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Unos años más tarde, el Hotel Ucrania, como todos los hoteles de su categoría, ofrecerá desayunos fastuosos, compuestos de zumos de frutas, quince variedades de té y mermeladas inglesas. En diciembre de 1989 existe aún la Unión Soviética y Eduard, acompañado de un francés de rostro hermoso y severo, está delante de un bufé soviético, supervisado como una ventanilla burocrática por una mujer gorda y desabrida. Muy educadamente, el francés se presenta: se llama Antoine Vitez, es director de teatro, ha reconocido a Eduard, varios de cuyos libros le han gustado. Los dos hombres se sientan juntos para despachar sus arenques y sus huevos duros de yema casi blanca.

Vitez ha visitado varias veces la Unión Soviética, habla un poco de ruso y, no obstante lo que lo él llama «pesadeces», en cada uno de sus viajes ratifica que aquí está la verdadera vida: seria, adulta, sin falacias. Las caras, dice, son auténticas caras, trabajadas, labradas, mientras que en Occidente sólo se ven caras de bebés. En Occidente todo está permitido y nada tiene importancia; aquí ocurre lo contrario: nada está permitido, todo es importante, y Vitez parece pensar que es mucho mejor así. Por tanto, sólo aprueba a regañadientes los cambios que se están produciendo. No está en contra de la libertad, por supuesto, ni tampoco en contra del confort, pero no deberían permitir que se corrompiera el alma del país para conseguir estas cosas. Eduard piensa que cuando uno vive en el confort y la libertad es bastante fácil querer privar al prójimo de ellos por el bien de su alma, pero está contento de conocer a un intelectual francés que no está locamente enamorado de Gorbachov, y halagado porque Vitez conoce sus libros y, como además se encuentra totalmente desorientado, se confía a él.

—Mi mujer está perdida en algún lugar de Moscú —le dice.

Vitez inclina la cabeza, atento. Sí, prosigue Eduard, tuvieron una riña violenta en París, les sucede a menudo y, sin pensárselo dos veces, se marchó una semana antes que él. Le telefoneó la noche de su llegada, borracha y repitiendo con la voz alterada: «Esto es espantoso, totalmente espantoso.» Desde entonces no tenía noticias. La única pista de que dispone para encontrarla es el número de su madre, que no contesta al teléfono. No sabe la dirección, el visado de Natasha ha debido de expirar y ella no es persona que se preocupe por eso. Sabe Dios dónde andará, sabe Dios lo que estará haciendo. Es alcohólica y ninfómana, es terrible.

—¿La quiere? —pregunta Vitez, con un tono de cura o de psicoanalista.

Eduard se encoge de hombros:

—Es mi mujer.

Vitez le mira con simpatía.

—Es terrible —reconoce—, pero le envidio. Después de este desayuno voy a aburrirme en una reunión de burócratas del teatro, mientras que usted va a sumergirse en la ciudad, como Orfeo en busca de Eurídice…

Abriéndose paso entre la horda de pequeños gamberros congregada en el vestíbulo desde la mañana, Eduard sale y, como no sabe por dónde empezar su búsqueda, camina derecho hacia delante, muy rápido porque tiene frío con su chaquetón de marinero y sus botas que ni siquiera están forradas. Para atravesar las avenidas demasiado anchas baja a los pasos subterráneos inundados de agua sucia, llenos de gente sombría que hace cola delante de los quioscos donde venden miserias como tarros de rábanos picantes, calcetines, mitades de col, y que nunca se disculpa si te da con la puerta en las narices. No se acordaba de esta ciudad tan gris, tan triste e inhóspita donde vivió siete años. Aparte de las estaciones de metro, que son verdaderos palacios, con mucho lo más hermoso de Moscú, no hay ningún sitio donde hacer un alto, reposarse, respirar. No hay cafés, o bien están sepultados en sótanos, al fondo de traspatios que hay que conocer porque no hay indicaciones, y si preguntas algo a un transeúnte te mira como si le hubieras insultado. Los rusos, piensa Eduard, saben morir, pero siguen siendo igual de ineptos en el arte de vivir. Camina, vagabundea alrededor del cementerio de Novodiévichi, por los lugares de sus amores con Elena. Pasa por delante del inmueble donde ella se abrió las venas una noche de verano. Piensa en el caniche absurdo de Elena, con sus rizados pelos blancos que se volvían negros cuando llegaba el deshielo. Siente ganas de telefonear a Elena a Florencia, donde vive con el conde italiano. Tiene su número en la agenda, se hablan algunas veces, pero ¿qué decirle? «¿Estoy abajo, vengo a buscarte, ábreme?» Es lo que debería decirle y es demasiado tarde, todo lo demás son flaquezas sentimentales.

Por la tarde le esperan en la Casa de Escritores, cuyas puertas tanto le costó franquear veinte años antes. Ha aceptado la invitación porque confiaba en saborear el gusto dulce de la revancha, pero no es un sabor dulce. Olor de cantina, poetas de tercera fila vestidos como oficinistas, la menos antipática es la arpía que regenta el bar y le sirve coñac en una taza de café. Ella no le reconoce, pero él a ella sí: ya trabajaba allí en la época del seminario de Arseni Tarkovski.

