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Cuando el segundo mandato de Yeltsin se acerca a su fin, los oligarcas le buscan un sucesor igualmente complaciente, y el más astuto de todos, Berezovski, tiene una idea: un chequista totalmente desconocido del público: Vladímir Putin. Ex oficial de información en la Alemania del Este, se vio reducido a una gran inactividad tras la caída del Muro, luego se hizo un hueco en el FSB, que dirige desde hace un año sin gran brillantez. En sus diferentes puestos da prueba de una lealtad sin fisuras a sus superiores, y es esta cualidad preciosa la que Berezovski destaca ante sus camaradas: «No es un águila», dice, «pero comerá en nuestra mano.» Comisionado por su grupo, Berezovski embarca en su avión privado y aterriza en el aeródromo de Biarritz, donde Putin pasa sus vacaciones con su mujer y sus hijos, en un hotel de categoría mediana. Cuando el oligarca le propone el empleo, dice modestamente que no está seguro de reunir las aptitudes necesarias.

—Vamos, vamos, Vladímir Vladímirovich, cuando se quiere se puede. Y además no se preocupe: estaremos allí para ayudarle.

Anticipémonos: Berezovski, tan orgulloso de su maquiavelismo, acaba de hacer la peor jugada de su carrera. Como en una película de Mankiewicz, el oficial anodino y obsequioso va a revelarse como una implacable máquina de guerra y a deshacerse uno tras otro de los que le han encumbrado. Tres años después de la entrevista de Biarritz, Berezovski y Gusinski se verán obligados a exiliarse. Jodorkovski, el único que se había enmendado, tratando de moralizar la gestión de su imperio petrolero, será detenido y, tras un juicio escandaloso, enviado como en los buenos tiempos a Siberia, donde aún se pudre, en el momento en que escribo. Los demás están avisados, han comprendido quién es el que manda.

Mientras tanto, el virginal y modesto Vladímir Vladímirovich es presentado al buen pueblo por Yeltsin, que seis meses antes de las presidenciales le nombra su delfín. Las elecciones ya sólo parecen una formalidad, pero para asegurarse de que el recién llegado las aborda en posición de salvador, nada mejor que una pequeña guerra, y el pretexto de la misma, otra vez en Chechenia, es una serie de atentados con bomba que en otoño de 1999 causan más de trescientos civiles muertos en unos inmuebles de las afueras de Moscú. Circula una tesis según la cual estos atentados, atribuidos sin ninguna prueba a terroristas chechenos, en realidad fueron cometidos por el FSB. La formularon públicamente el general Lébed, el periodista Artyom Borovik, el ex oficial de los órganos Alexandr Litvinienko y mi primo Paul Klébnikov. Los cuatro murieron de muerte violenta: Lébed y Borovik en accidentes sospechosos, Litvinienko envenenado con polonio, Paul abatido por un kaláshnikov. A la vez paranoica y verosímil, esta tesis sobre los atentados de 1999 sigue estando muy extendida entre la población rusa, y lo más extraño es que no la disuade demasiado de votar masivamente una y otra vez a Putin, a pesar de que le creen culpable o cuando menos capaz de este crimen.

Unos meses después de su puesta en órbita, ya no es en todo caso nada virginal ni modesto. Al proclamar su intención de «cargarse a los terroristas hasta en los retretes», da el tono de su presidencia con tanta contundencia como Nicolas Sarkozy el de la suya con su célebre: «Lárgate, pobre imbécil.» Esta fórmula se convierte al instante en una broma ritual entre los nasbols: «Anda, pasa el vodka, que si no te dejo seco hasta en el retrete.» Ni Berezovski ni Limónov y los suyos saben lo que les espera.

Las cosas ocurren deprisa, muy deprisa. Incluso antes de las elecciones presidenciales, el Ministerio de Justicia promulga una ley que prohíbe el extremismo y el fascismo —que se reserva definir— y comunica al Partido Nacional Bolchevique que la ley le concierne directamente. Eduard pide audiencia con el ministro en persona, la obtiene, se pone traje y corbata, defiende su causa: ¿él, extremista? ¿Fascista? Jamás de la vida. El ministro le escucha, le dice el aprecio que siente por su talento, parece muy abierto. Pero tres meses más tarde, expirada la fecha más allá de la cual no se concederán más autorizaciones, cae la cuchilla: la respuesta es no. No, el Partido Nacional Bolchevique ya no tiene derecho a existir. Eduard, conmocionado, pide otra audiencia, para su gran sorpresa la obtiene de nuevo, vuelve a ponerse su traje y corbata y esta vez no se anda con rodeos. Le explica al ministro que en Rusia hay ciento treinta partidos reconocidos y registrados, y entre ellos muchos partidos fantoches, sin afiliados. No es el caso del suyo, que cuenta con siete mil. La situación es simple: si no lo autorizan, el Partido Nacional Bolchevique se verá obligado a organizarse clandestinamente, y él, Limónov, no podrá hacer nada si empujan hacia el extremismo y el terrorismo a jóvenes preocupados por el futuro de su país.

