Por costumbre de pobre, sin siquiera pensarlo, ha comprado un billete de tercera clase para este viaje de dieciocho horas y, en resumidas cuentas, no lo lamenta. Se ha desprendido de su piel de escritor conocido para fundirse con la masa de rusos groseros, piojosos, que se desperdigan por los bancos con su comida maloliente y su vodka. Hay en el vagón sin compartimentos, donde las literas se alinean superpuestas como en un dormitorio de tropa, algunos bandidos coloradotes y también algunas caras tan candorosas, tan vulnerables que dan ganas de llorar. Vitez no se equivocaba, en todo caso son caras auténticas: rojizas, grises y hasta de color verdín, pero no rosas como las jetas de los americanos. Mira desfilar el paisaje por las ventanillas sucias: abedules, nieve blanca, cielo negro, inmensas extensiones vacías, punteadas a intervalos por pequeñas estaciones con depósitos de agua. En las paradas, viejas con botines de fieltro se pelean como traperas en los andenes para vender pepinillos y arándanos. Aunque venga de lejos, sólo ha conocido verdaderas ciudades y se pregunta cómo será vivir en villorrios así.
El viajero sentado enfrente lee Ultrasecreto. La foto de Eduard apareció en la revista la semana anterior, el viajero podría reconocerle, pero no, en el mundo en que vive no se topa uno con gente que sale en los periódicos. Se ponen a charlar. El otro cuenta las crónicas de sociedad que acaba de leer: en un pueblo como los que están atravesando, una buena mujer, para castigar a su hija, la ha encadenado a la intemperie, a menos treinta bajo cero, y la chica se ha congelado hasta tal punto que ha habido que amputarle los brazos y las piernas. En cuanto llevaron a casa lo que quedaba de la niña, un tronco, el compañero de la madre se apresuró a violarla y la hija dio a luz a un pequeño al que a su vez también encadenaron.
Con un comienzo así, la conversación no brilla por su optimismo. No es sólo que todo está descojonado —diagnóstico que Eduard podría suscribir—, sino que según su compañero de viaje nada ha funcionado nunca en el país. Esta opinión es nueva. En el pasado se vivía mal, se rezongaba en silencio, pero así y todo estaban mundialmente orgullosos: de Gagarin, del Sputnik, del poder del ejército, de la extensión del imperio, de una sociedad más justa que la occidental. La libertad de expresión desbocada de la glásnost ha conducido, según Eduard, a inculcar en el cráneo de las personas simples y sin malicia como su interlocutor, primero que los que han gobernado el país desde 1917 eran unos sádicos y unos asesinos, y después que lo llevaron a un desbarajuste. «La verdad», se lamenta el individuo, «es que somos un país tercermundista: el Alto Volga con misiles nucleares.» Ha debido de leer esta fórmula en alguna parte, le gusta, la repite con una complacencia abrumada. Nos han machacado durante setenta años que éramos los mejores cuando de hecho somos unos perdedores. Vsio proigrali: hemos fracasado en todo. Setenta años de esfuerzos y sacrificios nos han traído hasta aquí: con la mierda hasta el cuello.
Cae la noche. Eduard no consigue conciliar el sueño. Piensa en las cartas que recibió de sus padres durante su larga ausencia. Noticias quejumbrosas, compuestas de naderías, lamentaciones porque su hijo único no volverá para cerrarles los ojos. Hojea las cartas sin leerlas realmente, se negaba a compadecer a sus padres, agradecía a Dios que le hubiese arrastrado lejos de sus vidas endurecidas y temerosas. ¿Mal hijo? Quizá, pero inteligente y por tanto despiadado. La compasión ablanda, la compasión degrada, y lo terrible después de su regreso es que siente que al mismo tiempo que la piedad le invade la cólera. Se levanta, camina sorteando los paquetes atados con cordeles que contienen esas cosas miserables que los pobres acarrean cuando viajan. En los retretes, la taza desborda de mierda congelada. En el compartimento de servicio, al volver a su asiento, oye gemir a la revisora a la que dos golfillos van a cepillarse por turnos. La idea de sufrir por su país le habría parecido antaño grotesca, pero ahora le duele Rusia.
El tren llega a las siete de la mañana, el taxi le ha dejado en Sáltov, delante de la colmena donde pasó su adolescencia. Con su petate de marino al hombro, sube la escalera de hormigón desnudo como el de una cárcel. Delante de la puerta, titubea. ¿No se morirán de la impresión? ¿No sería mejor pedir a un vecino que les prepare? Pase lo que pase, llama. Roce de zapatillas, que debe de venir de la cocina. Sin esperar a que abran, dice a través de la puerta: «Papá, mamá, soy yo.» No han debido de entenderle: «¿Quién es?» La voz de su madre es desconfiada, asustada, nada bueno puede venir del exterior. Eduard adivina que tiene el ojo pegado a la mirilla.
