Volví de Rumanía trastornado y convencido de que la mejor manera de relatar mi perturbación era escribir la biografía de Philip K. Dick. La tarea me ocupó dos años, durante los cuales seguí desde bastante distancia lo que ocurría en el mundo, en especial en lo que se dio en llamar la ex Yugoslavia. Al principio, cuando sólo se trataba de los serbios y los croatas, eran para mí como los sildavos y los bordurios en Tintín: pueblerinos bigotudos que llevan turbante y chalecos bordados, y proclives, cuando han bebido, a descolgar sus fusiles para matarse unos a otros en nombre de querellas muy antiguas, como la posesión de un campo que los serbios, de un modo difícil de comprender para otros que no sean ellos, consideran el lugar más sagrado de su historia porque fue el teatro de su derrota más dolorosa. Parecía, de lejos, tan desalentador como Rumanía, había motivos para pensar que la euforia del año 1989 había decaído pero, a falta de una opinión bien informada, yo escuchaba las conversaciones sin intervenir en ellas.
La mayoría de mis amigos, siguiendo a Alain Finkielkraut, tomaban partido por la independencia de los croatas en nombre del derecho de los pueblos a decidir por sí mismos. El argumento parecía irrefutable en aquella época: cuando uno quiere irse se va, no se retiene a un país por la fuerza en la cárcel de otro. Algunos disentían, sin embargo. En principio, si se aceptaba esto, habría que conceder el mismo derecho a cualquiera que lo reclamase, corsos, vascos, flamencos, italianos de la Liga Norte, y la cuestión no acabaría nunca. En segundo lugar, Francia era históricamente amiga de los serbios, que habían resistido a la Alemania nazi, mientras que los croatas no sólo habían sido pro nazis, sino especialmente fanáticos y sanguinarios. Los que esgrimían este argumento evocaban de buena gana la escena memorable de Kaputt en que Malaparte, al visitar al dirigente croata Ante Pavelić, vislumbra un cesto de cosas grises y viscosas, pregunta si son ostras de Dalmacia y le responden que no, son veinte kilos de ojos serbios que le han traído de regalo a su jefe los valientes ustachis, como se llamaban los partisanos croatas; en el lado serbio se llamaban chetniks.
El último argumento me parecía el más convincente: aunque se considerara legítima la aspiración de los croatas a la independencia, la suerte de los serbios establecidos desde hacía mucho tiempo en su territorio se anunciaba poco envidiable. Mayoritarios y dominantes en Yugoslavia, serían minoritarios y estarían dominados en Croacia. Era comprensible su inquietud cuando los primeros gestos de la democracia croata, presidida por Franjo Tudjman, fueron suprimir en los lugares públicos las inscripciones en cirílico, despedir a los serbios de sus puestos en las administraciones y sustituir la bandera con la estrella roja de la Federación Yugoslava por la del tablero rojiblanco del Estado Independiente de Croacia, creado en 1941 por los alemanes, y que para quienes habían vivido la Segunda Guerra Mundial suscitaba más o menos las mismas asociaciones que la cruz gamada. Digo todo esto para recordar que en los primeros meses de la implosión de Yugoslavia, el reparto de papeles entre buenos y malos no era nada evidente, y que, aun en el caso de que hubiera en ello una buena dosis de propaganda, no era del todo delirante ver a los serbios de Croacia como una especie de judíos condenados a la persecución. Las cosas sólo empezaron a clarificarse con la destrucción espectacular de Vukovar, y es precisamente allí donde encontramos a Limónov.
En noviembre de 1991 le invitan a Belgrado para la presentación de un libro suyo y, durante una sesión de firmas, recibe la visita de hombres uniformados que le preguntan qué sabe de la República Serbia de Eslavonia. A decir verdad, poca cosa. Le explican que se trata de un enclave poblado por serbios en la punta oriental de Croacia. Como esos serbios no han querido participar en la secesión croata, la han hecho ellos mismos y los croatas no están de acuerdo, con lo cual es la guerra, y una posición clave de la misma, Vukovar, acaba de caer: ¿le apetece ir a verlo?
