No es cierto lo que se dice de que ahora hay de todo en Moscú. Encuentras foie gras, sí, todo el que quieras, y Château Yquem para acompañarlo, pero nadie sueña con importar cubitos de caldo y chocolate casero, artículos que no interesan al nuevo ruso y que forman la base de la alimentación de Eduard. En cada uno de sus viajes se lleva una provisión, y está instalado delante del televisor con un bol de caldo el día de septiembre de 1993 en que Yeltsin, con el semblante grave, anuncia al país que disuelve la Duma y convoca nuevas elecciones.
Cabía esperarlo. Cuando el Parlamento te es hostil, como es el caso, la apuesta de disolverlo es un clásico en política. O se resuelve o se agrava el problema, y si empeora te muerdes los dedos, pero en fin, en democracia hay que abdicar. Lo que no está claro es si el demócrata Yeltsin ve las cosas de este modo y prevé dimitir si las nuevas elecciones no le dan una asamblea más dócil. En cualquier caso, no ha terminado de hablar cuando suena el teléfono en casa de los amigos que hospedan a Eduard. Es Alksnis, «el coronel negro», que le dice que las cosas están al rojo vivo. Los patriotas se congregan en la Casa Blanca. Eduard vacía su bol y sale pitando.
Los patriotas son ya varios miles, reunidos delante del edificio que dos años antes fue para el mundo entero el símbolo del triunfo de Yeltsin y los «demócratas». ¿Quiénes son estos «patriotas»? En conjunto, los mismos a los que hemos visto unas páginas antes bramar su cólera por las calles de Moscú. Una parte de ellos, no todos, son los que llamaríamos fascistas. Pero son fascistas que se presentan como guardianes del orden constitucional, y cuando acusan a los demócratas de estar dispuestos a instaurar la dictadura, para defender una democracia que nadie quiere, no se puede decir que se equivoquen del todo. Añadamos, para completar el cuadro, que los dos hombres que encabezan la rebelión contra Yeltsin estaban a su lado en aquel mismo lugar dos años antes. Son el presidente de la Duma, el checheno Jashbulátov, y el vicepresidente de la República, el general Rutskói, un veterano de Afganistán que aunque forma parte del mismo equipo en el poder, no deja de criticar a «ese gilipollas con bermudas rosa», como llama al primer ministro Gaidar desde que éste cometió la torpeza de dejarse fotografiar jugando al golf de esta guisa.
La misma noche, Rutskói y Jashbulátov convocan en sesión extraordinaria al Parlamento disuelto y éste, en primer lugar, declara anticonstitucional su propia disolución, en segundo lugar destituye a Yeltsin, en tercer lugar nombra su sucesor a Rutskói y, por último, ocupa la Casa Blanca y hace saber que se encuentra en ella por la voluntad del pueblo y que sólo saldrá obligado por la fuerza de las bayonetas. Además de los diputados rebeldes, hay en el edificio una muchedumbre de patriotas decididos a defenderlo, y entre ellos Eduard, que pasa la noche, sobreexcitado, circulando de una sala de reunión a otra, envuelto en una espesa nube de humo de cigarrillos. Se habla, se increpa, se bebe, se redactan comunicados, se compone el nuevo gobierno. Tanta palabrería le impacienta: considera que siempre habrá tiempo de repartirse los ministerios. Lo realmente urgente es organizar el asedio que se avecina.
Consigue llegar al despacho en que se ha encerrado Rutskói, en la última planta. Unos soldados montan guardia delante de la puerta pero, a fuerza de insistir, Eduard obtiene una audiencia. El general le recibe con aire febril, en traje de camuflaje. No sabe muy bien quién es su visitante pero son las tres de la mañana y la presión es tan grande que hablaría con cualquiera. Además, Eduard le trata de «camarada presidente»: no está acostumbrado, pero le gusta.
Desde el comienzo de la noche, el camarada presidente llama a todas las bases militares de Rusia para tantear el terreno. «¿La situación se presenta bien?», se inquieta Eduard. El general hace una mueca y responde: «Normalno», palabra cuyo sentido muy amplio abarca desde «muy bien, gracias», hasta «así así». Toda la cuestión reside en esto: en la prueba de fuerza entablada, ¿con qué bando se va a alinear el ejército? Suponiendo que, como dos años antes, permanezca al lado de la ley, ¿qué significa el lado de la ley? ¿Quién es el presidente legítimo? ¿Yeltsin o Rutskói? Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Francia acaban de declarar su apoyo a Yeltsin contra los nuevos golpistas, y esta noticia parece desmoralizar al general.