El ministro arquea las cejas:

—¿Me está diciendo que si no autorizamos su partido van a empezar a poner bombas?

—Lo que le estoy diciendo —responde Eduard— es que si nos cierran la vía legal, buscaremos otra.

Poco después, le convoca a la Lubianka un oficial que le dice sin ambages que le han encomendado que se ocupe de él y de su partido. Este oficial no juega a ser amigo de las letras pero no es antipático, lo que confirma a Eduard en la idea de que los chequistas son preferibles a los funcionarios civiles. «¿Qué es esta granada?», pregunta, mostrando el logotipo de Limonka. «¿Incitación al asesinato?» Eduard responde que el modelo lo producen fábricas de armamento rusas, y que reproducir la imagen no está, que él sepa, prohibido por la ley. El oficial se ríe, bonachón, y le da su número de móvil, invitándole a llamarle si observa a elementos tentados por el terrorismo entre los jóvenes que le rodean.

—Lo haré sin falta —dice Eduard, educadamente.

En materia de terrorismo, parece ser que durante toda su historia, legal e ilegal, el Partido Nacional Bolchevique se ha distinguido siempre por sus acciones pacíficas. Lo dicen no solamente los nasbols y Eduard, sino el poder mismo que les ha perseguido y encarcelado por delitos tan nimios como haber gritado «¡Stalin! ¡Beria! ¡Gulag!» en un mitin del ex primer ministro Gaidar, abofetear a Gorbachov con un ramo de flores —sin espinas, precisa Limónov— o repartir una octavilla titulada: «Nuestro amigo el verdugo» a la salida de la proyección oficial de la película de Nikita Mijalkov El barbero de Siberia. El verdugo así cuestionado era el presidente de Kazajstán, Nursultán Nazarbáiev, mecenas de la película, y la octavilla que denunciaba la suerte poco envidiable de los opositores en su país tenía más de gestión humanitaria que de acción fascista, salvo en el hecho de que las organizaciones humanitarias se hubieran abstenido prudentemente de atacar a una personalidad tan poderosa y conciliadora como Mijalkov, que se había convertido en el cine ruso en lo mismo que Putin en el poder: en el joziain, es decir, el amo. La réplica a esta acción no se hace esperar: un cóctel mólotov en el búnker, los OMON que se apean, saquean, golpean y encarcelan a los nasbols presentes, todo lo cual, Limónov está seguro, a instancias de Mijalkov. En otra proyección, dos nasbols, como medida de represalia, lanzan huevos podridos contra la cara del cineasta y, detenidos al instante, condenan a cada uno a seis meses de prisión.

Seis meses parece excesivo por unos huevos podridos. Es poco si se comparan con las sentencias dictadas en los países bálticos, que Eduard, se lo recuerdan, designó como territorios de acción prioritaria. La acción letona es un nudo tal de paradojas poscomunistas que pienso que vale la pena narrarla. Comienza cuando la justicia de Letonia, ex satélite de la URSS convertido en un estado independiente y democrático, condena y encarcela a un viejo partisano soviético, héroe de la Segunda Guerra Mundial patriótica y más adelante, hasta la caída del Muro de Berlín, chequista famoso por su ferocidad. Visto desde Francia y, digamos, por Le Monde y Libération, constituye una sana terapia histórica: la sociedad ejerce su deber de memoria, pide cuentas a los verdugos. Visto por los nasbols, es algo abyecto, un insulto a los veinte millones de muertos de la guerra y a los centenares de millones que creyeron en el comunismo. Para esos jóvenes románticos, el viejo cocodrilo del KGB se convierte en un héroe, un mártir, y para manifestarle su apoyo tres de ellos lanzan una falsa granada para ahuyentar a los turistas y se atrincheran en el campanario, desde donde arrojan una lluvia de octavillas. Al hacerlo saben muy bien lo que les espera: batallones de polis con megáfonos que les conminan a rendirse, negociaciones, exigencias que no tienen ninguna posibilidad de cumplirse (que liberen al viejo chequista, que Letonia renuncie a entrar en la OTAN) y otras más realistas (que el embajador ruso esté presente cuando ellos se rindan). Al final se rinden, el embajador está allí pero no hace nada para protegerles, les maltratan como si hubiesen abierto fuego contra la gente, les juzgan, no por gamberrismo sino directamente por terrorismo, y les condenan a quince años de cárcel, con el beneplácito de las autoridades rusas.

