1

Están sentados, arrinconados delante de una pared ciega, en el ángulo formado por dos mesas de formica parda. Ya no se verá más el decorado, que puede ser un aula, una cantina, un local administrativo. Ella lleva un abrigo claro con un pañuelo de aldeana, él un gabán oscuro, una bufanda, y ha depositado su shapka de borrego vuelto encima de la mesa que tiene delante. Parecen una pareja de jubilados. La cámara no les abandona, el cuadro se mueve sin ton ni son, pequeños zoom hacia atrás y hacia delante, pequeñas panorámicas, pero no hay contracampo. No se ve a los hombres sentados o de pie enfrente de ellos. No se ve la cara del que, fuera de foco, con una voz colérica y monótona, acusa a los dos viejecitos de haber vivido con un lujo desenfrenado, haber matado de hambre a niños, cometido un genocidio en Timişoara. Tras cada andanada de acusaciones, el fiscal invisible les invita a responder, y lo que responde el hombre, mientras tritura su shapka, es que no reconoce la legitimidad del tribunal. Su mujer se exalta por momentos, empieza a argumentar, y para calmarla él posa una mano en la de ella, con un gesto familiar, conmovedor. A intervalos, también, mira su reloj, de lo cual se ha deducido que aguardaba la llegada de tropas que les liberarían. Pero esas tropas no llegan y, al cabo de media hora, cortan. Elipsis. El plano siguiente muestra sus cuerpos ensangrentados, que yacen en el pavimento de una calle o de un patio, no se sabe dónde.

La escena posee la extrañeza de una pesadilla. Filmada por la televisión rumana, fue difundida por las cadenas francesas la noche del 26 de diciembre de 1989. Yo la vi, atónito, antes de partir para una fiesta de Nochevieja en Praga, y Limónov al regresar a Moscú. Había encontrado a Natasha, que estaba cariñosa y amable, como siempre después de sus escapadas. Quizá pensó en su unión, en su sueño de envejecer y morir a su lado; en cualquier caso estoy seguro de que pensó en sus padres cuando, apenas terminada la emisión, escribió el artículo del que extraigo estas líneas: «La cinta que debía justificar el asesinato del jefe de Estado rumano es el testimonio clamoroso y terrible del amor de una pareja anciana, ese amor que se expresa por medio de apretones de mano y miradas. Sin duda eran culpables de algo. Es imposible que el gobernante de un país no lo sea. El más inocente ha firmado forzosamente un decreto indigno, no ha indultado a alguien, se lo exige el oficio de gobernante. Pero acorralados, arrinconados en una habitación anónima, faltos de sueño, ayudándose mutuamente para afrontar la muerte, nos han ofrecido sin haberla ensayado una representación digna de las tragedias de Esquilo y Sófocles. Navegando juntos, simples y majestuosos, hacia la eternidad, Elena y Nicolae Ceauşescu se han reunido con las parejas de enamorados inmortales de la historia mundial.»

Yo no habría formulado las cosas con tanto lirismo y no consideraba que esta pareja de tiranos ubuescos sólo fuese culpable de errores inevitables cuando se ejerce el poder. Sin embargo, yo también me acuerdo de que experimenté un malestar violento ante aquella parodia de justicia, aquella ejecución sumaria, hasta la puesta en escena que se pretendía ejemplar y fracasaba totalmente en su objetivo porque, en efecto, por criminales que hubieran sido, la dignidad estaba de parte de los acusados; sentí lo mismo, más tarde, cuando descubrieron el escondite y después ahorcaron a Sadam Husein. El año embrujado que había presenciado en toda Europa las revoluciones pacíficas que llevaron al poder a humanistas como Václav Havel concluía con una nota desagradable.

