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En la carretera del aeropuerto a Moscú, Eduard se acuerda del trayecto inverso. Tenía una resaca mortal y se había tumbado en la trasera del coche, con la cabeza sobre las rodillas de Elena. Ella le acariciaba el pelo mirando desfilar por el cristal los bloques de inmuebles y las extensiones de bosque que los dos estaban seguros de que no volverían a ver. Era febrero de 1974, nevaba. Nieva en diciembre de 1989. Han transcurrido quince años, él ha perdido a Elena, vuelve solo a su país, y aunque mejor no someterlo a un examen a fondo vuelve a su patria como un triunfador. Los otros dos invitados y él han viajado en clase business, les han recibido en el aeropuerto como a VIPS. Mientras que ellos se sentaban en la trasera del minibús con la relaciones públicas, una chica bastante guapa, Eduard ha preferido sentarse al lado del conductor, un fulano desabrido, con rojeces de cuperosis en la cara, y trata de entablar conversación con él. Es importante para él mostrar a este ruso ordinario, el primero con el que ha topado desde que ha vuelto a pisar el suelo natal, que a pesar de sus años en el extranjero, a pesar de su éxito, sigue siendo un hombre del pueblo que habla su mismo lenguaje. Pero el conductor no abre la boca, atrincherado en una indiferencia vagamente hostil, y ocurrirá lo mismo con el personal del Hotel Ucrania, donde trasladan a los tres visitantes.

El Hotel Ucrania es uno de los siete rascacielos estalinistas, una mezcla de banco neogótico y cárcel bizantina, que hace que Moscú se parezca a Gotham City en Batman, y es, para Moscú, un hotel de lujo, reservado a invitados distinguidos y a los dignatarios del partido. Eduard se emociona al franquear las puertas, cosa que nunca se atrevió a hacer cuando era un joven poeta underground. Le sorprende también que no reine en el vestíbulo, vasto como una catedral, el silencio solemne que es propio de los lugares de poder, sino al contrario, un alboroto de feria o de hipódromo, un ir y venir de tipos patibularios con el pelo grasiento y que vociferan: incluso posan los zapatos embarrados en las mesas bajas.

Su suite, fastuosa según criterios cuya costumbre ha perdido, es altísima, como mínimo cuatro metros de altura hasta el techo, y la ilumina una bombilla de voltaje muy débil y tan acogedora como la cámara frigorífica de una carnicería. En otro tiempo podías estar seguro de que las paredes y el teléfono estaban atiborrados de micrófonos, pero ahora ya no puedes tener la seguridad de nada. Tenías la certeza de que llamar a algún ruso cuando venías del extranjero era una locura, la garantía de crearles serios engorros, pero parece ser que ahora puedes llamar a quien quieras. Eduard sólo lleva consigo un número de teléfono: el de la madre de Natasha, a la que tiene que ver imperativamente, y que no contesta. Cuando emigró, quince años antes, no se llevó siquiera los números de sus amigos de juventud, hasta tal punto parecía descartado que alguna vez volviera a usarlos, pero ¿quizá ellos se han enterado de su regreso? ¿Estarán todos allí, en Izmáilovo, para recibirle: Jolín, Sapguir, Voroshílov, lo que queda de los smoguistas? No sabe si le apetece verles, pero sabe, en cambio, que es poco probable que pase inadvertido un acto organizado por Semiónov.

Conoció a Yulián Semiónov en una fiesta en París, unos meses antes. Sin saber nada de él, percibió el aura de la riqueza y del poder en ese hombrecillo brusco, cordial. Hablaron de Gorbachov, Semiónov le apoyaba, Eduard le rechazaba, y después hablaron de Stalin, y opinaban lo contrario, a pesar de lo cual sintonizaron. «¿Le publican en Rusia?», preguntó Semiónov, al saber que Eduard escribía.

—No, y no parece que lo vayan a hacer sin que pase bastante tiempo.

Semiónov se encogió de hombros:

—Ahora se publica todo.

—Quizá, pero no a mí —respondió orgullosamente Eduard—. Yo soy escandaloso.

—Perfecto —concluyó Semiónov—. Le publico yo.

Al día siguiente, un sicario llamó a Eduard de parte de Semiónov, le pidió algunas muestras de su producción y le informó de que su patrono, autor de novelas de espionaje que vendían en la URSS millones de ejemplares, había fundado durante la fiebre editorial de la perestroika un semanario titulado Soversheno sekretno, que se puede traducir por Ultrasecreto: un tabloide especializado en historias de crímenes. Ultrasecreto pitaba como una locomotora y Semiónov lo había complementado con una editorial que publicaba tanto novelas populares como las obras completas de George Orwell. Y así La gran época, el libro que Eduard acababa de terminar sobre su infancia, tuvo una tirada de trescientos mil ejemplares en su país natal, y a él le invitaron a Moscú en compañía de otros dos talentos descubiertos en la emigración por Semiónov: la actriz Fiódorova y el cantante Tókarev.