Para levantarle el ánimo, Eduard alega que la posición de los países occidentales no tiene nada de sorprendente. «Sólo quieren una cosa: una Rusia de rodillas, por eso sostendrán siempre a traidores como Gorbachov y Yeltsin. Pero esta vez no se trata de un golpe. Es el Parlamento democráticamente elegido el que rechaza la dictadura, y Occidente tendrá que aceptarlo en nombre de sus propios valores.
—Eso es verdad —opina el general, frunciendo la frente como si no se le hubiera ocurrido pensarlo y quisiera recordar el argumento para utilizarlo en un discurso.
—Lo que importa —prosigue Eduard, explotando su ventaja— no es lo que ocurre en las cancillerías. Ni siquiera lo que sucede en los cuarteles. Lo importante es lo que pasa aquí, en la Casa Blanca. Fue aquí donde la última vez se jugó la partida y aquí va a jugarse esta vez. Yeltsin no va a retroceder, nosotros tampoco. Habrá que luchar. ¿Tenemos armas?
—Sí —dice el general, como hipnotizado.
—¿Suficientes?
—Sí, suficientes.
—Pues entonces, ¿a qué espera para distribuirlas?
—Ahora no —dice el general—. Es prematuro.
Eduard arquea las cejas.
—¿Prematuro? Es lo que decían los socialdemócratas en 1917. Que la situación no estaba madura para la Revolución, que no existía una clase obrera en Rusia, que si patatín que si patatán… Afortunadamente, Lenin pensaba lo contrario. El gran hombre es el que intuye el momento propicio. Lo que los griegos llamaban el kairós —Duguin le enseñó esta palabra, que le encanta—. Estamos en ese momento exacto. Aquí están los hombres más valientes de Rusia, dispuestos a combatir. Usted debe elegir, camarada presidente: ¿quiere dejar a la historia el recuerdo de un gran hombre o de un cobarde?
Ha ido demasiado lejos; Rutskói se altera:
—¿Quién es usted, en definitiva? Un escritor, ¿no es eso? ¿Un intelectual? Deje a los expertos las decisiones militares.
Eduard se atraganta: ¿él, un intelectual? Rutskói está harto y le despide.
Al día siguiente, Eduard comete un error: sale. El acceso a la Casa Blanca es más o menos libre, piensa volver enseguida, va a casa de sus amigos a darse una ducha y cambiarse de ropa, y luego a casa de Duguin, a quien incita a que se una a los patriotas, pero el otro prefiere seguir el episodio por la televisión, y por primera vez Eduard sospecha que es un poco miedoso. Cuando vuelve al lugar, el asedio ha comenzado. Yeltsin ha ordenado que corten la electricidad y el teléfono, que se desplieguen regimientos de OMON[5] y, por supuesto, ya no se puede entrar en el edificio. Eduard, no obstante, lo intenta durante toda la noche. Escurriéndose entre los camiones militares y los cordones de soldados, con la metralleta en la cadera, se siente un partisano durante la ocupación nazi. Unos altavoces difunden incansablemente la propaganda del gobierno e invita a los insurgentes a rendirse. Desde el exterior se ven resplandores y sombras fantasmagóricas en las ventanas del Parlamento: en el interior, ahora se alumbran con velas.
El sitio durará diez días, y será de los más crueles de su vida. Daría diez años, un brazo, cualquier cosa, por no haber cometido la estupidez de salir, por haber estado junto a los valientes que seguro que pronto venderán cara su piel. ¿Qué es mejor? ¿Quedarse fuera plantado detrás de las barreras de la policía, por si se abriera una brecha, o volver a casa para ver los noticiarios? Esté donde esté se siente a disgusto, no donde debería estar. La televisión le enfurece como a un loco. Dios sabe que la prensa ha sido libre bajo Yeltsin, pero esto es el estado de sitio, ya no es una broma. Periodistas y comentadores se turnan veinticuatro horas al día para presentar a los «constitucionalistas», tal como se llaman los insurgentes a sí mismos, como fascistas y locos. Una y otra vez emiten la manifestación de apoyo a Yeltsin en la Plaza Roja, el concierto de apoyo a Yeltsin que ha dado el inevitable Rostropóvich, y en cambio no se ve nada de lo que ocurre dentro de la Casa Blanca sitiada. No hay cámaras en el interior, sólo cabe imaginarlo.