«Soy yo, mamá», repite él. «Soy yo, Édichka.»
Ella descorre el cerrojo de arriba, el de abajo, el del medio, y ahora están cara a cara. El padre llega tras ella, con pasos quedos de anciano. Están asombrados, pero curiosamente nada más que eso: asombrados como ante la visita de un primo que vive en la ciudad vecina y que se presenta sin avisar, no la de un hijo que partió hace quince años y al que pensaban que no volverían a ver. Le abrazan, le aprietan la cara entre las manos, pero de inmediato la madre se aparta para mirarle a distancia, de los pies a la cabeza, y le pregunta dónde está su abrigo. ¿No tiene un abrigo? No es posible, no puede salir sin él con este frío. ¿Es que es tan pobre que no puede comprarse uno? «No, mamá, te lo aseguro, tengo todo lo que necesito, estoy bien.» Ella dice que tiene uno en el armario, un buen abrigo que su padre ya no usa, y los tres se plantan delante del ropero, él se prueba el abrigo para complacerles y ellos examinan todas las costuras, y el padre dice que es triste, todas esas buenas prendas envueltas en fundas, protegidas de las polillas, y este piso que cuando mueran no dejarán a nadie. ¿No quiere el hijo reinstalarse aquí? Aquí se está bien, es confortable, tranquilo. Cortando en seco sus ilusiones, Eduard dice que ha venido a pasar solamente unos días. Explica por qué ha ido a Moscú: su gira de VIP, el libro publicado con una tirada de trescientos mil ejemplares. Le gustaría que sus padres comprendiesen que ha triunfado, que estén orgullosos, pero nada de lo que les cuenta parece interesarles. Está demasiado lejos de su mundo, ni siquiera le preguntan si tiene un ejemplar del libro para ellos. Él se alegra porque no trae ninguno y porque, si hubiera traído alguno, el retrato que hace de ellos no les agradaría. Lo único que quieren saber es si tiene una mujer y si pueden esperar tener nietos algún día. «Una mujer, sí», responde él, sin extenderse más sobre el asunto, pero hijos no, todavía no.
—¿Todavía no? ¿A los cuarenta y seis años? —Raia sacude la cabeza, consternada.
Su curiosidad pronto queda saciada, se restablece la inercia de la vida cotidiana. Veniamín, que se ha convertido en un auténtico viejecillo, se agarra de los muebles para volver a acostarse en el dormitorio y Raia, ante una taza de té, en la cocina, explica que sufrió un ataque el año anterior y que desde entonces perdió el gusto por todo. Ella tiene que vestirle y desvestirle, él ya no sale casi nunca de casa y, aparte de las compras, ella tampoco: ¿adónde ir, de todas formas? El centro de la ciudad le da miedo, está contenta de no vivir allí. «Aquí se está tranquilo», repite, como si esperase convencerle, a fuerza de insistir, de que se instale en la casa, de que se ponga el abrigo viejo de su padre, cuando él muera será suyo el nuevo, y también su shapka de borrego vuelto. Para que no piense que viven mal, abre los armarios de cocina, muestra con orgullo las provisiones almacenadas para un caso de penuria. Treinta kilos de azúcar, sacos de harina, hay otro tanto en la bodega.
La llama azul del gas, que arde constantemente en la cocina, molesta a Eduard. Quiere apagarla, pero ella protesta: da calor, y además es una presencia, es como tener a alguien contigo en la habitación. «Si hiciera lo mismo que tú en París me costaría miles de francos», comenta él, y de lo poco que ha contado de su vida en el extranjero este detalle es el que, con mucho, más asombra a su madre:
—¿Quieres decir que allá el Estado cuida tanto su dinero que os hace pagar el gas? —No da crédito a esto, pero añade, soñadora—: Fíjate, parece que Gorbachov y sus lameculos quieren hacer lo mismo aquí…
Y fuera de las grandes ciudades y de los círculos más o menos intelectuales, hablar de Gorbachov es una conversación inofensiva: no hay miedo de increparse, todo el mundo le detesta. Esta idea apacigua un poco a Eduard.
