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En Sankia, su novela sobre los nasbols, Zajar refiere una conversación entre su héroe y uno de sus antiguos profesores, que le aprecia y se esfuerza en comprenderle. El profesor hojea con curiosidad algunos números de Limonka. El nombre del partido, su bandera, sus lemas le disgustan, pero quiere considerarlos provocaciones en la línea de los surrealistas franceses, a los que venera. Las acciones de sus militantes, que consisten en pintar grafitis en trenes, desplegar banderolas en el frontón de edificios difíciles de escalar o arrojar tomates al gobernador en actos oficiales, le parecen a la vez inmaduras, simpáticas y valientes. Simpáticas porque son valientes: en Rusia no se bromea con el orden público, y estas demostraciones de colegiales que en Europa occidental se saldarían con una multa cuestan a sus autores penas de prisión que cumplen con orgullo. El héroe de Zajar (y, supongo, el propio Zajar hace diez años) habla de la patria con una seriedad ferviente y recelosa, habla de los sufrimientos y la esencia de la patria, y estos discursos inquietan al profesor. Se avecinan problemas, le dice a su antiguo alumno, cuando a los rusos la patria se les sube a la cabeza y empiezan a hablar de la grandeza de su imperio o la santidad de su misión y a decir cosas como «no hay que intentar comprender a Rusia, hay que creer en ella». «Más valdría dejar que los rusos», continúa el profesor, «lleven o traten de llevar una vida normal. De momento es duro, pero eso llegará. De momento hay algunos ricos y muchos pobres, pero va a crecer una clase media que sólo aspira al confort, a estar protegidos de las convulsiones de la historia, y esto es lo mejor que puede sucederle a este país.»

No, el héroe de Zajar no cree que sea lo mejor. Quiere algo más, quiere otra cosa. «¿Pero qué? ¿Más de qué?», se acalora el profesor. «¿Más orden? ¿Más desorden? Cuando uno lee vuestro periódico, hay que rascarse para saberlo. Rebuznáis: ¡Unión Soviética! ¡Unión Soviética! ¿De verdad es lo que queréis? ¿Volver atrás? ¿Restaurar el comunismo?»

La pregunta no es retórica: se plantea en las elecciones presidenciales de 1996. Que se presentan mal para Yeltsin y los demócratas es decir poco. Los efectos desastrosos de la «terapia de choque» y de la primera ola de privatizaciones han sumido al país en el caos, y la mayoría de la población habla con un tono de evidencia absoluta de lo ocurrido desde 1989 como de un cataclismo histórico. Yeltsin, en quien han puesto tantas esperanzas, parece que ya no controla nada. Encerrado en el Kremlin, sin más interlocutores que su familia y el responsable de su seguridad, una especie de tonton macoute llamado Korjakov, se cura de lo que él llama sus ideas negras y que a todas luces es una depresión masiva bebiendo más de lo razonable. Por indulgentes que sean los rusos con el alcoholismo, ya no les hace gracia que su presidente se emborrache como un cerdo cada vez que les representa en una cumbre internacional. Les avergüenza claramente verle dar cabezadas en la tribuna durante las solemnes celebraciones en Berlín de la victoria de 1945, y luego llevar el compás de una marcha cada vez con mayor regocijo, y por último levantarse balanceándose y, ante las miradas espantadas de los demás jefes de Estado, tratar de dirigir él mismo la fanfarria militar. Estas alternancias de abismos depresivos y euforia etílica son un terreno propicio, como se advierte en el capitán Haddock, para los arrebatos belicosos y, tras interrogar al venal Korjakov sobre el momento psicológico favorable, a los halcones del estado mayor no les cuesta mucho convencer a Yeltsin de que una pequeña contienda, firmemente conducida contra los «culos negros», segaría la hierba bajo los pies de los nacionalistas y a él le devolvería la popularidad perdida.