Eduard tenía otros planes, lo que sucede en su propio país le interesa más que estas disputas de campesinos balcánicos, pero piensa que a punto de cumplir cincuenta años nunca ha estado en una guerra, es una experiencia que deberá vivir algún día, y dice que sí. La excitación no le deja dormir esa noche. Al amanecer, dos oficiales vienen a buscarle al hotel. Entran en la autopista que une Belgrado, capital de Serbia, con Zagreb, capital de Croacia. Esta autopista, desierta de turismos desde el comienzo de las hostilidades, está por el contrario jalonada de barreras y checkpoints. Mientras unos soldados controlan los documentos de los viajeros, otros les apuntan con sus armas, y la sospecha aumenta cuando se dan cuenta de que Eduard, aunque ruso y por ello supuestamente pro serbio, tiene pasaporte francés, lo que quiere decir católico y presunto pro croata. Las cosas se arreglan con algunos insultos bien sentidos contra Tudjman y Genscher, el ministro de Exteriores alemán, que ha abogado ante sus homólogos europeos por el reconocimiento de Croacia independiente y pasa por ser en Belgrado el teórico de un Cuarto Reich. Prometen colgarle al uno con los intestinos del otro, toman un trago para sellar esta promesa y reemprenden la ruta.
Un detalle debería incomodar a Eduard en la versión de los hechos que le exponen: que todos los militares que defienden la causa serbia llevan el uniforme del ejército federal yugoslavo, que todavía existe y que se abstiene en teoría de tomar parte en el conflicto, pero que en realidad, como su inmensa mayoría está compuesta de serbios, acaba de machacar a conciencia Vukovar y todas las posiciones croatas de las inmediaciones. Este detalle resta credibilidad a la comparación que he esbozado, y que desarrolla complacientemente el oficial encargado de acompañar a Eduard, entre la suerte de los serbios y la de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial: ¿te imaginas que estos últimos, para defenderse de los nazis, hubieran contado con el apoyo indefectible de la Wehrmacht? Una cuestión que a Eduard le importa un bledo. Lo que a él le gustan son los soldados en armas, los blindados, los sacos terreros, los uniformes de color verdín que se destacan de la nieve, los tiros de mortero que se empiezan a oír a lo lejos. Es atravesar, enseguida, pueblos cuyas ruinas humean todavía. Es poder creerse en 1941, y no en 1991, en este rincón glacial de los Balcanes. Es la guerra, la de verdad, donde su padre no estuvo y él sí, ahora.
Vukovar ha sido liberado por las tropas serbias hace dos días. Tampoco mueve un músculo cuando, sin ironía, llaman «liberación» a esta destrucción total que ve a su alrededor. Berlín también estaba en ruinas cuando la liberó el Ejército Rojo y a Berlín, en más pequeño, recuerda esta bonita ciudad que antaño fue de los Habsburgo. Cuando vuelva a pasar por Belgrado, un escritor al que le contará su aventura le preguntará ingenuamente en qué hotel se ha hospedado, y Eduard, midiendo lo que separa a un civil como su interlocutor de un hombre que como él ha visto la guerra de cerca, renuncia a explicarle que ya no hay hoteles en Vukovar, que quedan muy pocas casas todavía en pie y ninguna de ellas en condiciones habitables. Es sólo una escombrera de hierros retorcidos, de vidrio machacado, que unos bulldozers han empezado a recoger. A causa de las minas, está prohibido salirse de la calzada para mear. Ni un pájaro en el cielo. Pocos muertos, ya los han evacuado, pero los ve hasta hartarse cuando le llevan a visitar el centro de identificación de cadáveres.
