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Vidas paralelas de hombres ilustres, continuación: Eduard y Solzhenitsyn abandonaron su país al mismo tiempo, en la primavera de 1974, y regresan al mismo tiempo, exactamente veinte años más tarde. Solzhenitsyn los ha pasado detrás de los alambres de espino que, para desalentar a los curiosos, circundaban su propiedad de Vermont, de donde sólo salía para pronunciar condenas de Occidente que le granjearon una reputación de cascarrabias, y escribiendo dieciséis horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año, un ciclo novelesco sobre los orígenes de la Revolución de 1917, comparado con el cual Guerra y paz es un relato psicológico endeble, al estilo de Adolphe.[6] Nunca le había abandonado la certeza de que algún día volvería a su patria y que allí todo habría cambiado. Y hete aquí que la Unión Soviética ya no existe y él ha terminado La rueda roja: ha llegado el momento.

Consciente de la dimensión histórica del acontecimiento, no quiere volver como cualquier otro emigrado. No: toma el avión hasta Vladivostok y desde allí viaja a Moscú en tren. Un tren especial, un mes de viaje, con paradas en los pueblos donde escucha las quejas de la gente, todo ello filmado por la BBC.

Es Hugo que regresa de Guernesey. Es también, hay que decirlo, Hibernatus, y este regreso grandioso sólo suscita en Moscú indiferencia o ironía: la ironía eterna, inevitable, de los mediocres ante el genio, pero también la de los tiempos nuevos ante el anacronismo en que se ha convertido Solzhenitsyn. Cinco años antes, las masas se habrían prosternado. Acababan de publicar Archipiélago Gulag, no daban crédito a tener el derecho de leerlo. Pero regresa a un mundo donde, tras algunos años de bulimia, la literatura ya no interesa a nadie, y en especial la suya. La gente está harta de los campos de concentración, las librerías ya sólo venden grandes éxitos internacionales y esos manuales que los anglosajones llaman how-to: cómo perder kilos, hacerte rico, explotar tu potencial. Las tertulias en las cocinas, la devoción por los poetas, el prestigio de la objeción de conciencia: todo eso se ha acabado. Los nostálgicos del comunismo, cuyo número no sospecha Solzhenitsyn, le consideran un criminal, los demócratas un ayatolá, los amantes de la literatura hablan de La rueda roja con una risa burlona (no la han leído, nadie la ha leído) y para los jóvenes es una figura que se confunde casi con Brézhnev en el cementerio de los iconos de la Unión Soviética.

Cuanto más ridiculizan a Solzhenitsyn, más se regocija Eduard. Los capitanes Levitin que envenenaron su juventud están fuera de juego: el barbudo enterrado debajo de sus propios sermones, Brodsky venerado por universitarios y chocheando odas sobre Venecia. Eduard casi se compadece: ¡Venecia! ¡Qué rollo de viejo estúpido! Los dos tienen su gloria a la espalda. La suya, piensa él, despunta. De hecho, cuando ha liquidado su vida en Francia y se ha reinstalado definitivamente en Moscú, se ha dado cuenta de que allí es célebre. Desde la publicación por Semiónov de La gran época, han aparecido otros libros suyos, más escandalosos: El poeta ruso prefiere a los negrazos, Historia de un servidor, Diario de un fracasado. Era la opción acertada. En Rusia nunca se ha leído nada semejante, se venden cientos de miles de ejemplares. Deslumbrados por su propia audacia, los periódicos multiplican los reportajes sobre él, y Eduard no decepciona sus expectativas. Vive con Natasha en una especie de squat, en un inmueble evacuado, todavía sin restaurar, sin luz en las partes comunes ni barandilla en la escalera. Los dos posan con ropa de cuero y gafas negras, en ese decorado destroy que encanta a los fotógrafos. En Francia, este estatuto de estrella del rock sería difícilmente compatible con el de agitador ultranacionalista; en Rusia no: puedes escribir en un periódico que reedita continuamente Los protocolos de los sabios de Sión y ser un ídolo de la juventud. Otra diferencia con Francia es que puedes vender doscientos o trescientos mil ejemplares de tus libros y seguir siendo pobre. La «terapia de choque» y el desorden de la distribución reducen sus derechos de autor al mínimo vital, pero en el fondo le da igual. Entre el dinero y la gloria le interesa la gloria, y aunque haya soñado cuando era más joven con tener las dos cosas, ahora sabe que no es su destino. Es frugal, espartano, desprecia todas las formas de comodidad y, lejos de sentirse humillado por la pobreza que le ha acompañado toda su vida, extrae de ella un orgullo aristocrático. Sin embargo, con sus exiguos derechos, a falta de otros subsidios, confeccionará el primer número del periódico de sus sueños.

En un texto totalmente megalómano, escrito unos años más tarde, se imagina cómo los historiadores futuros se representarán este momento crucial de la historia de Rusia: la fundación de Limonka, en el otoño de 1994. Afirma que todo el mundo asegurará que ha participado en la aventura, pero en realidad, en el pequeño despacho que ocupaba Duguin en el periódico Soviétskaia Rossía, «sólo estaba el más grande escritor y el más grande filósofo rusos de la segunda mitad del siglo XX», Natasha que escribía artículos con el seudónimo de Margot Führer, algunos punks siberianos y algunos alumnos de Duguin que se enardecían hablando sin parar de la ortodoxia, y por último el fiel Rabko, que se encargaba de la intendencia. En su ciudad natal, Tver, encontraron un impresor. Eduard y Rabko viajaron allí con la vieja cafetera moldava para recoger los cinco mil ejemplares del primer número, y se las arreglaron para distribuirlos. La distribución consistía en vender por la calle y en recorrer las estaciones de Moscú para depositar los periódicos dentro de los trenes que iban a las grandes ciudades de provincias. No esperaban realmente que la gente lo comprase, sino que algunos al menos lo abriesen como se abre una botella arrojada al mar. Eduard cuenta los comienzos de Limonka y del Partido Nacional Bolchevique como una epopeya apasionante, cuyo segundo acto es la habilitación de un subsuelo insalubre donde se refugian después de haber sido expulsados de Soviétskaia Rossía. Se remangan (o sea, la media docena de fundadores históricos, excepto Duguin, que como de costumbre se limita a animarles y a inspeccionar las obras acabadas), desalojan montañas de escombros, amasan yeso, tapan grietas. Por mucho que hayan hecho, seguirá siendo un local húmedo e infestado de ratas, pero pronto el partido tendrá una sede que llamarán el búnker.

El búnker, Margot Führer… Al llegar a este punto, no estoy seguro de que al lector le apetezca realmente que le cuente como una epopeya apasionante los comienzos de un periodicucho y un partido neofascista. Yo tampoco estoy seguro de que me apetezca.

Sin embargo, es algo más complicado.

Lo lamento. No me gusta esta frase. No me gusta el empleo que le asignan las mentes sutiles. Lo malo es que muchas veces es cierta. En este caso lo es. Es algo más complicado.