Para justificar la colectivización, la hambruna, las purgas y, en general, la tendencia a considerar que los «enemigos del pueblo» eran el pueblo mismo, a los bolcheviques les gustaba decir que no se tala un árbol sin que vuelen astillas, versión rusa de nuestro refrán de que no se hace una tortilla sin cascar huevos. El mercado ha sustituido a la dictadura del proletariado como horizonte del porvenir radiante, pero el refrán constriñe por igual a los artífices de la «terapia de choque y a los que están lo bastante cerca del poder para llevarse su parte de la tortilla. La diferencia con los tiempos de los bolcheviques es que los que se ven como huevos cascados protestan porque ya no temen que les manden a Siberia. Se ve desfilar por Moscú a procesiones heterogéneas de jubilados reducidos a la mendicidad, militares que ya no cobran su salario, nacionalistas enloquecidos por la liquidación del imperio, comunistas que lloran la época de la igualdad en la pobreza, personas desorientadas porque ya no comprenden nada de la historia: ¿cómo saber, en efecto, dónde está el bien y el mal, quiénes son los héroes y quiénes los traidores, cuando todos los años se sigue celebrando la fiesta de la Revolución y al mismo tiempo se repite que aquella revolución fue a la vez un crimen y una catástrofe?
Cuando está en Moscú, Eduard no se pierde ninguna de esas manifestaciones. Reconocido por gente que lee sus artículos en Dien, muchas veces le felicitan, le abrazan, le bendicen: con hombres como él, Rusia no está perdida. Una vez, invitado por su camarada Alksnis, sube a la tribuna donde se suceden los dirigentes de la oposición y empuña el megáfono. Dice que los pretendidos «demócratas» son oportunistas que han traicionado la sangre vertida por sus padres durante la Gran Guerra Patriótica. Que en un año de supuesta «democracia», el pueblo ha sufrido más que en setenta años de comunismo. Que la cólera ruge y que hay que prepararse para la guerra civil. No es un discurso muy distinto de los de sus vecinos de tribuna, pero la multitud, una multitud inmensa aplaude cada frase. Las palabras le vienen espontáneamente, expresando lo que todos sienten. Le llegan oleadas de aprobación, de gratitud, de amor. Soñaba con esto, pobre y desesperado en su habitación del Hotel Embassy de Nueva York, y su sueño se ha cumplido. Se siente bien, como en la guerra de los Balcanes. Sereno, poderoso, sostenido por los suyos: en su sitio.
«Busco una banda»: es el título de uno de sus artículos. No ha formado de inmediato la suya, primero ha intentado unirse a otras. Supongo que el nombre de Vladímir Zhirinovski le suena vagamente al lector francés. Le presentaban y todavía le presentan, porque sigue allí, como el Le Pen ruso, y no es inexacto. Tiene la facundia de Le Pen, su insolencia, su lenguaje directo. Sin duda está más loco, pero bueno: es ruso. He dicho unas palabras de Alksnis, que es un personaje pintoresco de segunda fila. Tengo la impresión de que sólo yo, porque soy el que escribe este libro y me sumerjo en aquella época, sé quiénes son los demás: Ziugánov, Anpílov, Makashov, Projánov. Al releer las notas que tomé sobre sus trayectorias tortuosas, sus ideas simples, sus programas imprecisos, sus alianzas efímeras y sus escisiones envenenadas, me siento un poco en la posición de un historiador ruso que intentara explicar a sus compatriotas qué matices separan a Roland Gaucher de Bruno Mégret en la extrema derecha francesa. Hay que decir que Limónov, por su parte, no retrocede nunca ante este tipo de pedagogía. Me he reído a menudo al descubrir en artículos destinados a leerse en las más remotas provincias rusas, explicaciones sobre JannEdern Alliè, Patric Bésson, Alènne dé Bénoua o el Kanar annchéné. Vale. Ésta es la marisma de comunistas nostálgicos y nacionalistas furibundos que él frecuenta en Moscú, queriendo convencerse de que allí se generan las fuerzas vivas del país. Y en el curso de un banquete organizado por el general Projánov, redactor jefe de Dien, conoce a Alexandr Duguin.
Esa noche, Eduard está triste. No es para menos: acaba de enterarse de que han encontrado en el maletero de un coche el torso aserrado de un amigo suyo y, al lado, su cabeza medio carbonizada. Conoció a este amigo, el jefe de batallón Kostíenko, en Transnistria, cuando hacía un reportaje para Dien.
