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En la primavera de 1992, cuando acabaron provisionalmente los combates entre serbios y croatas y se trasladaron a Bosnia, empezamos a sentirnos mejor, al menos en los medios que yo frecuentaba. Los serbios, fanatizados en Belgrado por el horrible presidente Milošević y, sobre el terreno, por el turbio Radovan Karadžić, eran claramente los malos de la película, mientras que los musulmanes de Bosnia, representados por un hombre de cierta edad, con un bello rostro de humanista, Alija Izetbegović, sufrían una odiosa agresión; esta palabra resultaba débil, pronto prefirieron la de genocidio. Aquellos musulmanes rubios y de ojos azules que escuchaban música clásica en pisos desbordantes de libros eran musulmanes ideales, soñábamos con tener otros parecidos en nuestro país, y en especial se les atribuía a ellos el mérito de la armoniosa sociedad multiétnica que había convertido a Sarajevo en el símbolo de la Europa como nos habría gustado que fuera siempre. Afanosos de defender esta Europa e inflamados por el recuerdo de la guerra de España, varias personas a mi alrededor empezaron a visitar regularmente Sarajevo sitiado, durmiendo sin poder lavarse en casas bombardeadas, recorriendo en zigzag, bajo el fuego de francotiradores, calles con las aceras reventadas, embriagados por el pensamiento de que quizá aquel día sería el último, y a menudo, si el lugar se prestaba, se enamoraban.

Retrospectivamente, me pregunto por qué me privé de algo tan novelesco y enriquecedor. Un poco por miedo: sin duda habría ido si no me hubiera enterado, en el momento en que me lo proponían, de que a Jean Hatzfeld acababan de amputarle una pierna después de haber recibido una ráfaga de kaláshnikov. Pero no quiero abrumarme: era también por circunspección. Desconfiaba, desconfío siempre de las uniones sagradas, aun reducidas al pequeño círculo que me rodea. En la misma medida en que me creo sinceramente incapaz de violencia gratuita, me imagino fácilmente, quizá demasiado bien, las razones o el concurso de circunstancias que en otras épocas podrían haberme empujado a la colaboración, el estalinismo o la revolución cultural. Tengo quizá una tendencia excesiva a preguntarme si entre los valores evidentes en mi medio, los que las personas de mi tiempo, de mi país, de mi clase social, creen insuperables, eternos y universales, no habrá algunos que algún día parecerán grotescos, escandalosos o simplemente erróneos. Cuando personas poco recomendables como Limónov o sus semejantes dicen que la ideología de los derechos humanos y la democracia es exactamente hoy día el equivalente del colonialismo católico —las mismas buenas intenciones, la misma buena fe, la misma certeza absoluta de que aportan a los salvajes la verdad, la belleza, el bien—, este argumento relativista no me entusiasma, pero no tengo nada sólido que oponerle. Y como en cuestiones políticas soy fácilmente de la opinión del último que ha hablado, prestaba un oído atento a las mentes sutiles que explicaban que Izetbegović, presentado como un apóstol de la tolerancia, era en realidad un musulmán fundamentalista rodeado de muyahidines, determinado a instaurar en Sarajevo una república islámica y muy interesado, al contrario que Milošević, en que el asedio y la guerra durasen el mayor tiempo posible. Que los serbios, en su historia, habían sufrido suficientemente el yugo otomano para que se comprenda que no tienen ganas de volver a padecerlo. Por último, que en todas las fotos publicadas por la prensa y que muestran a víctimas de los serbios, una de cada dos, si se miraba bien, era una víctima serbia. Yo sacudía la cabeza: sí, el asunto era más complicado.

A este respecto escuchaba a Bernard-Henri Lévy alzarse precisamente contra esta fórmula que, según él, justificaba todas las cobardías diplomáticas, todas las abdicaciones y todas las moratorias. Responder con estas palabras: «Es un asunto más complicado», a los que denuncian la limpieza étnica de Milošević y su camarilla, es exactamente igual que decir que sí, sin duda, los nazis exterminaron a los judíos europeos, pero visto de cerca es un tema más complicado. No, bramaba Bernard-Henri Lévy, no es más complicado, todo lo contrario, es trágicamente simple, y yo también sacudía la cabeza.

