Desde Budapest, el autocar casi vacío tarda una noche en llegar a Belgrado. Ahora es el único medio de llegar. Desde que han decretado el embargo, ningún avión aterriza en la capital serbia. El aeropuerto está cerrado. El país, marginado por Europa, se sumerge en el aislamiento y la paranoia. Los serbios razonables están desolados por la loca cruzada a que les arrastra Milošević, se esfuerzan en resistir al lavado de cerebro, pero Eduard no conoce a estos serbios razonables ni quiere conocerlos. Lo que quiere es la guerra. Necesita lanzarse a ella, está dispuesto a perderse en ella. Le parece la única salvación en este momento de su vida. Tiene un plan: depositar su bolsa en el Hotel Majestic, donde ya se ha hospedado, e ir a la representación de la República Serbia de Krajina.
En efecto, el conflicto, aunque prosigue su curso devastador entre serbios y bosnios, se ha recrudecido además entre serbios y croatas por el control de este otro enclave serbio, situado no lejos del Adriático. Hay ahora tres bandos presentes, sin contar los que intentan separarlos, y es como durante la guerra de los Treinta Años, donde en todo momento tu peor enemigo puede convertirse en tu aliado porque es enemigo de tu otro enemigo. Diplomáticos y periodistas se tiran de los pelos. Eduard esta vez ya no quiere ser periodista, sino soldado. Soldado raso, sí, explica a los representantes en Belgrado de la República Serbia de Krajina, entidad autoproclamada que, por supuesto, los serbios reconocen. Su petición les asombra un poco porque no es que abunden los voluntarios extranjeros. Le dicen que es difícil llegar a Krajina, que tiene que esperar, le avisarán. Eduard vuelve al Hotel Majestic.
Según su descripción, me imagino el lugar un poco como el Hotel Lutétia de París durante la ocupación. Hay un piano bar, traficantes de divisas, putas, gángsters, periodistas turbios y políticos que rivalizan en intransigencia nacionalista. Muchos de estos individuos, partidarios, como Vojislav Šešelj, «de degollar a los croatas y a los musulmanes, no con un cuchillo sino con una cuchara herrumbrosa», morirán pronto de muerte violenta o serán juzgados por crímenes de guerra. A Eduard le gusta el ambiente. Le aborda una chica de diecisiete años, muy bonita. No es una fulana, sino una admiradora. Ha leído todos sus libros, todos sus artículos en la prensa serbia, y su madre también los ha leído. Adulado por estas dos groupies, Eduard firma dedicatorias a la madre y, mientras ésta cierra los ojos, solícitamente, se acuesta con la hija. No está acostumbrado a las chicas muy jóvenes y descubre que le gustan. Además tiene pensado seriamente morir en el campo de batalla, y la idea de que quizá sea la última vez que hace el amor le exalta. Se empalma sin parar. Así pasan tres días, al término de los cuales el camarero que le sirve el vodka le susurra que Arkan, informado de su presencia, le espera. ¡Arkan! ¡Su querido amigo Arkan! Ascensor hasta el último piso, al que sólo acceden los visitantes del jefe militar. Cacheo, guardaespaldas: ya está en la suite donde Arkan, en uniforme caqui y boina verde, está de comilona con un decena de esbirros.
—¿Así que todavía no has hecho tu revolución en Rusia, Limónov?
Atrapado, Eduard farfulla que lo ha intentado. Ha estado entre los héroes que defendieron la Casa Blanca contra los carros de Yeltsin. Le han herido durante la intentona de tomar Ostánkino. Y lo que quiere ahora es hacer la guerra en Krajina. No es fácil, confirma Arkan. Un día los croatas, otro los musulmanes, sin contar a los cascos azules, cortan continuamente el corredor de acceso desde Belgrado. Pero parte un contingente al día siguiente.
—¿Quieres ir con él?
—¡Por supuesto!
Las cinco de la mañana. Un minibús con los cristales cubiertos de vaho espera en el terraplén nevado, delante del hotel. Al principio Eduard es el único pasajero. Lentamente, hacen el recorrido de los barrios donde el minibús, como un autocar escolar, embarca a tipos somnolientos que tienen aspecto de campesinos. Al despuntar el sol abandonan Belgrado. Bebiendo café de un termo y slivóvitza del cuello de la botella, viajan todo el día por carreteras orilladas de chasis de camiones y pueblos incendiados. Atraviesan Herzegovina, una meseta rocosa, ventosa, árida, donde se han rodado muchos spaghettis westerns y donde dicen que sólo crecen piedras, serpientes y ustachis. En teoría, saben cuándo se encuentran en territorio serbio, bosnio o croata. Sobre el terreno es más complicado. Las líneas del frente cortan en dos los pueblos, de un tramo de carretera a otro cambia el alfabeto, la lengua oficial, el sistema monetario, la religión, el fanatismo nacional. También es difícil, hasta que no te das de narices con ellas, decir si las barreras las controlan milicias serbias, croatas o bosnias, pero el minibús, extrañamente, las franquea sin percances. Digo extrañamente porque los compañeros de Eduard, disfrazados de campesinos que van a la feria de ganado, son de hecho milicianos de Arkan que vuelven al frente después de un permiso en Belgrado, y el maletero está atiborrado de armas.
