Los extranjeros que fueron a buscar su oportunidad en Rusia, hombres de negocios, periodistas, aventureros, hablan con nostalgia del segundo mandato de Yeltsin. 1996-2000: los años más rock’n’roll de sus vidas. Moscú es el centro del mundo durante ese lustro. En ninguna parte hay noches más locas, chicas más guapas y también cuentas más caras. Y, claro está, para quienes tienen medios con que pagarlas. A los que no los tienen ya no se les oye. Ni siquiera bajan a la calle cuando la crisis de 1998, por segunda vez en un solo decenio, volatiliza sus pobres ahorros. Se quedan mudos de estupor, hipnotizados en el fondo de sus bares sórdidos por la televisión, que ahora lo único que muestra es el mundo de hadas de los ricos en las grandes ciudades, a muchachas espléndidas que, con una tarjeta de crédito dorada desdeñada, pagan por su plato de sushi el equivalente del sueldo anual de una maestra, y a jóvenes arrogantes que, rodeados por un ejército de gorilas con auriculares, viajan en jet privado a Courchevel, donde llenan sus jacuzzis de champán Veuve Clicquot. El atraco de los «préstamos a cambio de acciones» ha funcionado más allá de toda esperanza: Jodorkovski, por ejemplo, ha recibido por ciento sesenta y ocho millones de dólares la compañía petrolífera Yukos, cuyos beneficios son tres mil millones al año. Actualmente los oligarcas lo poseen todo, absolutamente todo: fortunas inmensas, amasadas con materias primas y no con tecnologías, fortunas que no crean riqueza pública y que desaparecen en una red opaca de sociedades offshore con sede en Vaduz o en las Islas Caimán. Puedes escandalizarte, puedes también decir, como mi madre: «Son gángsters, por supuesto, pero es sólo la primera generación del capitalismo en Rusia. Fue igual en América, al principio. Los oligarcas no son honestos, pero educan a sus hijos en buenos colegios suizos para que ellos se puedan permitir el lujo de serlo. Ya verás. Espera una generación.»
También la política está privatizada. El libro que mi valiente primo Paul Klébnikov escribió con sus pesquisas sobre Berezovski se titula El padrino del Kremlin, y es exactamente eso. Berezovski no es un triunfador discreto. No desaprovecha una ocasión de recordar que el poder en Rusia es él, que el viejo zar le debe haber conservado su trono y para recompensarle hace todo lo que él quiere. La oposición está hecha jirones, el pueblo catatónico y Eduard, por su parte, enfurecido, a falta de encontrar algo donde descargar la energía que le desborda. La paliza no le ha calmado lo más mínimo. Ha sustituido a Natasha por Liza, una punkette arrebatadora y larguirucha que tiene veintidós años, se parece a Anne Parillaud en Nikita y está loca por él. Pero ni este nuevo amor, ni la dirección de un periódico contracultural, ni la literatura son suficientes para la idea que se hace de su destino. «Si un artista», escribe, «no comprende a tiempo que debe consagrarse a algo más elevado que él, como un partido o una religión, lo que le espera es un destino lastimoso compuesto de borracheras, shows de televisión, pequeños chismorreos, pequeñas rivalidades y, para acabar, un infarto o un cáncer de próstata.» En cuanto a la religión, se la reserva para más adelante. Un partido ya lo tiene, no sabe muy bien qué hacer con él pero ya es algo, al fin y al cabo, una fuerza, y para medir esta fuerza decide organizar un congreso.
Han venido todos, están todos allí. No, todos no, hay siete mil en Rusia, son varios centenares que llegan de todas partes, como para asistir a un festival de rock. Los delegados más impacientes, que han llegado con unos días de adelanto, han asentado sus reales en el búnker, para los demás han previsto un hogar de trabajadores. No ha sido fácil, ni tampoco lo ha sido encontrar una sala. Cada vez que un propietario aceptaba, volvía al día siguiente diciendo que, bien pensado, no: la policía entretanto debía de haberle explicado que no era una buena idea alquilar el local. Hasta el final temieron lo peor: una alerta de bomba, provocaciones, prohibición pura y dura. Pero lo peor no se produce, el congreso arranca, Eduard ocupa el estrado bajo el póster inmenso que representa a Fantomas, y resplandece. Hace tres años que él y un puñado de camaradas se desloman transportando ejemplares del periódico a las estaciones de las que parten a villorrios remotos, y hoy ven el resultado: personas reales, hermanos.
No son los Siegfried con los que soñaba Duguin, sino adolescentes provincianos, oscuros, con granos y la piel macilenta, constelada de placas rojas, que caminan por la calle formando columnas, y si por azar entran en un café, cuentan sus monedas, se miran los zapatones, piden una consumición para cuatro: los nasbols son clientes pobres, que temen hacer el ridículo y tienen tanto miedo a que se burlen de ellos que enseñan los dientes. Sin Eduard serían alcohólicos o delincuentes. Ha dado un sentido a su vida, un estilo, un ideal y están dispuestos a dar su vida por él. Está orgulloso de ellos y de que ahora haya también chicas en sus filas, que como ya observó Zajar Prilepin son muy bonitas o muy feas, no hay término medio, pero hasta a las feas les dan la bienvenida, y la más guapa de todas es la suya, la de Eduard, esta Liza de cuerpo alargado y con el cráneo rapado que le mira con amor mientras él habla y habla, envuelto en la adoración de todos.