Le llevan a una salita donde le espera un público escaso. Se esperaba unos apparatchiks de la cultura y descubre con estupor que todos ellos son veteranos del underground. No amigos cercanos, pero reconoce caras que vio antaño en fiestas o lecturas de poesía. Caras de comparsas, caras abúlicas, carcomidas por el odio a sí mismas, ¡y qué envejecidas! Caras de seres pálidos o carmesí, barrigones, ajados. Ya no son under, no, afloran ahora que todo está permitido, y lo terrible es que su nulidad, misericordiosamente velada en su juventud por la censura y la clandestinidad, se ve a la luz del día. El primero que habla es también, al parecer, el único que ha podido agenciarse uno de los trescientos mil ejemplares de Tuvimos una gran época, y que le pregunta con tono severo qué significa, por parte de un presunto disidente, esta apología del KGB. Eduard responde secamente que él nunca ha sido un disidente, sólo un delincuente. Una mujer de edad mediana dice con un aire convencido y melancólico que ella le conoció un poco, durante su juventud, y da lo mismo que él no se acuerde: ella sí se acuerda de un joven poeta inspirado, con el pelo largo, lleno de fantasía, y le asombra ver volver a un tipo que parece un secretario del Komsomol.

¿Qué responder? El diálogo de sordos es total. En el mundo de donde viene Eduard, un artista puede llevar, y hasta es recomendable, el pelo cortado a cepillo, gafas con montura de concha y ropa estrictamente negra. Preferiría morirse a lucir el viejo jersey deformado debajo de un chaquetón con el cuello sembrado de caspa que es el nec plus ultra de la elegancia under. Poeta = pecio, es la idea de la dama que preferiría sin duda que Eduard se pareciese a Vénichka Yeroféiev. Precisamente, a propósito de Yeroféiev, un tercer orador informa de que el mítico autor de La bella de Moscú se ha enterado del regreso de su antiguo camarada Limónov, pero que al verle patrocinado por el vendedor de diarios sensacionalistas Yulián Semiónov se negará a estrecharle la mano si va a visitarle: ¿qué opina Eduard de esto? Responde que no opina nada, que no se le ha ocurrido la idea de visitar a Yeroféiev, que nunca han sido camaradas. El encuentro prosigue por estos cauces durante media hora y cuando se levanta la sesión declina la propuesta de ir a beber algo con los jóvenes de la Unión de Escritores («¡los jóvenes de la Unión de Escritores!»). A las cuatro de la tarde ha anochecido. Se marcha alzándose el cuello de su pequeño chaquetón de marino del Potemkin.

Esta sesión horrible le ha quitado las ganas de encontrar a sus antiguos amigos. ¡Qué bien hizo, hace quince años, en separarse de ellos! ¡Qué rencor le guardan por haberlo hecho! Mientras él luchaba por sobrevivir en el frente occidental, ellos se quedaban a sufrir su confort incómodo, protegidos por la capa de plomo de la amarga conciencia de su mediocridad. El fracaso era noble, el anonimato era noble, hasta la decadencia física era noble. Podían soñar con ser libres algún día, y que ese día les saludasen como a héroes que, clandestina, subterráneamente, habían preservado lo mejor de la cultura rusa para las generaciones futuras. Pero al llegar la libertad ya no interesan a nadie. Están desnudos, tiritan en el gran frío de la competencia, los que dominan el cotarro son gángsters jóvenes como los adjuntos de Semiónov, y el único lugar donde pueden refugiarse los under es la Unión de Escritores, donde siguen venerando a una piltrafa lastimosa como Vénichka Yeroféiev y desconfían de un tipo vivo como el aventurero Limónov.

En un momento de esta velada siniestra, entra en una galería que expone, casi como si fueran objetos kitsch, obras de artistas en otro tiempo clandestinos, y le sorprende reconocer una tela que vio pintar a su viejo camarada de bohemia Ígor Voroshílov: un retrato de mujer con un vestido rojo delante de una ventana. La mujer era la novia de Ígor en aquella época, la ventana la de un piso que Eduard había compartido con ellos una temporada. La mujer era guapa, debía de haberse convertido en una gordinflona. En cuanto a Ígor, el catálogo le informa de que ha muerto hace dos años.

Eduard averigua el precio que piden por el cuadro. Irrisorio, y de hecho no vale más. Pobre Ígor. No se equivocaba la noche en que quiso suicidarse, desesperado por ser sólo un pintor de tercera fila. El mercado ha decidido, el mercado tiene razón y su dictamen implacable no deja ninguna opción a las almas amables y abúlicas de sus compañeros de juventud. Una gran tristeza le oprime de pronto, y algo parecido a la compasión. Él, que se jacta de despreciar a los débiles, se apiada de su debilidad. Compadece al alma amable y apocada de Ígor, de la mujer que cuida los lavabos en el restaurante de mercado negro, de todos sus compatriotas. Él, que es fuerte y malo, quisiera ser capaz de hacer algo para proteger de los fuertes y los malvados el alma amable y apocada de Ígor Voroshílov, de la cuidadora de los lavabos y de todos sus compatriotas.

