Zajar Prilepin frisa hoy los cuarenta. Vive con su mujer y sus hijos en Nizhni-Nóvgorod, donde dirige la edición local de Nóvaia Gazeta, el periódico independiente donde escribía Anna Politkóvskaia. Autor de tres novelas, está pasando del rango de joven promesa al de valor consagrado. La primera novela trataba de Chechenia, donde fue soldado, la segunda de las dudas y los vagabundeos de un joven provinciano que cree dar un sentido a su vida atascada haciéndose nasbol, es decir, militante del Partido Nacional Bolchevique. Es un libro nacido de la experiencia del autor y de amigos de su edad, porque Zajar Prilepin es un nasbol convencido desde hace quince años. Tiene la pinta: fuerte, la cabeza rapada, ropa negra, calzado Doc Martens, y por añadidura la suavidad personificada. No hay que fiarse, ya sé, pero al cabo de unas horas con él estoy dispuesto a jurar que Zajar es un tío fantástico. Honrado, valeroso, tolerante, es de esas personas que mira la vida igual que te mira a ti, directo a los ojos, y no para enfrentarse sino para comprender y en la medida de lo posible amar. Es lo contrario del fascista brutal, y también lo opuesto al dandy decadente al que le parece sexy la estética nazi o estalinista. En sus libros, que están traducidos y que recomiendo vivamente, habla de la vida cotidiana en las provincias rusas, de pequeños currelos, de curdas con los amigotes, de los pechos de la mujer que ama, de su amor inquieto, maravillado, por sus hijos. Habla de la crueldad de esta época pero también de los momentos de pura gracia que una jornada reserva si se presta atención. Es un escritor excelente, serio y tierno al que, para situarlo, podríamos parangonar con Philippe Djian en sus comienzos, pero un Philippe que hubiera estado en la guerra.
Pues bien, esto es lo que cuenta Zajar Prilepin.
Tenía veinte años y se aburría como una ostra en su pequeña ciudad de la región de Riazán cuando un amigo le pasó un periódico raro que había llegado por tren de Moscú. Ni el amigo ni Zajar habían visto nunca algo parecido. Nadie en Rusia conocía L’Idiot international, Actuel, Hara-Kiri ni la prensa underground norteamericana —influencias todas ellas reivindicadas por Eduard—, y había motivo para quedarse atónito ante aquella maqueta chillona, aquellos dibujos repulsivos y titulares provocativos. Aunque fuese el órgano de un partido, en Limonka se hablaba más de rock, de literatura y sobre todo de estilo. ¿Qué estilo? El estilo fuck you, bullshit, y el corte de mangas. La punkitud en su esplendor.
Ahora bien, dice Zajar Prilepin, hay que imaginarse lo que es una ciudad rusa de provincias. La vida siniestra que allí llevan los jóvenes, con el porvenir totalmente obstruido, su desesperación si tienen un poco de sensibilidad y aspiraciones. Era una bendición que llegase un solo número de Limonka y cayera en manos de uno de aquellos chicos ociosos, sombríos, tatuados, que rasgueaban la guitarra y bebían cervezas bajo sus preciosos pósters de Cure o de Che Guevara. Muy pronto eran diez, veinte, toda la banda de holgazanes inquietantes que merodeaban por las plazas, pálidos y vestidos con vaqueros negros desgarrados: los sospechosos habituales, los clientes usuales de la comisaría. Tenían una nueva contraseña, se pasaban la palabra Limonka. Era su rollo, el rollo que les hablaba a ellos. Y detrás de todos los artículos estaba aquel tío, Limónov, cuyos libros Zajar y sus amigos se pusieron a leer febrilmente, y que se convirtió a la vez en su escritor favorito y en su héroe de la vida real. Por la edad podría ser su padre, pero no se parecía al padre de ninguno de ellos. No tenía miedo de nada, había llevado la vida aventurera que hace soñar a todos los chicos de veinte años y les decía, cito: «Eres joven. No te gusta vivir en este país de mierda. No te apetece convertirte en un popov[7] normal y corriente ni en un enculado que sólo piensa en la pasta ni en un chequista. Tienes el espíritu de la rebeldía. Tus héroes son Jim Morrison, Lenin, Mishima, Baader. Pues mira: ya eres un nasbol.»
Zajar Prilepin añade que hay que comprender que Limonka y los nasbols han sido la contracultura rusa. La única: todo lo demás es falso, reclutamiento y compañía. Desde luego que había en su seno algunos brutos, tipos a los que el ejército había vuelto nerviosos o skins con perros lobo a los que les molaba hacer el saludo hitleriano para tocar los cojones a la gente prilichni: la gente formal. Pero en las pequeñas ciudades de Rusia también había dibujantes de cómics, bajistas de rock que buscan cómplices para formar una banda, gente que se dedica a manipular vídeos, tímidos que escriben poemas a escondidas, languidecen por chicas demasiado guapas y sueñan oscuramente con cargarse a todo cristo en el colegio y suicidarse después con una bomba, como se hace en América. Los satanistas de Irkutsk, los Ángeles del Infierno de Viatka, los sandinistas de Magadán. «Mis colegas», dice suavemente Zajar, y se entiende que aunque tenga todo el éxito del mundo, premios literarios, traducciones, giras por Estados Unidos, lo que le importa es mantenerse fiel a sus colegas, los pringados de las provincias rusas.
