6

Como la Duma no sólo ha sido disuelta, sino ahogada en sangre, hay que convocar elecciones y Eduard decide presentarse. El joven Rabko, que estudia Derecho, le ayuda a registrar su candidatura en el distrito de Tver. Es fácil: la época de Yeltsin son años de caos pero también de libertad, que pronto habrá ocasión de añorar. Cualquiera puede presentarse candidato para cualquier cosa, expresar cualquier opinión. Duguin ha prometido su apoyo, pero no abandonará su despacho bien caldeado en Moscú, por lo que el Partido Nacional Bolchevique en campaña se reduce a Eduard y al fiel Rabko, que durante todo el mes de diciembre recorrerán la región al volante de una vieja tartana matriculada en Moldavia y prestada por un oficial amigo suyo, y luego, cuando le hayan devuelto el vehículo, a la ventura de autobuses y trenes: en tercera clase, por supuesto.

Nacido en una gran ciudad y residente en el extranjero desde hacía mucho tiempo, Eduard lamentaba no conocer mejor la Rusia profunda, llamada la glubinka. Descubre Rzhev, Stáritsa, Nemídovo y un rosario de otros villorrios olvidados de Dios, devastados por la «terapia de choque», y que, si se rasca esta capa de malestar contemporáneo, no han cambiado desde las deprimentes descripciones de Chéjov. Conozco bien uno de esos poblachos, Kotélnich, y no me cuesta imaginar en cada uno de ellos el único hotelucho, sin agua caliente porque el hielo ha reventado las tuberías, las cantinas mugrientas, las pequeñas fábricas abandonadas, la plaza desnuda y adornada con el busto de Lenin donde, sin dinero para carteles, Rabko, como un malabarista de feria, recluta a los transeúntes para que vayan al mitin de Eduard. Hay setecientos mil votantes que captar en el distrito, los reúne en grupos de quince o veinte, sobre todo viejos, jubilados míseros y temerosos que le escuchan recitar su catecismo del nacionalismo ruso, sacuden la cabeza y al final le preguntan: «Bien, pero ¿a favor de quién está? ¿De Yeltsin o de Zhirinovski?»

Él suspira, agobiado. No a favor de Yeltsin, desde luego. «¿Han visto en la tele el anuncio de su partido, dirigido por ese inaguantable Gaidar?» Es algo digno de ver, ese anuncio. Muestra a una familia próspera, con un crío y un perro, en una casa de un barrio residencial como no existe en ninguna parte en Rusia, sino sólo en los folletines norteamericanos. Todo sonrisas, los padres van a la mesa electoral a depositar su voto por Gaidar. Cuando salen, el chaval concluye con un guiño: «Qué pena que nosotros no podamos votar, ¿eh, perrito?» Esta propaganda, que se dirige a una clase media totalmente imaginaria, es un insulto para el noventa y nueve de los rusos, dice Eduard. Sus oyentes asienten, lo cual no les impedirá votar por el partido en el poder, porque en Rusia los que tienen el derecho de voto votan por el partido gobernante: es así.

Los escasos rebeldes son los clientes de Zhirinovski. Paweł Pawlikowski, el realizador con el que ya nos hemos cruzado en Sarajevo, ha filmado un documental sobre su campaña para la BBC. Ahí se ve al charlatán prometiendo a los estafados por las reformas que el vodka será gratuito, que se reconquistará el imperio, que correrán a auxiliar a los serbios, que lanzarán bombas sobre Alemania, Japón y Estados Unidos, que volverá a abrirse el gulag para enviar a él a los nuevos rusos, la gente de Memorial y otros traidores a sueldo de la CIA. Este programa no difiere mucho del de Eduard, que se ve y se las desea para explicar lo que aporta de nuevo. Nadie entiende que se declare independiente.

Yeltsin y Gaidar ganarán las elecciones, pero Zhirinovski obtendrá de todas formas una cuarta parte de los votos. Si Eduard se hubiera inscrito en sus listas sería diputado. Habría podido, el otro le aceptaba a su lado, era él quien no quería, por el motivo habitual: prefiere ser el jefe de un partido compuesto por tres personas que escudero de alguien que congrega a millones. Los resultados del escrutinio dejan tan poco margen de duda que ni siquiera aguarda su proclamación y, furioso, humillado, regresa a París.

Ha querido avisar a Natasha, pero no contesta al teléfono. Eduard llega temprano, llama a la puerta, espera un minuto —a su manera, es un chico bien educado— y después abre con su llave. La encuentra desplomada de través en la cama, rodeada de botellas vacías y ceniceros llenos. Ronca fuerte, borracha perdida. La habitación debe de llevar varios días sin ventilar: huele mal. Deposita su bolsa y sin hacer ruido se pone a ordenar. Natasha abre un ojo, se incorpora sobre un codo, mira lo que él hace. Con la voz pastosa, dice: «Luego me echas la bronca, primero fóllame.» Él se sube a la cama, se hunde en Natasha. Se agarran mutuamente como náufragos. Después del amor, ella le dice que ha pasado tres días sin salir del estudio, dejándose cepillar por dos desconocidos. Si él hubiera llegado un poco antes les habría encontrado, podrían haber jugado una partida de cartas. Suelta una carcajada estridente. Eduard se viste sin decir palabra, recoge su bolsa sin cambiarse siquiera de ropa, cierra tras él la puerta sin dar portazo y vuelve al metro y después el RER hasta Roissy, donde compra un billete para Budapest.