. ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Asesinato? Los nasbols con los que pasó su última velada aseguraron que no estaba deprimido y que no se separó de ellos borracho.

Eduard arruga nerviosamente en el bolsillo la tarjeta de miembro del Partido Nacional Bolchevique que le llevaba de regalo a Zolotariov. Vacila.

La noche siguiente ocurre algo extraño. Se ha puesto en camino, como estaba previsto, con dos nasbols silenciosos como él, conmocionados por lo que acaba de suceder. Enfrascado en pensamientos sombríos, no presta atención a nada de lo que en su viaje anterior le había maravillado: el cielo infinito, los paisajes reducidos, bajo el cielo infinito, a su expresión más elemental, el caravasar donde no se detiene para tomar el té, las caras ascéticas y nobles de los montañeros que les ofrecen hospitalidad. Esa noche pernoctan en el mismo lugar que la última vez. Llamarlo pueblo sería excesivo: algunas yurtas y una cabaña de madera donde, apenas llegado, se acuesta sin cenar, sin decir palabra. Por suerte, los nasbols tienen su tienda: está solo.

Piensa en los muertos, tendido en su catre de campamento. En las personas que ha conocido en su vida y que han muerto. Empiezan a ser muchas. Piensa que si las contase habría más muertas que vivas, pero no tiene valor para contar. Tampoco tiene ganas de dormir, sólo de quedarse allí, sin moverse. Piensa que él también morirá, extrañamente, como si hasta esta noche nunca lo hubiese pensado. Ha pensado a menudo en el tipo de muerte que le gustaría: en combate, o fusilado, ejecutado por orden de un tirano y desafiándole hasta el último aliento, pero se da cuenta de que estas imágenes no tienen nada que ver con la certeza que ahora le oprime: va a morirse.

Piensa en su vida, en el trayecto recorrido entre su infancia en Sáltov y esta cabaña en Altái donde, casi sexagenario, se ha acostado esta noche. Largo trayecto, lleno de obstáculos, pero no ha cedido. Ha querido vivir como un héroe y ha vivido como un héroe, y nunca se ha resistido a pagar el precio.

Piensa en algo que le dijo el trampero, el otoño anterior: aquí, según la tradición budista, está el centro del mundo, el lugar donde se comunican el mundo de los muertos y el de los vivos. Es el lugar que buscaba el barón Ungern von Sternberg, y ahora Eduard está aquí.

Ve por la ventana la luna que brilla por encima de las colinas oscuras. Es luna llena. Y empieza a oír música, al principio a lo lejos, luego cada vez más cerca. Gongs, trompas, cantos cavernosos. Se diría la banda sonora del Bardo Thodol, o Libro tibetano de los muertos, que en otro tiempo le hizo descubrir Duguin. El cabrón de Duguin, piensa, con clemencia. A pesar de todo, estará contento de reencontrarle en el paraíso de los guerreros, siempre que allí admitan a ese gallina…

Se pregunta si se está deslizando hacia el sueño o la muerte. Piensa que fuera, muy cerca, se desarrolla una ceremonia, quizá una iniciación chamánica. En circunstancias normales nada le interesaría más que asistir al espectáculo, pero ahora, un poco por discreción con respecto a sus anfitriones, mucho porque no le apetece moverse, permanece tumbado, acurrucado dentro de esta música del más allá que se mezcla con los sonidos procedentes de su cuerpo: la sangre que le bate en las sienes, que bombea el corazón, que circula por sus venas. No duerme, no se mueve. Es como si estuviese muerto o hubiera accedido a otra forma de vida.

A la mañana siguiente pregunta a los nasbols si han asistido a la ceremonia. ¿Qué ceremonia? No ha habido nada: ni fiesta ni concierto ni ritual chamánico, nada, todo el mundo se ha acostado después de la cena. Si busca la nightlife, más vale que se vaya a otro sitio.

Eduard no insiste. Durante el resto del viaje sigue reflexionando, pero no se siente abrumado como la víspera. Piensa que la música celestial, la experiencia del más allá es un regalo de Zolotariov, y que le anuncian algo. Quizá su accesión al trono de Eurasia, que va a conquistar con su puñado de nasbols desde su ermita en las montañas, triunfando donde fracasó el barón Ungern von Sternberg. Quizá su entrada inminente en el Walhalla, es decir, la muerte, pero él no teme a la muerte, ya no la temerá nunca. Ha cruzado al otro lado.