Todos los que estaban allí y salieron vivos describen lo mismo: el Titanic. No había luz ni teléfono, y tampoco agua ni calefacción. Se mueren de frío, apesta, para comer y beber sólo les quedan las reservas de la cafetería, que se agotan. Queman los muebles de oficina y se reúnen alrededor de braseros improvisados para cantar himnos ortodoxos, cánticos de la Gran Guerra Patriótica, y exhortarse mutuamente al martirio. Los sitiados son cosacos de largos bigotes, viejos estalinistas, jóvenes neonazis, diputados legalistas, curas de luenga barba. Vista la gravedad de la situación, los clérigos no están mano sobre mano: las salas de los diputados se transforman en confesionarios y baptisterios ante los cuales se forman colas. La poca agua que queda está bendecida. Iconos y carteles de la Santa Virgen alternan con los retratos de Lenin y de Nicolás II, las banderas rojas con los brazaletes con la cruz gamada. Como los móviles no existían todavía, el único contacto que tienen con el exterior es el radioteléfono de un periodista inglés, un maletón que recuerda el material de transmisión durante la guerra. Circulan rumores, algunos totalmente disparatados —el Congreso norteamericano ha detenido a Clinton por haber traicionado a la democracia apoyando a Yeltsin—, otros peligrosamente verosímiles: el ejército se dispone a atacar. De hecho, todo el mundo sabe que va a hacerlo y que el levantamiento terminará en un baño de sangre, a menos que decidan capitular, algo que nadie quiere, a medida que sube la adrenalina. Los dos dirigentes, Rutskói en traje de combate, Jashbulátov en camisa negra y chaleco antibalas, empiezan a hablar de suicidio colectivo. Nadie duerme.
Eduard se lo ha perdido y no se consuela. No se pierde, en cambio, la inmensa manifestación que el 3 de octubre tiene lugar delante de la Casa Blanca: varios centenares de miles de personas que apoyan a los insurgentes agitando banderas rojas. Eduard ha ido con el joven Rabko, el estudiante ucraniano que es, junto con Duguin y él, el tercer miembro del Partido Nacional Bolchevique. Gritan: «¡U-nión Soviética! ¡U-nión Soviética! ¡Yeltsin, fascista!» Gritan también: «¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los culos negros!» (los culos negros son los caucasianos), y Eduard desaprueba esto último: en primer lugar es una chorrada, y en segundo es en lo que van a hacer hincapié los medios de comunicación occidentales. Provocan a los OMON. ¿Se atreverán a disparar contra el pueblo? Se atreven. Primera sangre vertida, primeros heridos. La multitud ruge, resiste, fuerza una barrera. Arrecia el tiroteo, los OMON, presos del pánico, arrastran a manifestantes hacia los camiones donde les propinan una tunda de palos. Unos jóvenes reconocen a Eduard, le rodean, le protegen con su cuerpo. Desde un balcón de la Casa Blanca, con un megáfono en la mano, Rutskói arenga a la muchedumbre. ¡Vamos a salir! ¡A llegar al Kremlin! ¡A detener a Yeltsin! ¡A tomar Ostánkino!
Ostánkino es la torre de la televisión, es decir, una pieza vital. Si los rebeldes controlan la información, puede producirse un vuelco y el fuerte Chabrol convertirse en la toma de la Bastilla. Autobuses y automóviles empiezan a llenarse de hombres armados que gritan: «¡A Ostánkino! ¡A Ostánkino!» Eduard y el joven Rabko suben a uno de los autobuses. Atraviesan la ciudad desierta: la gente no se atreve a salir. Unos pocos mirones, al ver pasar el cortejo, hacen la V de la victoria. En el autobús, Eduard da una entrevista a un periodista irlandés. No hemos ganado, dice, pero su pueblo levanta la cabeza.
