2

En el enfrentamiento romano entre Gorbachov y Yeltsin, los franceses se inclinaron desde el principio por el primero, e incluso me parece sorprendente que le hayan sido tan fieles sentimentalmente. Yeltsin tenía fama —y no la perdió al final de su reino— de militarote brutal, poco pulido, que desde el golpe de agosto de 1991 desempeñaba un papel poco claro. Gorbachov era nuestro héroe, los malos habían querido derrocarle. Yeltsin había echado un cable a Gorbachov pero después no había parado de hundirle, por lo que no se sabía muy bien si era un hombre bueno o malo. Lo que decía rayaba en el populismo, algunos le veían incluso cara de dictador.

Mi madre era la única en Francia que, comulgando con la inmensa mayoría de rusos, hablaba de Gorbachov como de un apparatchik desbordado por las fuerzas que él mismo, sin quererlo, había activado, y de Yeltsin como del hombre que encarnaba la aspiración de su pueblo a la libertad. Formado por el comunismo, había tenido el valor de romper con él. Había seguido, al lado de Elena Bónner, el féretro de Sájarov. Era el primer presidente elegido que había conocido la historia de Rusia. Había defendido la Casa Blanca como La Fayette había tomado la Bastilla, declarado ilegal al partido que asfixiaba las conciencias y liquidado la Unión que aprisionaba a las naciones. En dos años se había convertido simplemente en un gran personaje histórico. Con el impulso adquirido, ¿conseguiría crear una democracia, una economía de mercado, una sociedad nueva en un país hasta entonces condenado al atraso y a la desdicha?

Consciente de su ignorancia en materia económica, Yeltsin se sacó del sombrero a un joven prodigio llamado Yegor Gaidar, una especie de Jacques Attali ruso y rechoncho, salido de la alta nomenklatura comunista y que profesaba una fe absoluta en el liberalismo. Ningún teórico de la escuela de Chicago, ningún consejero de Ronald Reagan o de Margaret Thatcher creía en las virtudes del mercado con tanto fervor como Yegor Gaidar. Rusia nunca había conocido nada que se asemeje de cerca o de lejos a un mercado y el desafío era gigantesco. Yeltsin y Gaidar pensaron que había que actuar rápido, muy rápido, adoptar medidas vigorosas para atajar la reacción que había acabado con todos los reformadores desde Pedro el Grande. La píldora que había que hacer tragar la bautizaron «terapia de choque», y fue de verdad todo un choque.

De entrada, liberaron los precios, lo que causó una inflación del 2600% y condujo al fracaso de la iniciativa, emprendida en paralelo, de «privatización mediante bonos». El 1 de septiembre de 1992 todos los ciudadanos rusos mayores de un año recibieron por correo bonos de diez mil rublos, correspondientes a la parte de cada uno en la economía nacional. La idea, al cabo de setenta años en que no existió teóricamente el derecho de trabajar para uno mismo, sino sólo para la colectividad, consistía en interesar a la gente y lograr de este modo que prosperasen las empresas, la propiedad privada: en suma, el mercado. Pero ay, cuando llegaron los bonos, a causa de la inflación, ya no valían nada. Los beneficiarios descubrieron que a lo sumo podían pagarse con ellos una botella de vodka. Así que los revendieron en bloque a listillos que les proponían, pongamos, el precio de una botella y media.

Esos avispados, que en unos meses se vieron convertidos en los reyes del petróleo, se llamaban Borís Berezovski, Vladímir Gusinski, Mijaíl Jodorkovski. Había otros, pero para ahorrar tiempo al lector, sólo le pido que recuerde estos tres nombres: Berezovski, Gusinski, Jodorkovski. Los tres cerditos, que, como en las compañías teatrales arruinadas, donde hay más papeles que actores para interpretarlos, encarnarán desde ahora en este libro a todos los denominados oligarcas. Eran hombres jóvenes, inteligentes, enérgicos, no deshonestos por vocación, pero habían crecido en un mundo en que estaba prohibido hacer negocios y ellos tenían dotes para hacerlos, y de la noche a la mañana les habían dicho: «Adelante.» Sin reglas del juego, sin leyes, sin sistema bancario, sin fiscalidad. Como decía, encantado, el joven pistolero de Yulián Semiónov: aquello era el Lejano Oeste.