En los meses siguientes llegaron de Rumanía otras señales extrañas. La revolución que había derribado a Ceauşescu reivindicaba a miles de mártires aplastados por una última sacudida del régimen en disolución. Fueron especialmente emotivos los osarios descubiertos en Timişoara. La cifra generalmente barajada era de cuatro mil muertos. Libération precisaba: cuatro mil seiscientos treinta. Setenta mil, sobrepujaba valientemente TF1. A la hora del pavo y del foie gras, los telediarios mostraban, emergiendo de fosas excavadas a toda prisa, cadáveres esqueléticos, terrosos, con pijamas de rayas. Europa temblaba. Se hablaba de enviar a unas brigadas internacionales para detener el genocidio que proseguían los asesinos acosados de la Securitate, la policía política de Ceauşescu. Ahora bien, se supo, en primer lugar, que los cadáveres, a lo sumo unas decenas, habían sido exhumados por las cámaras en el cementerio de Timişoara, donde reposaban después de haber fallecido de muerte natural, y en segundo lugar que los asesinos de la Securitate, lejos de proceder a un genocidio suicida, mucho más juiciosamente se habían reconvertido en cuadros del Frente de Salvación Nacional, el partido del nuevo presidente, Ion Iliescu. Prohibido, culpado de todos los crímenes, el Partido Comunista se había contentado con cambiar de nombre y de dirigente, pero seguía prosperando, y las elecciones de marzo de 1990, que le dieron una amplia mayoría, justificaron la expresión cruel que describía a los rumanos como el único pueblo de la historia que había elegido libremente a los comunistas. Todo esto me intrigaba tanto que aquella primavera fui a hacer un reportaje en Rumanía.

Freud teorizó el concepto de Unheimliche, que se traduce como «la inquietante extrañeza» y que designa esa sensación que podemos tener en sueños, y a veces en la vigilia: que lo que tenemos delante, que parece conocido, nos es de hecho profundamente extraño. Alien, se diría en inglés. La Rumanía posrevolucionaria me produjo el efecto de una auténtica Disneylandia del Unheimliche. Una twilight zone, que inquietantes rumores decían minada como un queso gruyère por una red de galerías subterráneas excavadas por la policía secreta y en la que desaparecían personas. Una zona de crepúsculo perpetuo e hipócrita, situada entre dos luces, y hasta las decenas de miles de perros vagabundos que pululaban por Bucarest, disputando la comida a decenas de miles de niños también errantes, parecían menos temibles que los lobos en los que se habían convertido todos los hombres para sus semejantes. El odio, la sospecha, la calumnia, impedían respirar, como un gas tóxico. Entre tantos ejemplos, recuerdo a aquel escritor, lleno de premios y de funciones oficiales desde hacía veinte años, que me daba la lata con su «resistencia interior» al régimen vilipendiado, y que cuando le pregunté si, de todas formas, dando por sentado que yo no le acusaba de nada en absoluto, que yo comprendía muy bien la cuasi imposibilidad de una actitud así, otros no habían resistido un poco menos interiormente que él, si no podría citarme algunos nombres (yo pensaba en algunos opositores de una reputación intachable, los homólogos locales de Sájarov), me miró con seriedad antes de responder que prefería callárselos, por discreción y misericordia, porque nadie ignoraba que la Securitate reclutaba entre sus pretendidos adversarios a sus más celosos informadores. Bien. Hasta aquí estamos en el primer grado de lo tortuoso. El segundo, que da consistencia a las cosas, es que todas las mentes sutiles a quienes he referido esta respuesta me dijeron que, por supuesto, mi interlocutor tenía razón. Nadie lo ignoraba, todos lo sabían, era de dominio público.

Ha llegado el momento de hablar de las mentes sutiles. Las conocí en Rumanía, florecieron entre los escombros del comunismo. Diplomáticos, periodistas, observadores residentes en el país desde hacía mucho tiempo, se habían especializado en creer sistemáticamente lo contrario de los discursos oficiales, de los tópicos mediáticos y las ilusiones biempensantes. Enemigos jurados de lo «políticamente correcto», las mentes sutiles se regodean en sostener que el KGB (o la Securitate), denunciados por los ingenuos como oficinas de tinieblas y de muerte, no eran en realidad sino equivalentes de nuestra ENA,[4] o que la obra científica que le valió a Elena Ceauşescu el doctorado honoris causa de todas las universidades de su país no era una nulidad tan grande como se ha dicho, y que tampoco eran tan malos los poemas de Radovan Karadžić, que pronto va a hacer su aparición en este libro. A las mentes sutiles les prestaba oído nuestro presidente Mitterrand, estamparon su huella en su política extranjera, y Rumanía, donde todo era doble, pérfido y estaba trucado, donde los osarios que despertaban la compasión indignada de Occidente eran realmente mascaradas siniestras, lo poseía todo para ser el Eldorado de esas mentes sutiles.