Han leído bien: quince años. El asunto se torna todavía más avieso porque el poder ruso, contra el que se sublevan los nasbols, ya no tolera más que ellos las afrentas a su glorioso pasado: Putin declarará prácticamente la guerra a los estonios cuando quieren deshacerse de un monumento a la gloria del Ejército Rojo. En el fondo, los nasbols y él están de acuerdo, cosa que los primeros, por supuesto, se suicidarían en masa antes que reconocerlo. Pero cuando se trata de «luchar contra el terrorismo», por leve que sea, los chequistas rusos colaboran estrechamente con los servicios letones y persiguen sin escrúpulos a los románticos defensores de sus antiguos colegas perseguidos.

Soy consciente de que todo esto es complicado: escribo este libro para esclarecer este tipo de complicaciones. Eduard, al que Dios sabe que no le molesta nadar en aguas turbulentas, también empieza a hartarse y a soñar con aire puro, con grandes espacios. Moscú es siniestro, piensa que estaría mejor en Asia central. Le apetece combinar un nuevo viaje de estudios sobre las posibilidades de desestabilizar Kazajstán con una prueba de supervivencia al estilo Rambo en las montañas de Altái. Es la idea que tiene de unas vacaciones este hombre que no se las toma nunca, y esto me recuerda las fotos que he visto de las vacaciones de Stalin en Abjasia: sólo aparece con botas y guerrera militar, rodeado de bigotudos vestidos como él y que si eran aficionados a la tumbona y al baño lo disimulaban bien.

Echen un vistazo al mapa: verán que la República de Altái, que linda con Kazajstán (aunque se trata de superficies cinco veces más grandes que Francia), es el lugar más continental del planeta, a igual y considerable distancia de los océanos Atlántico, Índico y Ártico. Es, como la Mongolia donde el barón Ungern von Sternberg había fundado su orden de legionarios budistas, una región famosa por sus paisajes, que te cortan la respiración —altiplanicies, largas hierbas tumbadas por el viento y por la bajísima densidad de su población. El espacio, el cielo, nadie bajo el cielo: Eduard se aventura en este universo elemental, casi abstracto, al final del verano de 2000, apretujado con cuatro de sus muchachos en un jeep que traquetea por carreteras llenas de baches. Su guía, un tipo lacónico e inexpresivo que se llama Zolotariov, ha localizado en las montañas del sur algo que parece corresponder a lo que ellos buscan: una especie de ermita situada en una zona de difícil acceso, sin vecinos, que podría servir de campo de entrenamiento. Estos campos son un mito dentro del partido. Muchos nasbols creen a pies juntillas que Eduard ha creado ya varios, ultrasecretos, copiados de los que tienen los yihadistas en Pakistán, y él deja flotar la duda pero no es cierto: por el momento no existe ninguno.

Al final de una pista, a diez kilómetros de la aldea más próxima, para recorrer los cuales se tarda casi una hora, los viajeros descubren una cabaña de madera con el tejado medio hundido y las ventanas tapadas con plástico. Dos habitaciones, cuatro camas, una estufa que parece funcionar. Sacan el material, los sacos de dormir, los víveres y se instalan. Hacen picnic por la noche bajo las estrellas. Empieza el embrujo.