Esos chicos —al principio sólo había chicos— eran pobres. Si trabajaban era cargando y descargando fardos, barriendo patios, diluyendo mortero o vigilando aparcamientos en los que estacionaban, salpicando nieve enfangada, 4×4 que valían medio siglo del sueldo de sus madres, y de los que se apeaban, rebuznando en sus teléfonos móviles, hombres apenas mayores que ellos pero más avispados, y a los que despreciaban con toda su alma. Zajar y sus amigos tenían unos quince años cuando el comunismo se desmoronó. Su infancia había transcurrido en la Unión Soviética y había sido mejor que su adolescencia y su primera juventud. Se acordaban con tristeza y nostalgia de los tiempos en que las cosas tenían sentido, en que no tenían mucho dinero pero tampoco había muchas cosas que comprar, en que las casas estaban bien cuidadas y un niño podía mirar a su abuelo con admiración porque había sido el mejor tractorista del koljós. Habían presenciado la derrota y la humillación de sus padres, personas modestas pero orgullosas de ser lo que eran, que se habían hundido en la miseria y sobre todo habían perdido el orgullo. Yo creo que esto, ante todo, era lo que no soportaban.
Pronto se creó una sección de Partido Nacional Bolchevique en Krasnoyarsk, en Ufa, en Nizhni-Nóvgorod. Un día llegaba Limónov, acompañado de tres o cuatro de sus muchachos. Toda la banda iba a buscarle a la estación. Dormían en casa de uno o de otro, se pasaban noches enteras hablando y, en especial, escuchando. Eduard se expresaba de una forma sencilla y metafórica, con la autoridad del que sabe que no van a interrumpirle y una predilección por las palabras magnífico y monstruoso. Todo era magnífico o monstruoso, no conocía nada entre ambas cosas, y Zajar, la primera vez que le vio pensó: «Es un hombre magnífico, capaz de actos monstruosos.»
De Eduard lo había leído todo, hasta los versos de juventud donde expresaba, dice, la visión fresca y primitiva de un niño. Pero Limónov ya no tenía nada de niño, su larga trayectoria a través del mundo le había arrebatado las ilusiones: «Hay que construir la estrategia de vida», decía, «sobre el presupuesto de la animosidad del prójimo.» Es la única visión realista de las cosas, y la mejor protección contra la animosidad del prójimo es ser valiente y vigilante y estar dispuesto a matar. Bastaba pasar unos minutos con él, sentir la energía que irradiaba en la habitación su cuerpo seco y musculoso, alerta, para tener la certeza de que poseía todas estas virtudes. En cambio, no había en él la menor traza de bondad. Interés por los demás sí, una curiosidad siempre despierta, pero no bondad ni dulzura, ningún abandono. Por eso Zajar, que le admiraba y por nada del mundo hubiese cedido su lugar en el círculo que le rodeaba, no se sentía realmente a gusto en su presencia, mientras que se sentía plenamente a sus anchas con los demás nasbols. Tenía en ellos una confianza absoluta. Aquellos chicos que tenían apodos como Negativo, Chamán, Soldador o Cosmonauta eran a su juicio las mejores personas del mundo: tan leales y fieles que era insolentes y violentos. Capaces de dar la vida para salvar la de un camarada y de ir a la cárcel por sus ideas. Su moral era exactamente la contraria de la que prevalecía a su alrededor, en el mundo corrompido y sin referencias que había sucedido a la Unión Soviética de su infancia. Desde que les conocía, Zajar durante años sólo les frecuentó a ellos. Todos los demás le parecían fútiles y fastidiosos.
«He tenido suerte», pensaba. «He conocido a gente por la que sería un honor morir. Habría podido pasar toda mi vida sin conocerla, pero la he conocido. Qué bien.»
Empezó a viajar a Moscú, que de todos modos sólo está a cuatrocientos kilómetros de Nizhni-Nóvgorod. Las primeras veces no desconfiaba, pero a lo largo de los años la represión se endureció y los nasbols de provincias recibieron la consigna de evitar los trenes expresos porque había que enseñar la tarjeta de identidad al comprar el billete y existía el riesgo de figurar en las bases de datos del FSB, que era la nueva denominación del KGB. La solución era utilizar los trenes de cercanías, que hacían muchas paradas y permitían fraccionar el viaje de una ciudad a otra y eludir los controles. El trayecto duraba dos días que empleaban en emborracharse y dormir. Eran tres o cuatro muchachos con granos, de piel macilenta y manos rojas, que vestían tejanos, cazadoras y gorros negros y a los que miraban de soslayo. Moscú les daba miedo. En la capital se sentían pobres, provincianos. Temían que les detuviese la policía en el metro, les asustaban las chicas guapas y bien vestidas a las que no se atrevían a aproximarse, y recorrían deprisa la distancia desde la estación de tren a la del metro de Frúnzenskaia, cerca de la cual se encontraba el búnker. Llamaban a la puerta blindada, varias veces cambiada porque miembros de las fuerzas especiales la habían recortado con un soplete antes de saquear el local y llevarse sin contemplaciones a todos sus ocupantes. Les abrían y bajaban los escalones que conducían al sótano. Allí, por fin, respiraban. Estaban en su casa.