A principios de los años noventa, hice con mi editor, Paul Otchakosvsky-Laurens, un viaje a Rusia organizado por los servicios culturales franceses. Conocí esos auditorios que hoy han desaparecido totalmente: fervientemente fascinados por todo lo que venía del extranjero. Paul y yo, en el gran anfiteatro de la Universidad de Rostov del Don, comparecimos ante quinientas personas que no tenían la menor idea de lo que habíamos escrito y publicado y que, con los ojos brillantes, bebían nuestras palabras más anodinas por la simple razón de que éramos franceses. Era la gloria en estado puro, desprovista de cualquier motivo, de cualquier mérito, y él y yo todavía, para subirnos la moral, evocamos aquel recuerdo: «¿Te acuerdas de Rostov?»

Esta experiencia me ayuda a imaginar el encuentro organizado por Semiónov en el Club de la Cultura de Izmáilovo y la mezcla de exaltación y malestar que experimentó Eduard. Él siempre ha soñado con atraer a miles de personas, con seducirlas, reinar sobre ellas, pero sabe muy bien que esos miles no han acudido por él, que lo que les atrae es todo lo que viene de Occidente, les da igual lo que sea la marca Semiónov y también la publicidad que hace, les da igual sus novelas de espionaje y su revista, llena de chicas en pelotas y de caníbales ucranianos.

Y ahí está Semiónov en el centro del estrado: achaparrado, calvo, con un traje sin corbata. Presenta a sus invitados, dice que es importante repatriar a la Unión Soviética a personas como ellos, dinámicos, creativos, y que van a remangarse para reconstruir el país. El cantante Tókarev saca pecho, la actriz Fiódorova pestañea. De ellos sólo se sabe lo que martillea desde hace dos semanas Ultrasecreto, que habla de esta starlette y de este crooner oscuro como si fueran grandes estrellas en Occidente, y la conciencia de esta impostura amarga el placer que Eduard ha sentido al ver que le describen, en doble página, como una especie de estrella del rock literario. Hace lo que puede por estar a la altura de este retrato cuando le toca el turno de responder a las preguntas del público. Sí, ha sido mendigo y después criado de un multimillonario norteamericano. No, su ex mujer no hizo la calle en Nueva York, además ahora está casada con un conde italiano: no puede ser más cierto y, al ver que el conde italiano gusta mucho, se promete mencionarlo siempre que se presente la ocasión. No hay preguntas sobre la homosexualidad ni los negros, el autor del artículo ha omitido este tema. Piensa en abordarlo él mismo, para causar una sensación de malestar, pero juzga más prudente atenerse a esta versión de su personaje: un pequeño proleta que ha sabido abrirse camino hasta la cima de la jet-set, sin dejarse impresionar por las modelos, las condesas, la depravación occidental; un tío con cojones y al que no es fácil engañar.

Pensaba que el acto terminaba después de él, pero Semiónov presenta también a un viejecito que ha estado en el gulag y que suelta un largo discurso sobre la necesidad de «esclarecer los crímenes de la Unión Soviética». Eduard le escucha con una irritación creciente y cuando el viejo, con una voz cascada y temblorosa, explica que las purgas no han respetado a una sola familia, que todos pueden mencionar a un tío o un primo al que los hombres del NKVD fueron a buscar una noche y a los que nadie volvió a ver nunca, tiene ganas de intervenir, de decir que hay que detener la comedura de coco, que en su familia no purgaron a nadie, ni en la mayoría de las familias que él conoce, pero se abstiene una vez más, y para distraer su impaciencia mira al público. ¡Qué mal vestidos van! Qué aspecto más provinciano y, es extraño, son a la vez crédulos y recelosos… Hay que reconocer que hay chicas guapas. Ni una sola cara conocida, en cambio, ni uno solo de sus antiguos amigos: no deben de leer los periódicos de Semiónov o bien han muerto de tristeza y aburrimiento…

La conferencia se acaba, firma algunos autógrafos, pero no libros. Semiónov repite con aplomo que han tirado trescientos mil ejemplares del suyo, aunque parece que nadie lo ha leído y tampoco él lo verá en ninguna parte. A Eduard le extraña, pero yo puedo decir que no tiene nada de sorprendente, visto el estado del sistema de distribución. Cuando una de mis novelas se publicó en Rusia, justificando el viaje con Paul del que he hablado antes, el editor me llevó a un almacén donde cargaban en palés la tirada íntegra que pronto partiría para la ciudad de Omsk. A mi editor le parecía un negocio excelente que a un mayorista de Omsk le hubieran encajado, sólo Dios sabe cómo, los diez mil ejemplares de mi libro. Se alegraba de compartir conmigo esta satisfacción profesional, demostraba que yo estaba en buenas manos, y enarcó las cejas, con aire de no entender, cuando comenté que, la verdad, era extraño: ¿por qué Omsk? ¿Por qué toda la tirada en Omsk? ¿Había alguna razón para pensar que los lectores potenciales de Zymni Lager (Una semana en la nieve), de un escritor francés desconocido, se encuentren todos reunidos en Omsk, una ciudad industrial de Siberia? Estas preguntas le parecían absurdas, debí de causarle la impresión de uno de esos autores maniáticos y siempre descontentos que cuando aparece su libro recorren todos los puntos de venta y luego llaman para quejarse de no haberlo visto en ninguna parte expuesto como se merecería.