Respecto a los motivos que animaban a estos halcones, mi primo Paul Klébnikov, del que juro que era el hombre menos aficionado del mundo a las teorías de complot, antes de que le asesinaran sostenía la tesis siguiente: Chechenia, independiente desde 1991 y gobernada por un ex apparatchik soviético, apresuradamente convertido al islamismo, era sin duda alguna una zona franca para la delincuencia organizada, una plataforma del tráfico de droga y la moneda falsificada, pero Rusia, a pesar de que su parte del pastel disminuía, seguía recibiendo lo suyo y no tenía la menor urgencia en intervenir. La había, en cambio, para encubrir la corrupción generalizada del alto mando militar. Los generales habían vendido enormes cantidades de armas, municiones y sobre todo blindados en el mercado negro, y por tanto necesitaban un gran conflicto en alguna parte para que el material volatilizado pudiera considerarse oficialmente destruido. Fuera o no este factor tan decisivo como pensaba Paul, el ejército ruso no escatimó armamento. Mientras que en los momentos más agudos del sitio de Sarajevo se registraban tres mil quinientas detonaciones al día, hubo cuatro mil por hora al comienzo del asedio de Grozny, en diciembre de 1994. La ciudad quedó tan destruida como Vukovar. Pero los chechenos, fieles a su fama de coraje y crueldad que les ha forjado la literatura rusa desde hace dos siglos, replicaron mediante una guerrilla despiadada, empezaron a freír a los soldados dentro de sus carros, exportaron al territorio ruso sangrientas acciones terroristas, y los cuarenta mil jóvenes llamados a filas, entre los cuales estaba Zajar Prilepin, a los que les habían prometido un ataque relámpago seguido de un retorno triunfal, se vieron empantanados en algo tan horrible como Afganistán para sus padres o sus hermanos mayores. Desde que Gorbachov retiró de allí las tropas, en 1988, sólo hubo seis años de paz entre dos sucias guerras de las que los jóvenes rusos volvieron, los que volvieron, lisiados, humillados, alucinados. Yeltsin, tan amado al principio, es ahora tan detestado como su antecesor, y la elección presidencial parece tan adversa para él que piensa seriamente en anularla. Como le repite en la sauna el tonton macoute Koriakov: «Borís Nikoláievich, la democracia está bien, pero sin elecciones es más segura.»

La alternativa esta vez no es un histrión como Zhirinovski, sino directamente los comunistas. Cinco años antes, Yeltsin declaró fuera de la ley a este partido. Se creía definitivamente terminada la experiencia aterradora y grandiosa que se llevó a cabo con la especie humana en la Unión Soviética. Pues bien, al cabo de cinco breves años de experiencia democrática, todos los sondeos coinciden y hay que rendirse a esta perturbadora evidencia: la gente está tan harta de la democracia, del mercado y de la injusticia consiguiente que se dispone a votar en masa al partido comunista.

Su líder, Ziugánov, no propone reabrir el gulag o reconstruir el Muro de Berlín. Bajo la etiqueta de «comunista», este político prudente y sin brillo vende menos la dictadura del proletariado que la lucha contra la corrupción, un poco de orgullo nacional y la misión espiritual de la Rusia ortodoxa frente al nuevo orden mundial. Dice que Jesús fue el primer comunista. Promete que si le votan los ricos serán menos ricos, los pobres menos pobres, y como mínimo todo el mundo debería estar de acuerdo en la segunda parte de este programa: ¿quién es realmente partidario de que los viejos mueran de hambre y de frío?

Sin embargo, los oligarcas se asustan ante la idea de que quieran hacerles menos ricos, sobre todo ahora que acaban de inventar y de endilgar a Yeltsin un chanchullo maravilloso para enriquecerse aún más: los «préstamos a cambio de acciones». La idea es simple: sus bancos prestan dinero al Estado, cuyas arcas están vacías, los préstamos están garantizados por los buques insignia, todavía no privatizados, de la economía rusa —el gas, el petróleo, las auténticas riquezas del país—, y si al cabo de un año el Estado no ha pagado, pasarán por la caja y se cobrarán ellos mismos. El vencimiento cae después de las elecciones presidenciales y en consecuencia es vital para los oligarcas que Yeltsin sea todavía presidente en ese momento, y no un Ziugánov que para mostrar su virtud amenaza con denunciar el trapicheo.

La pequeña historia quiere que se hayan percatado del peligro en la cumbre de Davos, donde se reúnen los más ricos y los más poderosos de la tierra. Porque en 1995 Ziugánov, al que consideran un politicastro ridículo, no sólo ha tenido la insolencia de ir a Davos, sino que zumba a su alrededor un enjambre de periodistas y consejeros de jefes de Estado que recogen sus palabras, por lo demás moderadas, con la deferencia debida al futuro dueño de Rusia. «Mierda», se dice Berezovski, el más emblemático de los oligarcas, el hombre al que todo el mundo disfruta odiando, de tan judío, genial y sin escrúpulos que es el individuo. Toma una copa con George Soros, el gran financiero norteamericano, de origen húngaro, que desarrolla en Rusia toda clase de fundaciones y programas filantrópicos.