Zajar describe el búnker como una mezcla de taller ocupado por un colectivo de artistas, de internado para jóvenes delincuentes, de dojo de artes marciales y de dormitorio improvisado para acoger al público de un festival de rock. Los carteles y pinturas que recubrían las paredes carcomidas de humedad representaban a Stalin, Fantomas, Bruce Lee, Nico y Velvet Underground, Limónov en uniforme de oficial del Ejército Rojo. Había una mesa grande en la que se comía y se componía la maqueta de Limonka, un altavoz para los conciertos, alfombras raídas en el suelo sobre las cuales los jóvenes que habían venido de provincias podían extender sus sacos de dormir y pernoctar revueltos, entre ceniceros llenos y botellas vacías, en una intensa mezcolanza de olores de hombres y perros. Con el tiempo empezaron a aparecer chicas, de las que Zajar comenta que eran muy feas o muy guapas. La mayoría cultivaba la estética punk o gótica. Entre los chicos dominaba el pelo al rape, pero también había melenudos, algunos con patillas y hasta peinados impecables de vendedor de electrodomésticos. Nadie se asombraba de nada. Se admitía a todo el mundo, se le aceptaba como era, el único requisito era no tener miedo de los golpes ni de la cárcel.
Al fondo de la sala grande había dos despachos. El de Duguin era confortable, provisto de un radiador eléctrico, de alfombras e incluso de un samovar, a pesar de que lo ocupaba a lo sumo unas horas al día. El de Eduard era claramente más espartano, pese a que a menudo le servía de domicilio. Escritor de renombre, objeto de culto en los medios enterados de Moscú y San Petersburgo, conocía a cantidad de artistas y gentes de moda que durante un tiempo habían frecuentado el búnker como en Nueva York habrían frecuentado la Factory de Andy Warhol. Al nasbol de base le intimidaba un poco ver a rockeros famosos, cantantes, modelos, abrirse camino entre sus sacos de dormir y sus pastores alemanes para llegar a la mesa grande en la que mi amigo, el editor Sasha Ivánov, se acuerda de haber pasado las veladas más excitantes del decenio precedente. Dice que allí encontrabas a gente que no veías en ninguna parte: joven, original, sin cinismo, con los ojos brillantes de entusiasmo. Era algo extraordinariamente vivo.
Los fieles de Duguin, estudiantes fascistas con grandes carteras o curas ortodoxos antisemitas, no tenían tanto glamour, lejos de eso, pero si estaba en vena y sentía a su público, «el más grande filósofo ruso de la segunda mitad del siglo XX» se sumaba al círculo y cautivaba a su auditorio de artistas en boga y rudos adolescentes provincianos con las hermosas historias de su repertorio: el sacrificio heroico de los kamikazes japoneses, el suicidio de Mishima, la secta de paramilitares budistas fundada en Mongolia por el barón Ungern von Sternberg. Con su barba negra, sus cejas pobladas, su voz cálida, volvía a ser el narrador inspirado del que Eduard se había prendado. Era una lástima que su encanto tan persuasivo verbalmente se perdiese por escrito. Eduard, que casi se ocupaba él solo de Limonka, no se atrevía a rechazarle los artículos secos, abstractos, insípidos, que el cofundador del partido le entregaba cada mes con tanta solemnidad como si fuesen el Santo Grial. Duguin parecía sinceramente convencido de que sus puntualizaciones doctrinales eran la punta de lanza del periódico, la razón de que sus lectores se abalanzasen sobre él. No le gustaba ni el tono ni el aspecto de Limonka. Lo que le habría gustado era una de esas revistas grises y confidenciales a las que estaba suscrito: los boletines parroquiales de la extrema derecha europea.
Cuanto más tiempo pasaba, más se ahondaba el foso entre las obediencias de los dos despachos. Como brahmanes que mirarían de arriba abajo a unos parias, los discípulos de Duguin miraban por encima del hombro a la horda de proletarios reclutados por Eduard, amantes del rock y de la trifulca, a los que la historia gloriosa del fascismo importaba poco, y que incluso incomodaba a los más sensibles. Era el caso de Zajar, que detestaba todas aquellas referencias a tropas no regulares y a las secciones de asalto, que no consideraba especialmente divertido que Eduard pusiera a Duguin el sobrenombre afectuoso de «doctor Goebbels» y que sintió más bien alivio cuando se envenenaron cada vez más las rencillas y Duguin terminó abandonando el partido para fundar un centro de estudios geoestratégicos, hoy día próspero y subvencionado por el Kremlin. No más brahmanes: estaban entre parias. Zajar lo prefería.