«¿Os gustan las palabras guerra civil»?, escribía quince años antes en Diario de un fracasado. «A mí mucho.»
Eran unos centenares al abandonar la Casa Blanca y son unos cuantos miles los que llegan a la colina de Ostánkino. Pero apenas un hombre de cada diez está armado, y unos escuadrones OMON les esperan a pie firme. En cuanto llegan los autobuses, abren fuego y cargan con las porras al aire. Avanzan, golpean y disparan al mismo tiempo, es una masacre. Eduard, que por suerte se encuentra un poco al costado de la carga policial, se tira al suelo. Otro cuerpo se abate sobre el suyo. Es el periodista irlandés. No se mueve. Un hilo de sangre fluye de su boca. Eduard le palpa, le escruta el ojo vidrioso, le toma el pulso. Está muerto. Soy la última persona que ha filmado, piensa fugazmente Eduard: ¿alguien verá algún día esta cinta?
Las metralletas crepitan a su alrededor. Se levanta, vacila bajo el impacto de una bala, se lleva la mano al hombro. El joven Rabko consigue ponerle a cubierto, debajo de los árboles del parque. Le rasga la camisa para vendarle la herida. Sangra mucho pero no es profunda, y además en el hombro: en las películas, al héroe siempre le hieren en el hombro. El combate prosigue a unos cientos de metros, resuenan la metralla y los gritos. Después se restablece la calma. Cae la noche. Los OMON desalojan a los manifestantes refugiados en el parque, se los llevan sin miramientos, pero Eduard y Rabko escapan a la batida. Como los accesos están vigilados, pasan toda la noche escondidos entre los matorrales, muertos de frío, y Eduard se repite que la próxima vez tendrá que ser él quien tome las riendas, no unos generales parlanchines y cobardicas que le tachan de intelectual.
Al alba, Rabko y él se arriesgan a salir del parque, llegan hasta una estación de metro, se enteran de que los blindados rodean la Casa Blanca. Unos horas antes creían que la victoria estaba al alcance de la mano, ahora está claro que no hay nada que hacer. Las letanías ortodoxas y los cantos patrióticos redoblan su ardor durante el asalto. El general Rutskói repite que se va a suicidar, como Hitler en su búnker; de hecho se rendirá, pero sólo por la tarde: el tiempo necesario para que maten a ciento cincuenta personas que aún seguirían en el mundo si él no hubiese soltado tantas fanfarronadas. El tiroteo dura todo el día: delante de la Casa Blanca, donde se han agolpado miles de espectadores que siguen el asalto como un acontecimiento deportivo; dentro del edificio, donde los OMON, en cuanto logran entrar, persiguen a los sitiados por los pasillos, los despachos, los lavabos. En el mejor de los casos les muelen a golpes, en el peor los matan. Chapotean en la sangre. Entre los centenares de muertos y los miles de heridos oficialmente identificados hay insurgentes pero también iluminados, transeúntes, viejos, niños curiosos: muchos niños. Temiendo una ola de detenciones en los medios nacionalistas, Eduard y Rabko se marchan al campo.
Toman el tren a Tver, a trescientos kilómetros de Moscú, donde vive la madre de Rabko, y pasan allí dos semanas viendo la televisión, encerrados en el pisito. La versión oficial de los sucesos, impuesta a los medios de comunicación durante la crisis, tiene fisuras. La democracia quizá se haya salvado, pero ya sólo se habla de ella entre comillas. Comparan lo que acaba de pasar con la comuna de París, con la salvedad de que los fascistas desempeñan aquí el papel de los comuneros y los demócratas el de los versalleses. Nadie sabe ya quiénes son los buenos y los malos, quiénes los progresistas y quiénes los reaccionarios. En un momento dado, un periodista interroga a Andréi Siniavski, al que hemos visto enternecerse hasta las lágrimas cuando Natasha cantaba El pañuelo azul en su casa de intelectual emigrado en Fontenay-aux-Roses. Y Siniavski, disidente histórico, demócrata de corazón, hombre honesto y recto, tampoco esta vez está muy lejos de llorar, pero de cólera y desesperación. Dice: «Ahora lo terrible es que creo que la verdad está del lado de las personas a las que siempre he considerado mis enemigos.»