—Pues se diría que se disponen a quitaros el pastel antes de que hayáis acabado de repartirlo —dice Soros.

—Eso parece —suspira Berezovski.

—Quizá incluso —añade suavemente Soros— os envíen a Siberia. Yo, en vuestro lugar, muchachos, me andaría con ojo.

Esta conversación electriza a Berezovski, que acto seguido llama a los móviles de los otros seis oligarcas más poderosos de Rusia. Les propone que olviden temporalmente sus disputas (la más espectacular es la que le opone a él con Gusinski: sus respectivos ejércitos se matan entre sí a gran escala) y que aúnen sus fuerzas para conseguir que reelijan al viejo zar. Los siete ponen en la campaña todo su poder financiero y mediático, y este último quiere decir todos los medios de comunicación. Todos los periódicos, todas las emisoras de radio, todas las cadenas de televisión machacan el mensaje: o Yeltsin o el caos. O Yeltsin o el gran salto hacia atrás. Y para que no se olvide ni se idealice lo que ha sido el comunismo, emiten durante las veinticuatro horas documentales terroríficos sobre el gulag, sobre la hambruna organizada por Stalin en Ucrania, sobre la matanza de Katyń. Financian grandes películas novelescas sobre las purgas, como Quemado por el sol, de Nikita Mijalkov. Personalmente me gusta mucho este film, pero me imagino la furia de Limónov si lo ha visto. Siempre ha albergado resentimiento contra Mijalkov, heredero de una gran familia de la nomenklatura cultural, amigo de disidentes siempre que el contacto no entrañe riesgos, favorecido por todos los regímenes y muy lógicamente erigido en chantre de la contrarrevolución. Esas dachas bajo el sol del verano, esas grandes familias felices que viven días apacibles, y el pérfido comisario político que por envidia, y también por fanatismo, hace estallar en pedazos toda esa felicidad: es una película estalinista a la inversa y, ya puestos, Eduard prefiere los films estalinistas. Eran menos maliciosos, poseían la autenticidad de lo que has visto en tu infancia.

También los nasbols de la edad de Zajar están asqueados por esa avalancha de propaganda que niega todo lo que les han enseñado a amar y rechaza el ideal por el que sus padres combatieron codo a codo con el nazismo. ¿Qué hacer con este asco, qué forma política darle? Les gustaría mucho que su jefe se lo dijese, pero Yeltsin o Ziugánov son para Eduard la peste o el cólera, y no encuentra nada mejor que asociarse con el «bloque estalinista», un grupúsculo todavía más marginal que el suyo, y luego dejar que le suplante, como candidato de esta coalición absurda, un tal Evgueni Dzhugashvili, que no sólo es el sobrino nieto de Stalin sino su sosias, incluidos el bigote y la pipa.

Llegada la segunda vuelta (entre las dos, Yeltsin ha sufrido un infarto que han ocultado lo mejor que han podido), hay que decir a los nasbols por quién votar, y Limónov sorprende a su círculo desarrollando la teoría de que cuanto mayor sea el caos tanto mejor para la revolución. Así pues, Yeltsin. Esta sutileza le será reprochada, y será el origen de un rumor según el cual, tras su fachada de provocador, es un agente a sueldo del Kremlin, y de este episodio aprenderá que en política hay que desconfiar de las paradojas. Las masas no las entienden. Mein Kampf es muy claro al respecto.

De hecho, la impresión general en este momento es que Eduard desbarra, y es cierto, Eduard desbarra porque Natasha acaba de dejarle.