Cubiertas las tres cuartas partes del trayecto, la radio da una noticia inquietante: durante la noche ha habido una especie de golpe de Estado en la República Serbia de Krajina, y parece ser que el ministro de Defensa, al que Arkan recomendaba a Eduard, ha sido encarcelado. Pronto aparecen carteles, recién pegados en troncos de árboles, con la cabeza de Arkan puesta a precio. Es como en San Teodoros, en Tintín: nunca se puede saber seguro quién, entre Alcázar y Tapioca, está en condiciones de fusilar a quién. Lo que ocurre, y que Eduard empieza a adivinar y el futuro confirmará, es que Milošević, descrito por un diplomático americano como «un jefe mafioso que, cansado del tráfico de drogas en el Bronx, quisiera reconvertirse en los casinos de Miami», comienza a elegir sus cartas para futuras negociaciones. Conchabado con Tudjman, su mejor enemigo, prepara dejar Krajina en manos de los croatas a cambio de los territorios serbios en Bosnia y del levantamiento del embargo. En esta nueva fase del juego, un radical como Arkan se vuelve molesto, hay que deshacerse de él, y cabría pensar que la docena de mercenarios zarandeados por el minibús se dirige hacia una celada. Sería lógico, pero la lógica de los Balcanes es extraña. Hay cortocircuitos, retrasos de transmisión que hacen que Eduard, abandonado en la ciudad por sus compañeros, tenga que arreglárselas con las autoridades, no es que le reciban especialmente mal, sino que le pasean de un despacho a otro y al final le mandan a un cuartel austrohúngaro, en campo raso.
Allí le dan un uniforme —cuyos elementos son tan disparejos que es imposible decir a qué bando pertenece—, el grado de capitán y una habitación para él solo. El rango es acorde con la habitación: su ocupante anterior era capitán, una mina le voló por los aires, el ocupante siguiente será capitán también, es más sencillo. Por la mañana completan su equipo con un kaláshnikov y un ángel de la guarda, un oficial serbio huraño y brutal que, de visita en casa de un subordinado suyo, se pone a injuriar y luego a amenazar a la mujer del tipo porque es croata. A Eduard le choca, pero le dicen que hay que comprenderlo: toda la familia del oficial fue degollada por los croatas el año anterior. Unos días más tarde, será el subordinado el que a su vez degüelle al oficial.
Están realmente en el callejón sin salida de la guerra. Nadie va ni se marcha de la guerra, nadie entiende bien quién lucha contra quién. Hay muchas pérdidas por ambas partes, y los campesinos serbios son muy recelosos porque se sienten traicionados por todo el mundo, no sólo por Occidente sino incluso por la madre patria, que se dispone a abandonarles; de hecho, un año después, la República Serbia de Krajina dejará de existir, sus habitantes estarán muertos, en la cárcel o, los más afortunados, refugiados en Serbia.
Eduard pasará dos meses en esta región montañosa y salvaje. Participará —lo dice él, y yo le creo— en varias acciones de guerrilla: incursiones contra pueblos, emboscadas, escaramuzas. Arriesgará la vida. Una pregunta que me he hecho muchas veces al escribir este libro es si mató a alguien. Tardé mucho en atreverme a preguntárselo, y cuando finalmente me decidí a hacerlo él se encogió de hombros y respondió que era una pregunta típica de un civil. «Disparé, a menudo. Vi caer a hombres. ¿Fui yo el que les abatió? Es difícil decirlo. Es confusa, la guerra.» Rara vez sospecho que mienta: en este caso, un poco. Sabe que escribo un libro sobre él para un público francés, es decir, virtuoso y que se indigna enseguida, y quizá haya preferido no jactarse de lo que debe considerar, en su fuero interno, una experiencia enriquecedora. Pienso que, en su filosofía, matar a un hombre cuerpo a cuerpo es como que te den por el culo: algo que se debe probar como mínimo una vez. Si ha matado, cosa que ignoro, hay muchas posibilidades de que fuera durante esos dos meses en Krajina, prácticamente sin testigos.
Al final regresa a Belgrado en el coche de un periodista japonés. En cada barrera jura que no lleva armas, pero ha conservado su 7.65, recuerdo de sus calaveradas balcánicas, sabiendo que ésta es la última. Durante toda su estancia no ha dejado de rumiar la imprecación de Arkan: «¿Así que todavía no has hecho tu revolución en Rusia, Limónov?» Ha comprendido que el tiempo de los combates periféricos se ha acabado para él. Ha llegado la hora de luchar en el verdadero frente, de volver a Moscú y vencer o morir allí.