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Los últimos meses de su vida, Sájarov, extenuado, no cesaba de repetir a Gorbachov: «La elección es simple, Mijaíl Serguéievich. O va con los demócratas, que usted sabe que tienen razón, o va con los conservadores, que usted sabe que no solamente se equivocan, sino que además le traicionarán. No sirve de nada contemporizar.» «Sí, sí, Andréi Dmítrievich», suspiraba Gorbachov, un poco molesto y digiriendo mal que los sondeos señalen a Sájarov como el hombre más popular del país. «Todo esto está muy bien, pero el problema, entretanto, es reformar el Partido.» «En absoluto», respondía con su voz clara Andréi Dmítrievich. «El problema no es reformar el Partido, sino liquidarlo. Es la primera condición para tener una vida política normal.»

Cuando le decían este tipo de cosas, Gorbachov ya no escuchaba. El Partido, de todos modos… Reincidía en sus tergiversaciones de político que trata de contentar a todo el mundo, un día se creía el Papa y al siguiente Lutero, y el resultado era que le detestaban por igual los demócratas y los conservadores.

Las referencias políticas que se usan en Francia se transponen bastante mal en Rusia, derecha e izquierda no quieren decir allí gran cosa, pero estas palabras no me parecen demasiado inadecuadas. Los demócratas, en definitiva, querían la democracia y los conservadores conservar el poder. Los primeros, habitantes de ciudades, más bien jóvenes, más bien intelectuales, al principio adoraban a Gorbachov pero estaban decepcionados porque ya no se atrevía a avanzar. En el desfile del 1 de mayo de 1990, en la Plaza Roja, llegaron a abuchearle. Para entonces ya estaba permitido, y es turbador pensar que el hombre a quien su pueblo debía, a pesar de todo, la apertura del cerrojo, tuviera que recibir los insultos que en otro tiempo soñaban con dirigir a Brézhnev y su camarilla: ¡el partido a la basura, y Gorbachov con él!

Sin embargo, los más temibles no eran estos descontentos. En el entierro de Sájarov, cuando un joven había comparado al difunto con Obi-Wan Kenobi y a Gorbachov con un Jedi patoso, el periodista le preguntó quién encarnaba a Darth Vader, y el joven había respondido que por desgracia no faltaban candidatos. De hecho, en el Politburó y en el complejo militarindustrial era difícil elegir entre los hard-liners, como llaman los anglosajones a los conservadores cuando realmente no bromean. Pero estos últimos eran, de acuerdo con la gran tradición soviética, tan grises y sin carisma que garantizaron el éxito mediático de un segundo espada hoy día muy olvidado: el coronel Víktor Alksnis.

Eduard le conoció durante una breve estancia en Moscú, en un estudio de televisión. Les habían invitado a ambos para desempeñar, frente a demócratas, antiguos disidentes y personas de Memorial, el papel de los anti-Gorbachov en funciones. Vestido de cuero negro, con un rictus feroz, Alksnis tenía aspecto de un actor poco dotado que estudia a fondo su audición para un papel de malo en el que arroja a sus enemigos al foso de los cocodrilos. Representante en el Parlamento de los militares soviéticos con base en Letonia, denunciaba a los separatistas bálticos, preconizaba la ley marcial y hacía un llamamiento a la unión sagrada de los «marxistas-leninistas, estalinianos, neofascistas, ortodoxos, monárquicos y paganos» para salvar al país de la desintegración a la que le abocaban personas que no lo amaban y querían someterlo al dominio extranjero. Conociendo como empezamos a conocer el discernimiento político de nuestro héroe, no es de extrañar que Alksnis y él hicieran tan buenas migas. Después del programa, «el coronel negro», como le llamaban, presentó a Eduard a sus camaradas de armas, cuyos nombres ahorro al lector y a los que bastará con describir como una atractiva y pequeña banda de militares y de chequistas, lectores de Mein Kampf y de Los protocolos de los sabios de Sión, editores de octavillas ultranacionalistas como Dien («El día»), que se autoproclamaba el «periódico de la oposición espiritual», al que los demócratas apodaban «el ruiseñor del estado mayor» y en el que Eduard se inició como periodista ruso. Cuando volvió a París, Alksnis y él mantuvieron el contacto, se telefoneaban, se enviaban faxes, se animaban mutuamente ante la perspectiva de un golpe de Estado que parecía inminente.

