Todo el invierno, desde octubre hasta abril, Eduard sueña con Altái. Este invierno en Moscú es terrible. La condena del comando letón pesa como un plomo sobre la atmósfera del búnker. Un puñado de nasbols moscovitas, auténticos kamikazes, teniendo en cuenta el riesgo que corren, quieren partir hacia Riga pero les detienen en la estación, portando droga según la policía, y también acaban en la cárcel. Sus padres piensan que Eduard tiene la culpa de que se hayan descarriado: van al búnker a insultarle, amenazan con denunciarle a la justicia. Un nasbol de la primera hornada, uno de los ocho que han hecho la gran gira por Asia central, muere a causa de la paliza que recibe en los alrededores de Moscú: la investigación concluirá que ha sido una pelea de borrachos, y quizá sea cierto, pero quizá no. Tarás Rabko, el más fiel entre los fieles, el tercer miembro histórico del partido, se presenta un día donde Eduard para comunicarle llorando que se va. Ha aguantado todo lo que ha podido, pero su familia, su carrera judicial…: no es posible. Es la fatalidad propia de un partido de jóvenes: se van en cuanto empiezan a hacer algo con su vida. Liza, la chica que se parecía a Anne Parillaud en Nikita, también ha abandonado a Eduard para casarse y tener hijos con un informático de su edad. Eduard la ha reemplazado por una Nastia todavía más joven: de hecho, es menor de edad, lo que por un lado le halaga, y por otro es un motivo adicional de paranoia.
Nastia se ha fugado de casa de sus padres para vivir con él. Una noche vuelven tarde y ven una luz encendida en su ventana. Suben las escaleras de cuatro en cuatro y cuando abren la puerta la luz está apagada. Todo parece en orden, lo cual es aún más inquietante: Eduard teme menos a los ladrones que se llevan cosas que a los visitantes que las dejan. Registran el piso, que es tan pequeño que si hubieran escondido armas las encontrarían, pero un gramo de heroína tampoco ocupa mucho espacio. Para cubrirse, Eduard decide avisar al oficial encargado del FSB, el que le ha dado su número de móvil. No le cita en su despacho de la Lubianka, donde Eduard, sin embargo, ya ha estado dos veces, sino en el andén de una estación de metro, como dos conspiradores. Ya he dicho que Eduard no detesta al hombre y le habla con franqueza: de la visita nocturna a su casa, de las llamadas anónimas que ha recibido, de la sensación que tiene de que hay un cerco estrechándose a su alrededor. El oficial menea la cabeza, con aire preocupado, a la vez como si estuviera al corriente y como si esto no dependiera de él sino de otro servicio con el que mantuviese una disputa.
—Sinceramente —se arriesga Eduard—, ¿qué piensa usted de esa historia de Riga? ¿Le parece normal que Rusia deje en la estacada a sus ciudadanos?
El oficial suspira:
—Estoy de acuerdo con usted, pero ni usted ni yo decidimos. Es un asunto de Estado.
—La verdad —prosigue Eduard— es que nosotros hacemos el trabajo que deberían hacer ustedes. En lugar de perseguirnos, deberían servirse de nosotros. Dejar que hagamos nosotros lo que ustedes no pueden.
Lo dice sinceramente: no tiene nada contra los órganos, al contrario. Estaría muy bien visto que él y su partido trabajasen codo con codo con ellos, como Bob Denard y su escuadrón de mercenarios con los oficiales del África francófona. Pero el oficial se escabulle, mira su reloj, se despide.