Al cabo de dos semanas perdiendo pie en estos socavones de mentiras y calumnias cruzadas, estaba preparado para oír las impresiones de un viejo rumano exiliado en Francia desde hacía treinta años y que, tras haber regresado recientemente a su país, me dijo algo nada sutil, pero no obstante políticamente incorrecto: «¿Ha visto las caras de la gente en la calle? ¿Ha visto las caras? La pobreza, la mugre, de acuerdo, pero ¿esa desconfianza terca, ese miedo mortal que se ve en sus caras? Mi pueblo no era así, se lo aseguro. Éste no es mi pueblo. No lo comprendo. ¿Quiénes son estas personas?» Y lo que temblaba en la voz era exactamente el horror del héroe en La invasión de los ladrones de cuerpos, la vieja película de ciencia ficción de los años cincuenta, cuando descubre que los seres humanos han sido reemplazados poco a poco por extraterrestres y que cada uno de sus familiares, cuya apariencia no ha cambiado, es en realidad un mutante maléfico.

Hacia el final de mi estancia, el presidente Iliescu y su primer ministro Petre Roman hicieron un llamamiento a los trabajadores para que defendieran la «democracia» (pongo aquí la palabra entre comillas, haría falta ponerlas en casi todas las palabras) contra un complot neofascista no menos imaginario que el genocidio perpetrado por la Securitate en Timişoara. En cambio, lo que no era nada imaginario es la pesada logística de autocares y trenes especialmente fletados por el Frente de Salvación Nacional para transportar a Bucarest, el 14 de junio de 1990, a veinte mil mineros galvanizados por una comedura de coco frenética, armados con barras de hierro, y que durante dos días aterrorizaron a la ciudad, dando palizas en primer lugar a cualquier persona sospechosa de disidencia, y luego, como no había demasiados opositores, a todo el mundo, a ciegas, para demostrar que no bromeaban. Yo completaba entonces mi reportaje en las montañas de los Cárpatos y sólo asistí en Bucarest al final del espectáculo. Los mineros, felicitados por el presidente Iliescu, empezaban a marcharse y los periodistas que llegaban invadieron el Hotel Intercontinental donde, retrasando mi regreso, pasé tres días esperando que ocurriera algo, acechando en la ciudad indicios de aglomeraciones que se disolvían, y escuché los rumores que el hotel centralizaba y dudaba de si sería mejor partir, arriesgándome a perderme de nuevo el acontecimiento, o quedarme y correr el riesgo de no encontrar ya una razón válida para irme.

Durante esos tres días hablé mucho con un periodista norteamericano que había sido objeto de una amonestación bastante seria y que, por otra parte, compartía mi pasión por las historias de ciencia ficción paranoicas, cuyo paradigma es La invasión de los ladrones de cuerpos. Rivalizábamos intercambiando títulos de cuentos y de películas y nombres de autores y, al llegar a Philip K. Dick, estuvimos de acuerdo: sus novelas, que describen con una intensidad aterradora la descomposición de la realidad y de las conciencias que la perciben, eran las únicas guías fiables para un viaje a la twilight zone rumana.

Una de ellas, La penúltima verdad, retrata a una humanidad que, a consecuencia de una guerra bacteriológica, se ha cobijado en refugios subterráneos donde lleva años viviendo una existencia atroz. A través de la televisión, saben que en la superficie la guerra hace estragos, que todas las semanas destruyen ciudades y que la atmósfera está todavía más envenenada. Pero un día empieza a circular un rumor: la guerra hace mucho que ha terminado; un puñado de poderosos, dueños de la red televisiva, organiza el simulacro bélico con el fin de mantener bajo tierra a una población demasiado numerosa y de disfrutar sin ella de días apacibles bajo la bóveda estrellada. El rumor crece —lo peor es que, por supuesto, es cierto— y es fácil imaginar el odio, abyecto y justificado, que empuja a los hombres del subterráneo cuando se lanzan al asalto de la superficie. Esta clase de odio es el que el periodista americano y yo vimos brillar en los ojos de los mineros desembarcados en Bucarest para «salvar a la democracia», y confieso que formulamos el voto impío, en el bar del Intercontinental, de que un día se vuelva contra quienes lo atizaron.