Cada vez que volvías al cabo de dos o tres meses, como hacía Eduard entre dos escapadas por los Balcanes, la rapidez con que Moscú cambiaba era alucinante. Parecía eterna la grisura soviética y ahora, en las calles que habían ostentado los nombres de los grandes bolcheviques y que otra vez se llamaban como antes de la Revolución, los anuncios luminosos se superponían, tan apretados como en Las Vegas. Había embotellamientos y, al lado de los viejos Zhigulí, Mercedes negros con los cristales ahumados. No costaba encontrar todo lo que antaño atiborraba las maletas de los visitantes extranjeros para complacer a sus amigos rusos: vaqueros, discos compactos, cosméticos, papel higiénico. Apenas habían digerido la aparición de un McDonald’s en la plaza Pushkin, se abría al lado una discoteca de moda. Antes, los restaurantes eran inmensos, lúgubres. Jefes de comedor con aire de burócratas desabridos te traían cartas de quince páginas, y eligieras el plato que eligieras, ya no quedaba; de hecho sólo había uno, por lo general infecto. Ahora, las luces eran tamizadas, las camareras sonrientes y bonitas, servían buey de Kobe u ostras llegadas de Quiberon en el día. El personaje del «nuevo ruso» entraba en la mitología contemporánea, con sus bolsas de billetes de banco, sus harenes de chicas suntuosas, su brutalidad y su ordinariez. Un chiste de la época: dos hombres de negocios jóvenes se dan cuenta de que llevan el mismo traje. «Yo he pagado cinco mil dólares en la avenue Montaigne», dice uno. Y el otro, triunfal: «¿Ah, sí? A mí me ha costado diez mil.»

Por un millón de espabilados que gracias a la «terapia de choque» empezaron a enriquecerse frenéticamente, ciento cincuenta millones de remolones se hundieron en la miseria. Los precios seguían aumentando sin que subieran los sueldos. A un ex oficial del KGB como el padre de Limónov apenas le alcanzaba la pensión para comprarse un kilo de salchichón. Un oficial de un rango más alto, que había empezado su carrera en los servicios de información en Dresde, en Alemania del Este, una vez repatriado de emergencia porque ya no existía Alemania oriental, se encontró sin empleo ni alojamiento pagado, y tuvo que trabajar de taxista sin licencia en su ciudad natal, Leningrado, maldiciendo a los «nuevos rusos» con tanta crudeza como Limónov. Este oficial no es una abstracción estadística. Se llama Vladímir Putin, tiene cuarenta años, piensa como Limónov que el fin del imperio soviético es la catástrofe más grande del siglo XX y está llamado (entre otros) a desempeñar un papel nada desdeñable en la última parte de este libro.

De los sesenta y cinco años de esperanza de vida en 1987, el ruso varón pasó a cincuenta y ocho en 1993. El espectáculo de las tristes colas de espera delante de almacenes vacíos, tan típico de la era soviética, fue reemplazado por el de los viejecitos que recorren los pasajes subterráneos tratando de vender lo poco que poseen. Se vende todo lo vendible para sobrevivir. Si eres un pobre jubilado, es un kilo de pepinillos, la tapa de una tetera, números viejos de Krokodil, el lastimoso periódico «satírico» de los años de Brézhnev. Si eres un general, vendes tanques o aviones: algunos, sin el menor escrúpulo, han fundado con aparatos del ejército empresas privadas cuyos beneficios se embolsan. Si eres un juez, vendes veredictos. Si un policía, tolerancia. Si un funcionario, el tamponazo. Si un veterano de Afganistán, sus competencias de asesino. Contratar a un asesino a sueldo vale entre diez y quince mil dólares. En 1994 mataron a cincuenta banqueros en Moscú. De la banda de un tiburón como Semiónov apenas quedaba la mitad, y el propio Semiónov estaba en el cementerio.