Recuerdo que por esa época había hojeado un librito que se titulaba, sin ambigüedad, Con los serbios, firmado conjuntamente por una decena de escritores franceses, Besson, Matzneff, Dutourd, mucha gente de L’Idiot, para reaccionar contra la demonización de todo un pueblo, «escogido como chivo expiatorio por los amos del nuevo orden mundial [entiéndase los norteamericanos] para consolidar su dominación terrorista». La empresa me había parecido valiente, a falta de otra cosa, porque los autores no sacaban ningún provecho de ella. Lo cual sé que no dice nada en favor de sus tesis. No se extrae ningún provecho de ser negacionista ni tampoco se extraía declarándose fascista en 1945, como hizo después de la ejecución de Robert Brasillach su cuñado, Maurice Bardèche, que se había mantenido más o menos tranquilo bajo la ocupación y podía confiar en escapar a la tormenta cuando llegase la liberación. Esta valentía no tiene nada que ver con la clarividencia, me parece idiota, pero es valentía, de todos modos. Como me costaba mucho abordar esta parte de mi libro y para protegerme multiplicaba lecturas, búsquedas y documentación, llegué hasta a releer este libelo y me produjo la misma impresión que quince años antes. En él se encuentra un fondo de la serbofilia tradicional francesa, que por otra parte era la de Mitterrand (Jean Dutourd: «¿Qué ganará Francia peleándose con viejos camaradas —los serbios—, en favor de gente con la que nada le une, los bosnios, los kosovares, y que no se lo agradecerá en absoluto?») y, para los jóvenes, sus argumentos se resumen así: he ido a Belgrado, las chicas son guapas, la slivóvitza corre a raudales, se canta hasta altas horas de la noche, la población no es en absoluto bárbara sino orgullosa, púdica, ofendida porque la mira mal todo el mundo, empezando por los franceses, a los que siempre han considerado amigos. De acuerdo, había pensado yo, pero la cuestión no es ésa, y puesto a dejarme impresionar, yo que no estaba allí, por el argumento: «yo estaba», me parece más convincente cuando viene de personas que estuvieron en el frente, en los dos bandos o en los tres, no sólo en la retaguardia de uno solo, y que no estuvieron allí unos días sino varios meses. En el fondo, los testigos de los que me fiaba y de los que pienso, al releerlos hoy, que tenía razón en fiarme de ellos, son los dos Jean: Rolin y Hatzfeld.

Creo que a ninguno de los dos les gustaría ocupar en estas páginas el papel de héroe positivo. Qué le vamos a hacer. Admiro su valentía, su talento y sobre todo el hecho de que, al igual que su modelo George Orwell, prefieren la verdad a lo que les gustaría que lo fuera. No más que Limónov, tampoco fingen ignorar que la guerra es algo excitante y que no vas a ella, cuando puedes elegir, por virtud, sino por gusto. Les gusta la adrenalina y el amasijo de chalados que se encuentran en todas las líneas del frente. Los sufrimientos de las víctimas les afectan, cualquiera que sea su bando, y hasta pueden comprender hasta cierto punto los móviles de los verdugos. Sienten curiosidad por la complejidad del mundo y si observan un hecho que milita en contra de su opinión, en lugar de ocultarlo lo ponen de relieve. Así, Jean Hatzfeld, que creía por un reflejo maniqueo que había caído en una emboscada de unos francotiradores serbios decididos a cazar a un periodista, al cabo de un año de hospital volvió a Sarajevo a investigar y la conclusión de sus averiguaciones fue que los tiros que le costaron la pierna procedían, mala suerte, de milicianos bosnios. Esta honestidad me impresiona tanto más cuanto que no desemboca en el «todo es igual» que constituye la tentación de las mentes sutiles. Porque llega un momento en que hay que elegir bando, y en todo caso el lugar desde donde se observarán los acontecimientos. Durante el sitio de Sarajevo, pasado un primer tiempo en que, de un golpe de acelerador y al precio de grandes pavores, se podía disparar desde los límites de un frente al otro, la elección consistía en seguirlo desde la ciudad sitiada o desde las posiciones del asedio. Incluso para hombres tan reacios como los dos Jean a sumarse al rebaño de las buenas almas, esta elección se imponía de un modo natural: cuando hay uno más débil y otro más fuerte, consideramos quizá una cuestión de honor dejar constancia de que el más débil no es todo blanco ni el más fuerte todo negro, pero nos ponemos al lado del primero. Vamos a donde caen los obuses, no al lugar desde donde los lanzan. Cuando la situación se invierte, hay desde luego un instante en que te sorprende experimentar, como Jean Rolin, «una satisfacción innegable en la idea de que por una vez eran los serbios los que recibían en las narices todo aquello». Pero ese instante no dura, la rueda gira y si eres esa clase de hombre, te ves abocado a denunciar la parcialidad del Tribunal Internacional de La Haya, que persigue sin desmayo a los criminales de guerra serbios mientras que abandona a sus homólogos croatas a la benevolencia previsible de sus propios tribunales. O incluso haces reportajes sobre la situación horrible que viven hoy los serbios derrotados en su enclave de Kosovo. Es una regla siniestra, pero rara vez desmentida, que se intercambian los papeles entre verdugos y víctimas. Hay que adaptarse deprisa, y no asquearse con facilidad, para mantenerse al lado de las segundas.