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Paweł Pawlikowski es un cineasta inglés de origen polaco con el que comparto muchas curiosidades y con cuyo camino me he cruzado varias veces al escribir este libro. Dedicó un documental conmovedor a Vénichka Yeroféiev, el autor de La bella de Moscú, el héroe del underground brezhneviano al que, en los últimos meses de su vida, le descubrías miserable, alcohólico, carcomido por el cáncer y engullido por un abandono que Limónov probablemente juzgaría sin misericordia, pero que a mí me bañó los ojos de lágrimas. En 1992, a Paweł le inquietaba la retórica, tan ardiente en Londres como en París, que presentaba a los serbios como los herederos de los nazis. Al igual que los míos, sus amigos periodistas, escritores, cineastas, se acuartelaban en la Sarajevo sitiada, y le entraron ganas de ir a ver lo que se pensaba en el otro bando.

Acabó filmando a músicos que, delante de los vivaques de soldados, cantaban acompañándose con la zanfoña melopeas casi tan venerables como nuestra Chanson de Roland, donde se habla de la derrota en la tierra y la victoria en el cielo, y de incendiar las casas de los turcos. Paweł siguió el eco de estas canciones en bodas campesinas y en rondas de escolares, pero escolares armados con kaláshnikovs. Sustituían los nombres de los valientes de hace seis siglos por el de los valientes actuales: Radovan (Karadžić) y Ratko (Mladić, el jefe militar de los serbios). Filmó un consejo de guerra donde se ve a Radovan y Ratko inclinados sobre mapas que señalan con rotulador, desplazando fronteras y con ellas poblaciones, e intentando ponerse de acuerdo sobre lo que se puede conceder y lo que no se debe a ningún precio: exactamente el ejercicio que dejó extenuados a ejércitos de diplomáticos en Lisboa, en Ginebra, en Dayton, sólo que aquí están en su casa y es algo realmente fascinante observar. Y filmó Pale, la estación de deportes de invierno que, construida en 1980 para los Juegos Olímpicos de Sarajevo, servía de capital a la «República Serbia de Bosnia»: una especie de Vichy balcánico con chalés y pistas de bobsleigh en lugar de termas.

En Pale, en el comedor de oficiales, se fijó en un hombrecillo de gruesas gafas, con el pelo a cepillo, que llevaba encima de su chaquetón de cuero un capote del ejército federal y, sin formar parte de ellos, parecía hacer buenas migas con un grupo de chetniks especialmente disuasorios. La pistola 7.65 que le chocaba contra el muslo producía en él, pensó Paweł, el efecto de un disfraz. Lo lucía como los turistas lucen en Tahití los collares de flores que te ofrecen a modo de bienvenida al descender del avión.

Había un equipo de Antenne 2 almorzando. Al oírles hablar en francés, el tipo se dirigió hacia ellos. Se presentó de la forma directa que es habitual en la guerra: Eduard Limónov, escritor, interesado por los puntos calientes del planeta. Presente en Vukovar en diciembre, en Transnistria en julio. «Una especie de Bernard-Henri Lévy», añadió con una risita, «pero no totalmente de la misma opinión.» Los miembros de Antenne 2 le miraron, primero perplejos y después asqueados. «¿Cree usted que es normal que los periodistas vayan armados?», preguntó uno. Otro le tachó directamente de cabrón. El ruso no debía de esperarse esta reacción, pero no se arrugó. «Podría matarles», dijo y, señalando a los chetniks: «Sería un fastidio para mis amigos, pero creo que me cubrirían. Permítanme decirles únicamente que no soy periodista. Soy un soldado. Un grupo de intelectuales musulmanes persigue ferozmente el sueño de instaurar aquí un Estado musulmán, los serbios no lo quieren, yo soy amigo de los serbios y a ustedes les mando a la mierda con esa neutralidad que siempre es pura cobardía. Buen provecho.»

Dicho esto, giró sobre sus talones y se reunió con los chetniks de la mesa. La comida continuó en un silencio sepulcral. Al salir del comedor, el ingeniero de sonido le dijo a Paweł que él sabía quién era el tal Limónov. Había leído un libro suyo. Un libro magnífico, por otra parte, donde contaba sus años de privaciones en Nueva York y que se dejaba dar por el culo por negros. Paweł soltó una carcajada: «¿Que los negros le daban por el culo? ¿Tú crees que lo sabrán sus amigos chetniks