Pasemos deprisa por la república moldava de Transnistria: es el mismo escenario que las diversas repúblicas serbias de la ex Yugoslavia. Moldavia era un pedazo de Rumanía oriental anexionado por la Unión Soviética. Los moldavos son tan míseros que sueñan con volver a ser rumanos, que ya es decir. Cuando se desplomó la Unión Soviética declararon su independencia, con gran detrimento de los rusos establecidos en su territorio. Estos rusos, que eran una especie de colonos y ostentaban una posición dominante, se convirtieron en víctimas de las vejaciones y represalias del nuevo Estado, de mayoría rumana. A su vez, crearon una república autónoma (Transnistria, justamente) y tomaron las armas para defenderla. Eduard, que simpatiza sin reservas con su causa y no quiere perderse ninguna de las guerras que estallan una tras otra en los escombros del imperio, adoraba su estancia allá. Participó en una expedición punitiva contra los rumanos, atravesó una manzana de casas en ruinas bajo las balas de un francotirador, corrió por campos sembrados de minas. Sobre todo, conoció al jefe de batallón Kostíenko, cuya historia cuenta ahora a su vecino de mesa, un barbudo al que le han presentado y que se llama Alexandr Duguin.
Ex comandante de una unidad de paracaidistas en Afganistán, Kostíenko había abierto un garaje en Moldavia y se había convertido en el caos reinante en un señor de la guerra y dueño absoluto de su pequeña ciudad. Ucraniano como Eduard, pero nacido en Extremo Oriente, donde su padre estaba acuartelado, tenía cara de chino y una reputación de crueldad asiática. Le nimbaba un aura de pavor. Administraba justicia en su garaje, rodeado de guardaespaldas armados hasta los dientes y de una rubia con minifalda y gafas negras. Eduard le vio condenar a muerte a un hombre gordo y sudoroso, sospechoso de ser un traidor a sueldo de los rumanos. Eduard aprobó esta firmeza y su interlocutor, Duguin, también la aprueba.
Kostíenko y Eduard pasaron varias noches hablando. El jefe de batallón le contó su vida aventurera y predijo su fin próximo: sus enemigos le apresarían tarde o temprano, no tenía adónde huir, y de todos modos, ¿para qué? No vuelves a ser dueño de un garaje cuando has reinado sobre una ciudad. Duguin escucha, cada vez más interesado a medida que la historia adquiere un sesgo crepuscular. «Se confió a ti», le dice a Eduard, «porque esperaba morir. Para que quedase una huella de su destino oscuro y violento.» Eduard dice que sí, se ve como un Régis Debray de aquel Guevara de los confines, y está un poco sorprendido de que el otro sepa quién es Régis Debray.
De una manera general, Duguin parece saberlo todo. Es filósofo, autor de media docena de libros, a pesar de que sólo tiene treinta y cinco años, y es un auténtico placer conversar con él. Eduard y él se entienden con medias palabras, cuando uno empieza una frase el otro podría terminarla. Brindan solemnemente por la memoria de Kostíenko y, en la ronda siguiente, Duguin propone que brinden por la del barón Ungern von Sternberg. Eduard no tiene ninguna objeción, pero no sabe quién es. «¿No sabes quién es?» Duguin finge asombrarse; de hecho está contento, como nos alegramos de que alguien no haya leído todavía Guerra y paz. Se alegra también de que le toque hablar a él y dice que Kostíenko está bien, pero que tiene en reserva un super-Kostíenko, un vino de una cosecha tan buena que su éxito está garantizado.
En 1918, el barón Ungern von Sternberg, aristócrata letón, ferozmente antibolchevique, llevó a su división hasta Mongolia para combatir al lado de los ejércitos blancos. Allí se distinguió por su ascendiente sobre sus hombres, su valentía y su crueldad. Se proclamaba budista, de un budismo que incluía el gusto por las torturas más refinadas. Tenía un semblante demacrado, bigotes largos y finos y los ojos muy claros. Los jinetes mongoles le consideraban un ser sobrenatural, y hasta sus aliados blancos empezaron a tenerle miedo. Se alejó de ellos y se internó en las estepas al mando de su escuadrón que, aislado de todo, se convirtió en una secta de iluminados que sólo le obedecían a él. Embriagado de poder y violencia, acabó cayendo en manos de los rojos, que le ahorcaron. Yo resumo, pero Duguin no lo hace. Revive con un arte consumado esta figura comparable al Aguirre de Werner Herzog o al Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Es uno de sus grandes relatos de bravura, que destila tomándose su tiempo, espaciando los efectos, jugando con todos los matices de una voz de violonchelo. Porque este universitario, este hombre de despacho, de libros y de teoría, es también un cuentista oriental capaz de embrujar a su auditorio, y Eduard, que normalmente desprecia a los intelectuales, le escucha hechizado. Le encantaría que alguien, algún día, contase su vida así.