Mi primo Paul Klébnikov llegó en aquel momento. Sus abuelos, al igual que los míos, habían huido de la Revolución de 1917, pero ellos se establecieron en Estados Unidos y Paul, por tanto, era tan americano como yo francés, pero hablaba mejor ruso. Tenía mi edad y a pesar de que nos separaba el Atlántico nos conocíamos desde la infancia. Yo le quería mucho. Mis hijos, por su parte, le adoraban. Era su modelo, la imagen que se puede hacer un niño de un gran reportero. Guapo, fuerte, de sonrisa franca y firme apretón de manos: Mel Gibson en El año en que vivimos peligrosamente. Trabajaba para la revista Forbes, que en 1994 le envió a Moscú para hacer una investigación sobre la criminalidad económica. Al llegar llenó su libreta de citas, pero varios de sus interlocutores habían muerto antes de que tuviese tiempo de conocerles. El tema le apasionó hasta tal punto que se quedó en la ciudad. Nombrado corresponsal permanente de Forbes, continuó su investigación, como gran periodista que era. En un libro suyo cuenta con detalle, a partir del caso de Borís Berezovski, cómo se amasaron bajo Yeltsin las más grandes fortunas rusas. Después le tocó morir a él, de una ráfaga de metralleta en la entrada de su inmueble, como Anna Politkóvskaia. Las pesquisas sobre su asesinato, al igual que en el caso de Politkóvskaia, no han dado fruto hasta la fecha.

Los grandes se mataban entre ellos a causa de consorcios industriales o yacimientos de materias primas; los pequeños por quioscos o puestos en el mercado, y el quiosco o puesto más humilde tenía que tener un «techo»: se llamaban así los innumerables servicios de seguridad, que eran más o menos empresas de extorsión, ya que te pegaban un tiro si te negabas a contratarlas. Los holdings de oligarcas como Gusinski o Berezovski daban empleo a auténticos ejércitos, al mando de altos cargos del KGB que habían sabido privatizar su talento. A una escala más artesanal, la mitad de las protecciones indispensables para hacer negocios se reclutaban dentro de las mafias de Georgia, Chechenia o Azerbaiyán, y la otra mitad en la policía, convertida en otra mafia.

Conozco una buena historia a este respecto. El héroe es mi amigo Jean-Michel, un francés que tras la muerte de su mujer en el avión de la TWA que se estrelló en 1995, se fue a Moscú para rehacer su vida como quien se alista en la Legión Extranjera. Allí abrió restaurantes, bares, discotecas que son de hecho burdeles para nuevos rusos y expatriados ricos. Moralmente que se piense lo que se quiera, pero construir un imperio semejante partiendo de cero, sin hablar casi ruso, en una época en que por un quítame allá estas pajas te encontraban en el fondo del Moscova con los pies hundidos en cemento, requiere unos nervios que hasta podría envidiar nuestro exigente Eduard. Haría falta un Scorsese para ilustrar esta aventura. No es lo que me propongo hacer, sino sólo contar esto: una noche, tropas de élite en traje de combate, con la cara cubierta por un pasamontañas, invadieron uno de los clubs de Jean-Michel, aterrorizaron a las chicas, al personal y a los clientes, a los que obligaron a tumbarse en el suelo bajo la amenaza de sus kaláshnikovs. Creada la atmósfera, el jefe se quitó la capucha, se sentó, ordenó que sirvieran bebidas y explicó tranquilamente a Jean-Michel que su «techo» no era fiable, que tenía que cambiarlo. En adelante, la policía —porque aquel comando era de la policía— se encargaría de todo. Sería un poco más caro, pero más seguro, y la transferencia de autoridad resultaría indolora. El jefe se ocupaba de explicar la situación a los protectores anteriores y garantizaba que no habría líos. Al marcharse, regaló a Jean-Michel un CD del grupo de rock formado por algunos de sus chicos. Cumplió todo lo que había prometido. Jean-Michel sólo tuvo que contratar su nuevo techo y para divertir a sus amigos les pone el CD de los policías. Tuvo suerte: en muchos casos, este tipo de incidente degeneraba en una matanza de San Valentín.

Antes de morir, no hace mucho, el ex primer ministro Yegor Gaidar confesó a un periodista: «Tiene usted que comprender que no elegimos entre una transición ideal hacia la economía de mercado y una transición criminalizada. La elección era entre una transición criminalizada y la guerra civil.»