Intenta llamar a la madre de Natasha desde cada cabina telefónica, y de repente, milagro, ella responde. Él se presenta, pregunta dónde está Natasha y su madre prorrumpe en sollozos: Natasha ha llegado, se ha quedado dos días y se ha marchado sin dejar dirección. La madre también tiene el corazón en un puño. Eduard le propone ir a verla. Ella vive lejos, toma el metro, se sosiega un poco en el trayecto: es, en definitiva, el lugar donde se siente menos oprimido. Tras vagar un largo rato por las alamedas nevadas de un complejo de inmuebles jrushovianos, se encuentra en un estudio minúsculo, ordenado con un esmero maniático, con colecciones de clásicos encuadernados detrás de las vitrinas, igual que en la casa de sus padres. La madre de Natasha es una mujercita ajada, roída por la inquietud, que aunque recela de Eduard cuenta con él porque si él no encuentra a su hija, ¿quién la encontrará? Su visado ha debido de expirar, cabe temer lo peor, y aun así la madre sólo piensa en el alcohol, que ya mató a su marido, el padre de Natasha. Desconocer la ninfomanía de su hija, la bipolaridad que hace que pueda quedarse en casa como una chica formal, escribiendo poemas durante meses y luego, sin previo aviso, desaparecer cuatro, cinco días, follar con cualquiera y volver extraviada, devastada, con las bragas marrón de sangre y mierda. Eduard no le habla de esto, es inútil informarla, la angustia de la madre impregna ya las paredes demasiado estrechas del estudio, pero se dice que él quizá viviría mejor si no encontrara a Natasha, si ella desapareciese totalmente de su vida. «¿La quiere?», pregunta la madre de repente, al igual que Vitez, y le responde lo mismo: «Es mi mujer. La cuido desde hace siete años, no voy a dejarla ahora.» La madre entonces empieza a besarle, a bendecirle, a decirle que es un buen hombre. No está acostumbrado a que le digan esto, pero piensa que en el amor, al menos, es cierto.

La madre de Natasha le ha dado la dirección de una ex condiscípula de su hija que quizá sepa algo. Tres cuartos de hora de metro, media hora caminando a quince bajo cero con un chaquetón ligero. Es más de medianoche cuando desemboca en una especie de squat artístico por donde circula gente que tiene menos pinta de artista, e incluso de destroy, que de rateros o camellos, lo que sin duda son. La amiga, una rubia con las raíces negras, destrozada, estridente, ha visto una foto de Eduard en Ultrasecreto y Natasha le ha hablado de él, desde luego nada bien, porque desde el primer contacto salta a la vista que ella le detesta. Sin embargo, se sientan en la cocina, beben vodka y se ve que la amiga disfruta contándole que sí, que su mujer ha venido acompañada de dos tíos, que se ha quedado a dormir so pretexto de que estaba demasiado lejos para volver a su casa y que se paseaba en cueros, fumaba desnuda en la taza del retrete al mismo tiempo que se la cascaba a uno de los tíos mientras que el otro intentaba cepillársela a ella, a la amiga. Eduard piensa que es una mala mujer, una de esas cabronas rusas cuya única moral consiste en que el hombre es un enemigo y que hacerle sufrir es una victoria. Debería levantarse y marcharse pero es tarde, han cerrado el metro, se arriesga a caminar horas hasta encontrar un taxi, y no soñemos con llamar a uno. Así que se queda, sigue bebiendo, escuchando cada vez más aturdido a la amiga, que le explica que todo eso es culpa suya, que trata mal a Natasha, que además ella se lo ha dicho. Vienen a sentarse con ellos otros habitantes del squat, entre ellos un checheno llamado Djellal que insiste al principio en saber si es judío porque está convencido de que todo el mundo lo es en Francia, empezando por Mitterrand, y luego, con un tono de broma cada vez más amenazador, trata de obligarle a que le entregue su pasaporte. El peligro es palpable, la cosa podría ponerse fea, pero Eduard no pierde la calma, o es el embotamiento lo que prevalece, porque todo el mundo está vomitando la vertiente pastosa de la curda. Su último recuerdo es que pronunció una especie de discurso sobre el tema: «Este país es genial para los acontecimientos históricos pero aquí nunca existirá una vida normal. No es para nosotros…» Se despierta al amanecer, con la frente encima de la mesa de la cocina. Atraviesa sin ruido el squat donde la gente duerme directamente en el suelo, comprueba que no le han robado el pasaporte, se pone los zapatos que se quitó al llegar, como siempre se hace en Rusia cuando entras en un piso en invierno. A pesar del dolor de cabeza, tiene la mente despejada y un proyecto: pasar por el hotel a recoger su bolsa y, dejando plantado a Semiónov y su gira, hacer que le lleven a la estación y coger el primer tren para Járkov.