Cuerpos torturados, violáceos, carbonizados. Gargantas degolladas. Olor a carne que se descompone. Sacos de despojos humanos que unos soldados descargan de camiones. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Serbios? ¿Croatas? «Serbios, por supuesto», le responde el oficial que le guía. Parece asombrado por la pregunta: para él, las víctimas de la guerra son por definición serbios, y sus verdugos croatas. Puede que sea verdad cincuenta kilómetros más allá, y más difícil afirmarlo en los linderos de una ciudad croata literalmente aniquilada por la artillería serbia (en fin, federal…), y cuya cuarta parte de la población no acude al alistamiento. Da igual. Eduard sabe que en ambos bandos hay el mismo número de campesinos injustamente expulsados de sus casas, de víctimas inocentes y combatientes valerosos. No cree que un bando tenga toda la razón y el otro esté totalmente equivocado, pero tampoco cree en la neutralidad. Un neutral es un gallina, Eduard no lo es y siente que el destino le ha situado al lado de los serbios.
Se siente a gusto con ellos. Se siente a gusto al atardecer cerca de los braseros donde hombres mal afeitados se calientan las manos hinchadas, con las uñas negras. Se siente a gusto por la noche en el barracón donde flota el olor pesado de la estufa de carbón, licor de ciruela y pies. De niño soñaba con estos vivaques y esta fraternidad guerrera, el azar se los negó y ahora, sin previo aviso, en un giro del camino, le devuelve todo aquello para lo que estaba hecho. Piensa que en dos horas de guerra se aprende más sobre la vida y los hombres que en cuatro decenios de paz. La guerra es sucia, cierto, la guerra es insensata, ¡pero mierda! También la vida civil es insensata a fuerza de ser monótona y razonable y reprimir los instintos. La verdad es que nadie se atreve a decir que la guerra es un placer, el más grande de todos, pues de lo contrario se detendría de inmediato. Es como la heroína: una vez que la has probado quieres tomarla otra vez. Se habla de una auténtica guerra, por supuesto, no de «acciones quirúrgicas» y otras chorradas buenas para los americanos, que quieren hacer de policía en casa de los demás sin poner en peligro a sus preciosos soldaditos en combates «en tierra». El gusto por la guerra, la auténtica, es tan natural en los hombres como el gusto por la paz, es una idiotez querer amputarlo repitiendo virtuosamente: la paz está bien, la guerra está mal. En realidad es como el hombre y la mujer, el yin y el yang: hacen falta los dos.
Las guerras en la ex Yugoslavia no las libraron, o poco, ejércitos regulares, sino milicias, y llegados a este punto quisiera convocar al estrado a dos testigos que siguieron sobre el terreno toda esta contienda y escribieron libros sobre ella. Se trata de Jean Rolin y Jean Hatzfeld. El primero es amigo mío, conozco un poco al segundo, admiro a los dos. Ellos dos están muy unidos y sus relatos coinciden. El de Jean Rolin se titula Campagnes, y el de Jean Hatzfeld L’Air de la guerre.
En la primera página de Campagnes, Jean Rolin describe (cito) «una barrera de milicianos cuya obediencia no era fácil determinar. Era el principio de la guerra, hacía bueno, las pérdidas eran todavía limitadas en ambos bandos y completamente nuevo el placer de llevar armas y servirse de ellas para imponer tu ley, aterrorizar a los civiles, abusar de las chicas y, por último, gozar gratuitamente de todas esas cosas tan largas y costosas en tiempo de paz, cuando hay que trabajar, y aun así, para conseguirlas». A las hordas de jóvenes campesinos encantados de empinar el codo mientras disparan sus armas enseguida se sumaron toda clase de hinchas de fútbol, pequeños y grandes delincuentes, auténticos psicópatas, mercenarios extranjeros, eslavófilos rusos que llegaban para defender la ortodoxia (con los serbios), neonazis nostálgicos de los ustachis (con los croatas) y yihadistas (con los musulmanes de Bosnia, que pronto entrarán en escena). Aquel mundillo compartía una cultura paramilitar cuyos componentes, siempre según Jean Rolin, son los siguientes: «Traje de camuflaje, boina verde y Ray-Ban; kaláshnikovs, escopetas de repetición y metralletas Uzi decoradas con cantidad de pitufos autoadhesivos; alcoholismo feroz; 4×4 sin matrícula, sobrecargados de chetniks eufóricos, tatuados, con el pelo largo y la barba al viento que, de regreso del «frente» o de cualquier operación de limpieza, vociferan, ponen a tope sus aparatos de música, hacen chirriar los neumáticos, disparan al aire en el mejor de los casos, y si no contra la gente: furcias que gritan en la cocina mientras en el cuarto de baño cortan con una sierra de metales las costillas de un sospechoso; y este grafiti en una pared: «We want war, peace is death.»