En el otro bando había escritores extranjeros a punta de pala. En éste era mucho más raro. A Paweł se le ocurrió la idea de preguntarle al enculado ruso si aceptaría entrevistar a Karadžić para su película. Este artificio le servía porque no quería ni voz en off ni micrófono abierto, ninguna de las plagas del documental perezoso. De este modo, en Serbian Epics, una producción de la BBC que posteriormente cosechó muchos premios y tuvo una amplia difusión, se ve «al famoso escritor ruso Eduard Limónov» entrevistarse con el doctor Radovan Karadžić, psiquiatra y poeta, líder de los serbios bosnios». La escena tiene lugar en los altos desde donde las baterías serbias machacan Sarajevo, que situado en el fondo de una cuba ofrece una diana ideal. Casi continuamente se oyen estruendos de morteros. Unos soldados rodean a los dos hombres. De elevada estatura, vestido con un amplio abrigo, la pelambrera blanquinegra agitada por el viento como el follaje de una encina, Karadžić impone, y lamento decir que Limónov, endeble a su lado, con una chaquetilla de cuero negro, da la impresión de un pálido maleante de barrio que trata de quedar bien con su padrino. Sacude la cabeza respetuosamente cuando Karadžić le explica que él y los suyos no son agresores, sino que solamente quieren recuperar las tierras que les pertenecen desde siempre. Con una sinceridad que no despierta ninguna duda, pero que no le impide tener un aspecto de chusquero, Eduard responde, en nombre de sus compatriotas rusos y de todos los hombres libres del mundo, que admira el heroísmo de que han dado prueba los serbios al tener a raya heroicamente a quince países coaligados contra ellos. Después, entre poetas, hablan de poesía. Karadžić, pensativo, recita algunos versos de una oda que compuso hace veinte años y que describe Sarajevo entregada a las llamas. Sigue un momento de silencio, cargado de esas cosas misteriosas que son las premoniciones, y que se interrumpe cuando llaman al presidente por teléfono. Es su mujer. Se aísla para hablar con ella en la carcasa medio calcinada de una cabina del teleférico donde han instalado al aparato de campaña. Dice «sí, sí», se le nota irritado. Durante ese tiempo, un soldado juega con un perrito (describo los planos de la filmación) y Limónov, al que han dejado solo, da vueltas alrededor de otro soldado que se dedica a engrasar su metralleta. Al verle fascinado, y sin duda deseoso de agradar a un invitado importante, el soldado le propone probar, si le apetece. Eduard se pone detrás de la ametralladora, como un niño. Obedece dócilmente cuando el soldado le muestra la posición adecuada. Por último, siempre como un niño al que animan las risas y las palmadas en la espalda de los adultos, pierde toda inhibición y acaba —tata-ta-ta-ta— vaciando el cargador en dirección a la ciudad sitiada.

No vi el documental cuando lo emitieron en la televisión francesa, pero enseguida circuló el rumor de que mostraba a Limónov matando a transeúntes en las calles de Sarajevo. Quince años después, cuando se le interroga al respecto, se encoge de hombros y dice que transeúntes no: disparaba hacia la ciudad, sí, pero apuntando al vacío o al cielo.

Observadas con atención, las imágenes le dan más bien la razón. Un plano general, al principio de la secuencia, indica que se desarrolla en alturas bastante alejadas, desde donde se lanzan morteros contra los edificios, y no más abajo, donde los francotiradores apuntan a los viandantes. Pero al plano en que Limónov se divierte con la ametralladora sucede otro de la ciudad súbitamente más cercana, y este cambio de escala presentado como un contracampo es un poco perverso. Queda en suspenso la cuestión de si a Limónov le hubiese turbado disparar de verdad contra personas y si lo hizo o no en otras circunstancias. Lo que está claro es que esas imágenes y los relatos que han circulado sobre ellas le hicieron pasar entre sus amigos parisinos del rango de aventurero de encanto al de casi criminal de guerra. También es seguro que cuando me puse en contacto con Paweł Pawlikowski y conseguí que me enviara un DVD, Serbian Epics me dejó tan frío que abandoné mi libro durante más de un año. No tanto porque en las imágenes se vea a mi héroe cometiendo un crimen —es cierto que no se ve nada de eso—, sino porque es ridículo. Un muchachito jugando a hombre duro en las barracas de feria. Es lo que, en su tipología de los iluminados a los que atrae la guerra, Jean Hatzfeld llama un mickey.

Circula otra historia desagradable sobre la estancia de Limónov en Sarajevo. En un restaurante de Pale llamado el KonTiki, Eduard participa en un banquete de oficiales que beben y brindan cómo húsares de Lérmontov. Un violinista sobre una tarima alegra a los comensales: es un prisionero musulmán. En un momento dado, a los serbios les parece divertido obligarle a acompañar uno de esos cantos chetniks que se oyen en la filmación de Paweł, y en el que se habla de prender fuego a las casas de los turcos. Limónov —al menos él lo cuenta así— lo juzga de dudoso gusto y, para reconfortar al músico, se le acerca y le ofrece un vaso de rakija, el matarratas local. El otro responde secamente que su religión le prohíbe beber alcohol. Avergonzado por su metedura de pata, Limónov quiere batirse en retirada, pero un serbio que ha oído el diálogo lo remata con una estupidez: «¡Haz lo que dice mi amigo ruso! ¡Bebe! ¿Vas a beber, perro turco?»

Vemos la escena: es horrible.

El resto de la velada, Limónov siente encima el peso de la mirada del violinista. El hombre ha interpretado su metedura de pata bienintencionada como la voluntad deliberada de humillarle, y aunque en última instancia puede comprenderlo en el caso de los serbios, que son sus enemigos, y a los que trataría con la misma crueldad si los papeles se invirtieran, le parece mucho más imperdonable por parte de un extranjero. Eduard se siente tan mal que, más tarde, en el banquete, vuelve hacia el violinista para explicarse, justificarse, pero el otro le dice fríamente: «Te odio. ¿Comprendes? Te odio.» A lo que Eduard responde: «Vale. Tú estás preso, yo libre. No puedo pelear contigo, sólo me queda tragar. Has ganado.»

¿Qué pensar de esta historia? A primera vista, que debe de ser cierta, y cierta tal como la cuenta, ya que nada le obligaba a contarla. Pero es más complicado. De hecho, primero la contó un testigo, un fotógrafo húngaro, como un rasgo de crueldad innoble por parte de Limónov. La anécdota circula. Acabas encontrándola cuando buscas «Limónov» en Google. Por tanto, no tenía más remedio que dar su versión, y es posible que esta pifia, en la cual se ha injertado un horrible malentendido, sea lo más plausible que Limónov ha encontrado para encubrir una auténtica ignominia, cometida a impulsos de su buen humor chetnik y de la que, con razón, se avergüenza. Personalmente yo no lo creo, porque no creo que Eduard sea vil ni mentiroso, pero ¿quién sabe?