Si se escuchara a sí mismo, tomaría el tren esa misma noche, pero sería demasiado cruel. Es la primera y sin duda la última vez que vuelve a ver a sus padres, y decide por tanto dedicarles una semana y purgarla como hace un presidiario, tachando en el calendario los días transcurridos. Ha encontrado sus antiguas pesas, por la mañana hace una hora de musculación. Relee sin placer, tumbado en su cama de cuando era niño, sus libros de Julio Verne y de Dumas, ingiere todos los días tres comidas muy pesadas, se impone conversaciones espinosas como alambre de espino con su madre, porque el padre no dice nada. Ella cuenta los menudos incidentes que jalonan su jornada con una profusión de detalles casi alucinante. La elipsis le es ajena. Para decir que ha recibido una carta, referirá el trayecto hasta la estafeta, la cola en la ventanilla, el intercambio de saludos con el empleado, el itinerario de vuelta en autobús. De ese modo no se aburre, desde luego.
Él pregunta qué ha sido de sus amigos de juventud. Kostia, llamado el Gato, al que condenaron a doce años de campo, fue apuñalado en una pelea unos días después de su liberación. Está muerto, sus padres mueren lentamente de pena. En cuanto a Kadik, Kadik el dandy, que soñaba con ser saxofonista, sigue trabajando en la fábrica El Pistón. Su Lydia le abandonó, Kadik volvió a vivir con su madre y crió con su ayuda a la hijita. La hija ha crecido, se ha marchado, Kadik se ha quedado en casa de su madre. Bebe demasiado. «Le gustaría verte», aventura Raia. Eduard se niega.
¿Y Anna?
—¿Anna? ¡Dios mío! ¿No te has enterado? La encontraron colgada en el cuchitril donde vivía sola, entre un ingreso y otro en el hospital psiquiátrico.
Intentaba pintar, se había puesto gordísima. Raia la visitaba a veces. Un día, Anna le pidió la dirección de Eduard en París. «No pude negarme. ¿Te escribió?» Eduard mueve la cabeza. Recibió cinco o seis cartas que exudaban una locura sórdida y a las que no respondió.
La televisión está siempre encendida: la televisión soviética, la más masoquista del mundo, según Eduard, ahoga su letanía de catástrofes y lamentaciones en un chorro ininterrumpido de música almibarada. Sájarov, su antigua bestia negra, acaba de morir y, según los periodistas, el país le llora como un solo hombre, hasta en sus confines más remotos. «Se han vuelto locos», comenta Raia, que apenas sabe quién era Sájarov. «Parece como si enterraran a Stalin.» Un orador compara con Gandhi al proscrito de antaño, otro con Einstein, un tercero con Martin Luther King, y un gracioso con Obi-Wan Kenobi, el sabio mentor, en La guerra de las galaxias, del caballero Jedi, veleidoso e indeciso, que cada vez más recuerda a Gorbachov. «¿Y quién hará el papel de Darth Vader?», pregunta el entrevistador.
El inevitable Evtushenko se planta delante de las cámaras para declamar un poema en que se califica al difunto de «temblorosa mecha de la época», metáfora que arranca una risa sarcástica de Eduard y se convertirá en un private joke incomprensible, salvo para él, en sus artículos para L’Idiot. Suspense: ¿Gorbachov va a declarar un día de duelo nacional? No, porque, señala, no es lo acostumbrado: están previstos tres días de duelo por el secretario general del partido, uno por un miembro del Politburó, ninguno por un simple académico. Los comentadores interpretan esta tibieza como el anuncio de un giro a la derecha, lo cual se confirma el día de las exequias. Gorbachov se ha contentado con un momento de recogimiento rápidamente concluido ante los restos mortales en vez de encabezar el cortejo que recorre Moscú de varios centenares de miles de personas a las que nadie ha obligado: un fenómeno sin precedentes en la historia del país. Borís Yeltsin, un diputado en cuya franca cara de bruto, bastante simpática, ya se ha fijado Eduard, se abalanza sobre la oportunidad: se ha impuesto ya como jefe de fila de los demócratas al dimitir ruidosamente del Politburó, y ahora camina detrás del féretro de Sájarov y al lado de su viuda, Elena Bónner. Cada vez que la cámara la enfoca, la vieja corneja está fumando, o aplastando un cigarrillo o encendiendo otro. Al observar que, alrededor de ella y de Yeltsin, hay gente que enarbola pancartas con un 6 tachado por una cruz, Raia pregunta: «¿Qué quieren decir esos 6?»
Su hijo se lo explica: quieren decir que piden la supresión del artículo 6 de la Constitución, el que instaura un partido único.
—¿Pero entonces qué quieren?
—Pues que pueda haber varios partidos, como en Francia.
Raia le mira horrorizada. Que haya varios partidos le parece tan bárbaro como que te hagan pagar el gas.