Cada vez más acorralado, Gorbachov estaba siempre, es preciso decirlo, cada vez más ciego. En enero de 1991, aprovechando que el mundo entero seguía por la televisión la primera guerra del Golfo, los carros rusos entraron en Vilnius y, al encontrar resistencia, se retiraron dejando en la calle una quincena de muertos. Ese «domingo negro» acabó desacreditando a Gorbachov ante los demócratas: después de esto, ¿quién quería seguir hablando de socialismo con rostro humano? Para disculparse, tanto de la tentativa como de su fracaso, fingió que no estaba enterado, y todos se preguntaron qué era lo peor: que mintiese o que fuera totalmente ajeno al asunto. El ejército multiplicaba sin informarle los movimientos de tropas y los incidentes fronterizos, preferentemente durante cumbres internacionales para ponerle en una situación incómoda ante su querida opinión occidental, pero curiosamente no parecía sentirse incómodo. Al contrario, sonreía cada vez más en las fotos. El secretario general del partido, con un mandato otorgado por el mismo, tachaba con desdén de «presunto demócrata» a Borís Yeltsin, que acababa de ser nombrado presidente de Rusia por sufragio universal: lo cual engrandecía aún más a Yeltsin, pero Gorbachov no parecía darse cuenta. El fiel Shevardnadze dimitía de su cargo de ministro de Asuntos Exteriores y declaraba públicamente que se estaba implantando la dictadura, pero Gorbachov hacía caso omiso de la advertencia. El todavía fiel Yákovlev no dimitía, pero cada vez que se despedía de un periodista le decía: «Adiós, hasta la próxima…, bueno, si es que no estoy en Siberia.» Con la energía de la desesperación, trataba de poner a su jefe en guardia contra la sedición cada vez más abierta del Politburó, pero Gorbachov se encogía de hombros y respondía: «No pasa nada, usted siempre exagera, les conozco bien, son buenos chicos, un poco testarudos. Todo está controlado.»

Con esta disposición confiada parte a disfrutar de unas vacaciones bien merecidas en la villa fastuosa que se ha hecho construir en Crimea. Y es allí donde de repente le cortan el teléfono, le aíslan, rodean el perímetro. Durante este tiempo, el puñado de generales —cuyo nombre esta vez cito, porque a pesar de todo formaron parte de la historia: Kriuchkov, Yázov, Pugo e Yanáiev— declara el estado de emergencia y al instante comienza a no dar pie con bola, entregando el poder al más lastimoso de ellos, el vicepresidente Yanáiev. El desventurado pasará los cuatro días siguientes en tal estado de pánico que tendrán que sacarle por la fuerza del despacho donde se ha enclaustrado para que dé una conferencia de prensa televisada. No obstante la tentativa a la antigua de aherrojar a los medios de comunicación, se le verá con las manos temblorosas, la mirada perdida, presentado como triunfador y sin embargo ya vencido. Esta impresión de farsa es el elemento más extraño en el golpe de agosto de 1991. Se debe a la personalidad de los conjurados, que eran mediocres y sobre todo borrachos. Se embriagaron enseguida. No de poder, no: de alcohol. Borrachos como una cuba. Mamados hasta las patas. Y muy pronto, cuando a consecuencia de la bebida aparecía la tristeza, intuyeron que aquello no iba a funcionar, que estaban haciendo una gran gilipollez, pero ya no podían volverse atrás. La alerta había sonado, los carros entraban en Moscú, había que seguir adelante, pero los ánimos no les acompañaban. Habrían preferido acostarse con una aspirina y un tarro de pepinillos, taparse la cabeza con la manta y aguardar a que escampase.

Por el momento, sin embargo, los demócratas creyeron algo en lo que habían dejado de creer desde hacía unos años: que tras un segundo deshielo la banquisa volvía a formarse, que había sido una locura confiar y no haber huido mientras aún era posible. El golpe podría haber triunfado. Todo dependía del ejército. Los jóvenes reclutas que recibieron la orden de avanzar hacia Moscú tenían un miedo atroz de hacer lo que sus padres habían hecho en Praga en 1968, y necesitaron valor para obedecer, más que a sus jefes, a Yeltsin, que les presionaba para que se mantuvieran al lado de la ley y el Estado.

Con un sentido excepcional del simbolismo, Yeltsin organizó la resistencia desde la sede del Parlamento, al que en Moscú llaman la Casa Blanca, y durante esos días históricos hubo para el mundo entero otra Casa Blanca que la de Washington. La de Moscú se convirtió en el teatro del combate de Rusia por la democracia. La imaginería gloriosa de agosto de 1991, digna del juramento del Jeu de Paume o de Bonaparte en el puente de Arcole, es la figura de Yeltsin encaramado a un carro delante del Parlamento. Es la de Rostropóvich que corre a montar guardia en la puerta del despacho de Yeltsin en la Casa Blanca. Es la estampa de las multitudes moscovitas que acuden a defenderla, levantan barricadas y forman con sus cuerpos una muralla de la libertad. Son los carros que dan marcha atrás, las chicas que abrazan a los soldados e introducen flores en el cañón de sus fusiles. Es el inmenso suspiro de alivio del cuarto día, porque la pesadilla no se ha cumplido y van a seguir viviendo en libertad.