El lirismo panteísta no es mi fuerte: aunque amante de los paisajes alpinos, no me siento cómodo a la hora de describir las hogueras, los torrentes, las mil variedades de hierbas, de setas, de huellas de animales salvajes, y paso rápidamente la página del robinsonismo. En el caso de Eduard dura tres semanas durante las cuales los chicos se dedican, aparte de la caza y la recolección de plantas comestibles, a ejercicios de tiro y de combate cuerpo a cuerpo. Nadie les molesta. Hijo del cemento, Eduard descubre un mundo nuevo para él, y el guía Zolotariov revela ser, en su elemento, un personaje fascinante. En la ciudad le ha causado la impresión de un viejo hippy de provincias, con el pelo mugriento y un pañuelo alrededor de la cabeza, que sólo sale de su mutismo para murmurar vagas sandeces new age en las que hay, cada pocas frases, palabras como energía y karma. La primera mañana, al salir de la cabaña, Eduard le encontró meditando en la posición del loto, de frente al sol levante, y al principio le hizo gracia, pero no tardó ni tres días en percibir realmente las ondas sosegadas y positivas que emanaban de aquel tío. Zolotariov le lleva a pescar en los torrentes, le enseña a extraer las agallas de los peces, a cocerlos, a escoger las hierbas y las bayas para condimentarlos. Conoce la naturaleza como nadie, y no sólo la conoce: forma parte de ella, está perfectamente integrado en ella. Eduard se siente casi acobardado en su presencia, como el viajero demasiado civilizado ante el trampero mongol Dersu Uzala en la película de Kurosawa, que vio y apreció hace tiempo. Zolotariov tiene de Uzala la baja estatura, los ojos rasgados, la palabra parca. Su fuerza y su malicia no se ven a primera vista, pero en cuanto las vislumbras todo lo demás se eclipsa y comprendes que has estado a punto de perderte algo extraordinario. Una especie de maestro, a su manera.

Flanquea la cabaña un bania, una de esas saunas rudimentarias que sirven de baño en todas partes del campo ruso. Entre cuatro paredes de leños calafateados con musgo, se suda en el vapor que mana de un fuego de brasas y de piedras ardiendo sobre los que se arroja cada cierto tiempo un cucharón de agua fría. Por lo general, a Eduard no le gusta el bania. Puede aguantar mucho rato porque tiene el corazón sólido y no le da miedo salir a la nieve, cuando la hay, y revolcarse desnudo entre dos buenas sudadas, pero se aburre enseguida sentado sin hacer nada y tiene la sensación de perder el tiempo. Para Zolotariov, por el contrario, el bania es casi un ritual religioso, y equivale a una proeza inculcárselo al impaciente Eduard. Por la noche, después de las largas caminatas por los montes, embriagados de cansancio y de viento, pasan una o dos horas bebiendo vodka dentro de la nube de vapor que les destensa los músculos, callados, apacibles y confiados, y cuando Zolotariov, a intervalos, pronuncia como un oráculo una frase sibilina de Lao-Tsé, su autor preferido, Eduard ya no lo considera en absoluto ridículo, sino que está de acuerdo. «El que sabe no habla, el que habla no sabe.» El viejo hippy habla poco pero sabe, está en contacto armonioso con algo más grande que él y con lo cual Eduard y sus acompañantes también se sienten conectados. Está tranquilo, se siente a gusto.

A principios de septiembre empieza a hacer frío. Al amanecer, suben del valle brumas glaciales. Cortan y almacenan leña para el invierno. En efecto, la idea desde el principio era que tres de los nasbols vivieran la experiencia de invernar, aislados del mundo en cuanto la nieve volviera la pista impracticable. Será duro, pero excitante, piensa Eduard. Los envidia: de buena gana se quedaría con ellos si no tuviera en Moscú un partido al que atender. Está previsto que volverá a relevarles en abril, cuando llegue el deshielo. Comprueban que tienen en cantidad suficiente los productos indispensables que no se encuentran en la naturaleza: azúcar, velas, clavos… Mi protagonista y yo, cuando éramos pequeños, leíamos con el corazón en vilo una de esas listas de tres páginas en una novela de Julio Verne. Se abrazan virilmente, Eduard y los otros dos toman la carretera de Barnaúl, la capital de Altái, donde vive Zolotariov, del que se despiden emocionados. Eduard confiesa al trampero que cuando le vio por primera vez no le había causado una gran impresión, pero que ha aprendido a conocerle y se enorgullece de ser su amigo. El rostro de Zolotariov permanece impasible, sus ojos rasgados no pestañean.

—Te he observado —le dice a Eduard—. Tienes un alma. Y yo no hago política, pero tus chicos también me gustan.

—Cuando vuelva, si quieres te traeré una tarjeta de miembro del partido —dice Eduard—. Me encantaría.