Les dice que Rusia está gobernada por viejos, gordos, corruptos, y que el porvenir del país son ellos. La cantinela de siempre. Pero les dice otra cosa, sobre la que ha reflexionado mucho: que la situación política no está madura. Lo propio del gran hombre, como le repitió en vano al estúpido general Rutskói durante el asedio de la Casa Blanca, es saber reconocer cuándo está madura y ahora no, no lo está. Más vale no mencionar las coaliciones a lo gilipollas con los ortodoxos antisemitas o sobrinos nietos de Stalin. Los nasbols no van a tomar ahora el poder en Rusia. Algún día sí, pero no ahora. No obstante, no van a conformarse con leer Limonka y rasguear la guitarra en un rincón. Hay algo que hacer. No en el país mismo, sino en la periferia, en esos territorios que el traidor Gorbachov ha abandonado. Con ellos abandonó a veinticinco millones de rusos que eran los cuadros de la Unión Soviética y que no son nada desde que la Unión no existe. Aportaban la civilización, ahora están rodeados por el islamismo o, lo que no es mejor, por la ideología democrática. Dominaban y ahora están vejados, sometidos al ostracismo, a lo sumo tolerados en países que les deben todo y a los que han dado su sangre: exactamente como los serbios en la ex Yugoslavia. El traidor Yeltsin no ha querido volar en auxilio de los serbios, no volará tampoco para socorrer a los novecientos mil rusos de Letonia, a los once millones de rusos de Ucrania, a los cinco millones de rusos de Kazajstán. El nuevo combate será, por consiguiente, atizar en esas tierras focos de insurrección, favorecer en ellas la creación de repúblicas separatistas. Dos objetivos: los países bálticos y Asia central. En los primeros ya está bien implantado el partido, hay un buen centenar de nasbols en Riga. En cuanto al Asia central, el propio Eduard está en condiciones de anunciar que va a efectuar una gira de prospección. Partirá pronto y cuenta con la compañía de una decena de valientes. Todas las candidaturas serán bien recibidas.
Cien manos se levantan. Una descarga de aplausos, entusiasmo general. Una nueva frontera se abre a los nasbols más audaces. Es un momento histórico: totalmente, piensa Eduard, como cuando Gabriele d’Annunzio reclutó un batallón de héroes para reconquistar Fiume. Liza, desde bastidores, le envía besos.
La gira de los nacional-bolcheviques por Kazajstán, Turkmenistán, Tayikistán y Uzbekistán duró dos meses. El jefe viajaba con ocho acompañantes, ocho tipos con pinta de paracaidistas a los que una serie de fotos, reproducidas en Anatomía del héroe, muestran al lado de representantes de las tropas rusas estacionadas allí. Estas fotos hicieron reír mucho a un amigo mío cuando se las enseñé una noche de borrachera. «Basta», me dijo, «son una simple banda de maricas. Fueron allí para follarse a sus anchas.» Yo también me reí, no lo había pensado. Sinceramente, no lo creo, pero ¿quién sabe?
Lo seguro es que Liza y las mujeres de los otros, si las tenían, se quedaron formalitas en casa. Sin embargo, parece que Eduard no lamentó la ausencia de su compañera sino la del mercenario francés Bob Denard, a quien conoce un poco por haberle tratado en París y al que ha intentado arrastrar a la aventura. Este gran profesional de los golpes de Estado y otras acciones descabelladas en África habría sido una ayuda inestimable para detectar las posibilidades de desestabilización. La pena es que Bob Denard tenía asuntos más importantes entre manos. Lo que también es seguro es que Eduard, a falta de desestabilizar algo, ha descubierto países a su gusto. Le encantó Asia central, y no tanto, a decir verdad, los rusos de la región, objeto en principio de su solicitud, como los uzbekos, kazajos, tayikos y turkmenos, a propósito de los cuales desgrana tópicos que son, a mi juicio, verdades: pueblos orgullosos, susceptibles, pobres, hospitalarios, con tradiciones de violencia y de venganza que suscitan toda su simpatía. Partido bajo el auspicio de Gabriele d’Annunzio, regresa bajo el de Lawrence de Arabia, y se ve como un liberador, no ya de bufones rusos, sino de uzbekos y kazajos montaraces que también tienen, después de todo, motivos de rencor contra los dictadores locales. Él, que influenciado por sus amigos serbios, estaba tan indignado contra el islamismo, a su vuelta prodiga elogios a los musulmanes y hace extensiva esta admiración a los chechenos, de los que alaba su frugalidad, su genio para la guerrilla y su elegancia en la crueldad. Hay que reconocerle una cosa a este fascista: sólo ama, y sólo ha amado siempre, a las minorías. Los flacos contra los gordos, los pobres contra los ricos, los cabrones que admiten serlo, tan raros, contra los virtuosos que son legión, y por errática que parezca su trayectoria, posee una coherencia que consiste en haberse puesto siempre, absolutamente siempre, de su lado.