Los jóvenes de las ciudades, los que hacían referencia a La guerra de las galaxias para contar la historia de su país, veinte años más tarde recuerdan agosto de 1991 como uno de los momentos más intensos de su vida, una película de miedo absolutamente escalofriante y que terminaba en una explosión de entusiasmo. La URSS vuelve: qué mal flipe. La URSS se hunde en el ridículo: qué rollo más divertido. Porque también es hermoso, hermoso y justo, que los herederos de setenta años de opresión caigan no en un crepúsculo de los dioses wagneriano, sino en el ridículo. Son títeres que definitivamente ya no asustan. Que en todo el mundo sólo han sido apoyados por Castro, Gadafi y Sadam Husein, los únicos fugitivos del círculo de los poetas muertos, pero también por nuestro presidente Mitterrand, el príncipe de las mentes sutiles, que llevaba el maquiavelismo hasta la estupidez y que, cuando le reprocharon su felicitación tan apresurada a los que creyó que eran los nuevos amos de la URSS, respondió con altivez que habría que juzgarlos por sus actos, como si un golpe de Estado no fuese un acto, y significativo.

La continuación de la historia es que Gorbachov vuelve de Crimea absurdamente bronceado, sin haber comprendido nada de lo que ha ocurrido y reteniendo sólo de todo el asunto los contratiempos que él y su familia han sufrido, aislados del mundo en su villa de jeque del petróleo. Tres de los golpistas se suicidan, y menos mal que queda Eduard para llorarles, porque, se piense lo que se piense de sus elecciones, él, por lo menos, es fiel y honra a los vencidos. El 23 de agosto, las televisiones de todo el planeta retransmiten el prodigioso momento teatral: la sesión parlamentaria en la que Yeltsin, después de haber obligado a Gorbachov a leer, con voz insegura, las actas del consejo durante el cual los ministros que él nombró deciden traicionarle, se inclina hacia él con un aire glotón:

—Ah, y a todo esto, se me olvidaba, hay que firmar este pequeño decreto…

—¿Pequeño decreto? —dice Gorbachov, alarmado.

—Sí, el que suspende las actividades del Partido Comunista ruso.

—¿Qué? ¿Cómo? —farfulla Gorbachov—. Pero si no lo he leído… no lo hemos debatido…

—No tiene importancia —dice Yeltsin—. Vamos, firme, Mijaíl Serguéievich.

Y Gorbachov firma.

Inmediatamente después se produce el derribo de la estatua de Dzerzhinski en la plaza de la Lubianka, sede del KGB. Sigue la sustitución de la bandera roja por la bandera tricolor del gobierno provisional de 1917. Y sobre todo, unos meses más tarde, tiene lugar otra borrachera histórica, la que reunió en secreto, en un pabellón de caza del bosque de Bieloviéjskaia, al presidente ruso Yeltsin, al presidente ucraniano Kravchuk y al presidente bielorruso Shushkiévich. Yeltsin ha abandonado Moscú sin decir a Gorbachov nada de lo que pensaba hacer, no han preparado nada, ninguno de los tres conspiradores tiene la menor idea de lo que son una federación o una confederación. Lo único que se repiten, en la sauna, soplando buenas dosis de vodka, es que sus tres repúblicas crearon la Unión en 1922 y que ello les da derecho a disolverlas. Yeltsin está tan borracho que los otros dos tienen que llevarle a la cama y, justo antes de desplomarse, llama a George Bush (padre) para darle la primicia: «George, nos hemos puesto de acuerdo con los compañeros. La Unión Soviética ya no existe.» Para que la humillación sea completa, el cometido de informar a Gorbachov recae en el más insignificante de la troika, Shushkiévich, quien asegura que Gorbachov, espantado, le habría respondido: «¿Y qué pasa conmigo?»

¿Qué será de él? Se convertirá en un jubilado opulento al que dejarán una dacha, una fundación, el derecho a dar conferencias sustanciosamente remuneradas hasta el fin de sus días. Para un zar destronado, y teniendo en cuenta las usanzas rusas desde la Edad Media, es un destino extraordinariamente generoso.