Los tres nasbols, allá arriba, no se enfadan al verlos llegar. Tienen buen aspecto: bronceados, ascéticos, auténticos monjessoldados. En su porte y su voz se nota que han madurado. La velada, sobre la que flota la sombra de Zolotariov, es a la vez seria y alegre, maravillosamente distendida. Los chicos cuentan su invierno: los momentos de nostalgia, los de exaltación, el día en que uno de ellos se encontró con un oso. Sobre largas picas de madera asan shashliks, las broquetas de cordero que preparan en el Cáucaso y Asia central. Beben el vino que han traído de Barnaúl en el maletero, pero no se emborrachan. Todo es delicado, amistoso. Están bien los siete juntos debajo del quinqué. Eduard, tan poco sentimental, siente el impulso de decir a esos jóvenes, que podrían ser sus hijos, que son la gente más noble y valiente del mundo. Se siente muy lejos y muy cerca. Nunca ha sido tan tierno. Con la distancia, piensa que la Última Cena debió de parecerse a esto.

Al despuntar el alba le despiertan unos ladridos. No tienen perro, pero no le da tiempo a asombrarse. Todo ocurre muy rápido: los hombres de las fuerzas especiales irrumpen en la cabaña, arrancan a los durmientes de sus sacos de dormir, les obligan a salir y a arrodillarse en la nieve que en esta altitud perdura por la mañana. Son una buena treintena, con capuchas, metralletas en bandolera, y retienen a los pastores alemanes, que arman un alboroto infernal. Eduard, que ha perdido las gafas, se orienta a tientas. Lleva calzoncillos de lana y está descalzo: en su calidad de jefe, le autorizan a vestirse antes que a los demás. El soldado encargado de acompañarle a la cabaña aprovecha para susurrarle que le encantan sus libros y que está orgulloso de detenerle. Lo dice sin ninguna ironía, tiene un aire auténtico de orgullo y júbilo, poco falta para que le pida un autógrafo.

A continuación, las cosas serias:

—¿Dónde están las armas?

—¿Qué armas?

—No os hagáis los gilipollas.

El registro es minucioso: perros, detectores de metales, pero aparte de las dos escopetas de caza no encuentran armas… y lo confieso, me extraña: era facilísimo ponerlas en algún sitio. Pongamos en el haber del FSB este escrúpulo legalista.

Sin miramientos, obligan a los seis nasbols a subir a un furgón militar, con las manos en la cabeza. Eduard, por su lado, comparte la cómoda berlina del coronel Kuznetsov, un coloso que no se quita nunca sus Ray-Ban con cristales de espejo y que, en cuanto ha desaparecido del retrovisor la ermita devastada, saca de la pequeña nevera vodka y zakuskis. Ahora pueden relajarse, hay ocho horas de trayecto hasta la base del FSB en Gorno-Altaisk, donde un avión especial aguarda a los prisioneros. «Trato de VIP», comenta el coronel. Encantado del éxito de la operación, despacha un vasito tras otro e insiste en que Eduard le acompañe —cosa que él hace con mayor moderación— y, a la segunda botella, lleva la cordialidad hasta el extremo de decirle que los nasbols, desde que se ocupa de ellos, son para él un poco como una familia. Eduard se asombra: pensaba que conocía al oficial responsable del expediente.

—Oh, no —dice el coronel—, ése es un blando, hace dos años que le destituyeron. Cuando la historia con Mijalkov.

Es él, Kuznetsov, el que está al mando, a petición del cineasta. Es él también el que hace dos meses capturó a los nasbols que partían hacia Riga.

—Provocación —dice Eduard—: no tenían droga.

El otro suelta una risotada cómplice:

—Pues no, no tenían. ¡Vaya jugarreta!

Eduard se irrita entonces, y cuando se irrita su voz se vuelve cada vez más seca, entrecortada. Dice:

—¿No le molestó tender una celada a unos chicos que luchan por sacar de la cárcel a uno de los de usted? Félix Dzerzhinski, el fundador, se removería en su tumba si le viese. Él era un gran hombre, ¿y sabe lo que son ustedes? ¡Agujeros del culo, indignos del bello nombre de chequistas!

Insultado, el coronel podría utilizar su posición de fuerza, pero de pronto está abochornado. Se diría que va a echarse a llorar.

—¿Por qué no te gustamos, Veniamínovich? —suspira—. ¿Por qué un tipo como tú no está con nosotros? Podríamos hacer cosas estupendas juntos…

—¿Me recluta?

El otro le tiende la mano. Ha bebido, pero parece sincero. Eduard se encoge de hombros.

—Que te jodan.