No sé gran cosa de los motivos y las circunstancias de este abandono, ya que los escritos de Eduard de esta época son mucho menos íntimos que los de su juventud, pero parece que reaccionó de una forma tan paroxística como cuando Elena le abandonó en otro tiempo. Un texto pasablemente delirante, escrito en caliente, da del final de sus trece años de vida en común una interpretación «filosófica y mística» en la que se reconoce la influencia de Duguin, que aún no ha abandonado el barco. Eduard habla en ese texto de coincidencias turbadoras, de sueños premonitorios, de vagabundeos alucinados, e incluso él, tan prosaico, tan mal lector de El maestro y Margarita, refiere un encuentro muy poco convincente con el demonio en las calles de Moscú. Consulta a una pitonisa que le dice que en una vida anterior fue un caballero teutón y Natasha una prostituta a la que protegía. Esta interpretación le parece luminosa. La ha protegido, sí, como un bravo caballero. Le ha sido leal, fiel, igual que a Elena y, lo mismo que ésta, Natasha le ha traicionado. Intenta persuadirse de que no es digna de él, se insta a despreciarla, pero cuando camina hasta la extenuación bajo el sofocante verano moscovita no puede evitar repetir como una letanía la descripción de su cuerpo: las grandes manos desarticuladas de puro flexibles, los pechos blancos un poco caídos, la breva siempre húmeda, siempre lista para su polla y, lástima, para la de otros hombres. Con ella se le empinaba como con ninguna otra mujer en su vida, a excepción de Elena. Piensa en el modo en que ella se masturbaba, soñadoramente, sin dejar de fumar desnuda sobre la taza del retrete en su estudio de la calle Turenne. Tendido en el colchón, él la miraba por la puerta abierta. Recuerda el día en que, al volver de su catastrófica campaña electoral, la encontró borracha, tumbada de través en la cama y, al percatarse de su presencia, ella le dijo: «Luego me echas la bronca, primero fóllame.» Por mucho que Duguin le repita sentenciosamente la frase de Nietzsche que los amigos cultos te sueltan siempre en esta clase de circunstancias, «lo que no me mata me fortalece», sufre como un condenado. Daría su vida por hundirse una vez más en el vientre de esta cantante sublime y fracasada, de esta alcohólica, esta ninfómana, esta criatura de abismos y excesos que ha tenido, piensa él, la suerte increíble de ser la mujer de Limónov y que ahora tiene la desfachatez, aún más increíble, de no querer seguir siéndolo.

Este período cuasi delirante concluye justo después de las elecciones que, en gran medida amañadas, dan la victoria a Yeltsin. Una noche, Eduard vuelve solo a su casa cuando tres individuos se le echan encima en una calle desierta. Le tiran al suelo, le muelen a patadas en las costillas y la cara. No quieren matarle —de haber querido lo habrían hecho—, pero la advertencia es seria: pasa ocho días en el hospital y por poco pierde un ojo.

Se ha preguntado muchas veces de quién era el aviso y por qué. Sus sospechas más consistentes recaen en el general Lébed. Este antiguo paracaidista, héroe de la guerra de Afganistán, que se parece a Arnold Schwarzenegger en menos delgado y tiene fama de una honradez áspera, ha obtenido el tercer puesto en las presidenciales. Mucha gente en Rusia, pero también en Occidente, le considera una especie de De Gaulle siberiano. Alain Delon, manifestando un interés inesperado por los asuntos internos rusos, le garantizó su apoyo en Paris Match. Eduard, por el contrario, le aborrece, primero porque detesta, más que a sus adversarios naturales, a los que son del mismo gremio que él pero tienen más éxito —y dentro del género «un auténtico hombre», Lébed es uno de ellos—, y segundo porque, por muy general que sea, se ha pronunciado valerosamente en contra de la guerra de Chechenia y no escatima esfuerzos para encontrar al conflicto una salida honorable. Limonka hace una campaña virulenta contra él, y aunque sea un fanzine de cinco mil ejemplares de tirada, leído por punks de provincias, no es imposible, a fin de cuentas, que el honrado general, o alguien de su entorno, haya expresado su irritación como se expresa normalmente en este país, incluso en los mejores ambientes.

A partir de esa fecha, en todo caso, Eduard ya no dará un paso en la calle sin que le acompañen tres nasbols de envergadura disuasiva. No es el único: muchísimas personas en Rusia tienen guardaespaldas. Una vez, en Moscú, ligué con una chica que tenía uno. En el restaurante, yo le veía por encima de su hombro mientras me hacía el amable: el matón cenaba en la mesa vecina, con una cara totalmente inexpresiva. Más tarde, esa noche, se quedó montando guardia delante de la puerta. Al principio perturba, luego te acostumbras.