Jean Hatzfeld, por su parte, muestra en acción a la más famosa de esas milicias en el bando serbio. Se trata de los «Tigres», cuyo jefe, un tal Željko Ražnatović, figura apreciada del proxenetismo de Belgrado, conquistó sus galones de criminal de guerra con el nombre de Arkan. La escena, que Eduard podría haber presenciado, se desarrolla al día siguiente de la capitulación de Vukovar, en un almacén donde han reagrupado a los prisioneros croatas, descubiertos durante los últimos asaltos en las bodegas donde se habían refugiado. Están, en principio, bajo la protección del ejército federal, pero éste se aparta de buena gana para permitir que los milicianos de Arkan elijan entre los presos. Esta selección se realiza casi siempre en función de los agravios personales, porque vencedores y vencidos se conocen muy bien, desde el tiempo no tan lejano en que nadie se preocupaba de quién era serbio y quién era croata. Vivían en los mismos pueblos, en los mismos barrios. Estos cautivos grisáceos, aterrados, eran ayer los vecinos, los camaradas de taller o de taberna de los que hoy les obligan a subir a culatazos en camiones militares con un destino desconocido.
Hatzfeld describe a Arkan, que dirige la operación, como una especie de Rambo. En cuanto a sus hombres, para a uno de ellos al día siguiente en autostop, y es un tipo simpático, deportivo, que vuelve de permiso para ver a su madre y cuenta alegremente lo que sus compañeros les hacen a los ustachis —entiéndase, a los croatas— que caen en sus manos: «La prueba iniciática consiste en cortar lentamente la arteria yugular de un prisionero de rodillas. El chico precisa que al que se precipita, nervioso, le obligan a empezar de nuevo, que pocos se han negado y que quienes lo han hecho, por otra parte, han abandonado la patrulla. Dice que al principio, por supuesto, produce un efecto raro, pero que después te alegras de salir de juerga.»
He querido citar este testimonio antes de que se oiga la opinión de Eduard, que cuando se encuentran en el cuartel general de Erdut, cerca de Vukovar, consideró que Arkan era «fino y circunspecto», y se jacta de que le haya distinguido entre la multitud de periodistas. Bebieron slivóvitza juntos, estuvieron de acuerdo en todo. Gorbachov y Yeltsin merecían que les fusilasen, así como Tudjman y Genscher, había que hacer la revolución en Rusia, los intelectuales franceses que apoyaban a los croatas eran unos irresponsables, etc. Eduard le preguntó a Arkan si aceptaría a voluntarios rusos. «Admitimos a todo el mundo», respondió Arkan con un gesto amplio. Aquel día nació una hermosa amistad, y meses más tarde, leyendo en Le Monde que un enfrentamiento en Bosnia entre serbios y musulmanes había concluido con ventaja para los milicianos de Arkan, a Eduard le brotaron lágrimas de los ojos. Fue a buscar la foto en que Arkan y él posan con el pequeño lince que era la mascota de la sección y, al mirarla, sintió que le invadía una luminosa nostalgia. «¡Cómo me gustaría, hermano Arkan, estar de nuevo a tu lado! ¡Qué impaciente estoy por volver a la guerra en los Balcanes!»