Los días siguientes no se separan, hablan hasta quedarse sin aliento. Duguin, sin complejos, se declara fascista, pero es un fascista como Eduard nunca ha conocido. Los que conocía bajo esta etiqueta o eran dandys parisinos que, habiendo leído un poco a Drieu La Rochelle, pensaban que ser fascista es elegante y decadente, o bestias como su anfitrión del banquete, el general Projánov, cuya conversación, compuesta de paranoia y chistes antisemitas, cuesta esfuerzo seguir. Eduard ignoraba que entre los cretinos fatuos y los cretinos porcinos existe una tercera categoría, una variedad de fascistas de los que yo, en mi juventud, conocí a algunos ejemplares: los fascistas intelectuales, chicos por lo general febriles, macilentos, a disgusto en su pellejo, sumamente cultivados, que frecuentan con sus grandes carteras pequeñas librerías esotéricas y desarrollan teorías nebulosas sobre los templarios, Eurasia o los rosacruces. A menudo acaban convirtiéndose al islamismo. Duguin pertenece a esta variedad, sólo que no es un muchacho enclenque y a disgusto consigo mismo, sino un ogro. Grande, barbudo, con el pelo largo, camina como un bailarín, con pasitos livianos, y tiene una curiosa manera de mantenerse en pie con una pierna mientras levanta la otra hacia atrás. Habla quince lenguas, lo ha leído todo, bebe a palo seco, se ríe abiertamente, es una montaña de ciencia y de encanto. Dios sabe que Eduard no admira fácilmente, pero admira a este hombre quince años más joven y se convierte en su discípulo.
Su pensamiento político era confuso, sumario. Bajo la influencia de Duguin, se vuelve todavía más confuso, pero un poco menos sumario. Lo adorna con referencias. Lejos de oponer el fascismo y el comunismo, Duguin los venera por igual. Acoge en el revoltijo de su panteón a Lenin, a Mussolini, a Hitler, a Leni Riefenstahl, a Maiakovski, a Julius Evola, a Jung, a Mishima, a Groddeck, a Jünger, al maestro Eckhart, a Andreas Baader, a Wagner, a Lao-Tsé, a Che Guevara, a Sri Aurobindo, a Rosa Luxemburgo, a Georges Dumézil y a Guy Debord. Si Eduard, para ver hasta dónde llega la cosa, propone que inviten también a Charles Manson, no hay problema, se apretujarán para hacerle un hueco. Los amigos de nuestros amigos son amigos nuestros. Rojos, blancos, pardos, da igual: lo único que importa, Nietzsche tiene razón, es el impulso vital. Bastante pronto, Eduard y Duguin concuerdan sobre el hecho de que sus camaradas de la oposición no vuelan alto. A Alksnis, a lo sumo, le tienen aprecio, pero a los demás… Descubren, sobre todo, que son complementarios. El pensador y el hombre de acción. El brahmán y el guerrero. Merlín el encantador y el rey Arturo. Van a hacer grandes cosas juntos.
¿Quién de los dos encontró el nombre del Partido Nacional Bolchevique? Más tarde, cuando se separen, los dos lo reivindicarán. Más tarde aún, cuando intenten convertirse en respetables, los dos atribuirán la idea al otro. Hasta entonces ambos están encantados. Les encanta el título que nadie discute que ha propuesto Eduard para su periódico futuro: Limonka, la granada. No la que se come, por supuesto: la que explota. Les encanta, por último, la bandera que ha dibujado sobre una mesa de cocina un pintor amigo suyo, manso como un cordero, especializado en los paisajes de Umbría y de la Toscana. La bandera, un círculo blanco sobre fondo rojo, recuerda la nazi, salvo que, en negro dentro del círculo blanco, en lugar de la cruz gamada están la hoz y el martillo.