Semiónov arrastra a su gente para festejar el éxito de la conferencia en un restaurante georgiano que Eduard piensa que se parece a los restaurantes del mercado negro en las películas sobre la ocupación francesa. Aunque están vacías las tiendas accesibles al ciudadano de a pie, aquí las mesas se abomban bajo el peso de las vituallas y los licores. Clientes y personal parecen comparsas encargados de crear lo que se llama un ambiente equívoco. Hay ricos, putas, parásitos, matones, bandidos caucasianos, extranjeros achispados. La parroquia se emborracha, se manosea y sobre todo gasta una enorme cantidad de dinero. Eduard intenta decirse que este tipo de locales siempre han debido de existir, que simplemente es él, poeta sin blanca, el que no tenía acceso a ellos, pero no, se trata de otra cosa que excita a sus compañeros de viaje y que a él le repugna profundamente.

Tarda algún tiempo en ser consciente de ello, pero esa otra cosa que le ha chocado, incluso antes de entrar, es la mirada del poli apostado en la acera. No es un guarda contratado por el restaurante, sino un auténtico poli, es decir, un representante del Estado. Un representante del Estado, incluso de rango subalterno, era en otro tiempo alguien respetado. Alguien que daba miedo. Pero un poli en la puerta no atemoriza, y él lo sabe. Los clientes pasan por delante sin verle. Si tienen miedo de algo ya no es de él. Son ellos los que tienen el dinero, son ellos los que tienen el poder, el pobre tipo en uniforme está ahora a su servicio.

Además de los tres invitados que vienen de Occidente, rodean a Semiónov una decena de jóvenes cuyas funciones en el grupo no está claras, pero que son en cualquier caso sus vasallos. Instintivamente desagradan a Eduard. Respeta a Semiónov como respeta a Jean-Édern Hallier, porque son jefes de banda, pero desprecia a sus miembros. A él, a Eduard, no le compra nadie, no le domestican. Es un salteador de caminos bien dispuesto, si sus vías se cruzan, a relacionarse con el jefe, de igual a igual, pero no se mezcla con la patulea de sus criados, soplones y pistoleros. Por ejemplo, su vecino de mesa: un listillo que lleva, a imitación del patrono, una camisa blanca bien abierta sobre un traje negro y, mientras invita a Eduard a servirse con profusión de una ensaladera llena de caviar, le guiña un ojo y dice: «mafia». Eduard piensa: mariconazo, pero entabla conversación, que es instructiva. Encantado con su propio cinismo, el joven —no tiene treinta años— dice que las mafias son buenas para la democracia, buenas para el mercado, y para él no cabe duda de que van hacia el mercado, hacia el capitalismo como en Occidente, y de que no hay nada más deseable. Al principio, por supuesto, no van a parecerse a Suiza, sino más bien al Lejano Oeste. «A tiro limpio», se divierte el joven y, al mismo tiempo que hace con la boca ta-ta-ta-ta, simula que abate con la metralleta a un grupo de extranjeros que cenan en la mesa contigua. Uno de ellos se vuelve, se le ilumina la cara, el pistolero y él se saludan como viejos cómplices. «My friend», dice orgulloso el joven. «American.»

El amigo americano es periodista, el joven trabaja en la empresa de seguridad que contrata el grupo Semiónov. Los dos se ponen a interpretar escenas de El precio del poder, que conocen de memoria. Eduard bebe demasiado, baja trastabillando al sótano y allí intenta de nuevo en vano llamar a la madre de Natasha. Al salir de los lavabos, hay una mujer huraña a cargo de los urinarios a la que le apetece estrechar entre sus brazos precisamente porque es huraña, soviética, porque no se parece a las espabiladas que se empapuzan a unos metros por encima de ellos, sino a la pobre y buena gente entre la cual Eduard se ha criado. Trata de hablar con la empleada, de saber lo que piensa de las cosas que están pasando en el país, pero, al igual que el conductor del minibús, ella se vuelve todavía más adusta. Es terrible: las personas sencillas con las que quisiera fraternizar le esquivan y a las que acceden a conversar sólo le gustaría partirles la crisma. Sube la escalera, cambia de idea, baja, saca del bolsillo el sobre que le han dado por sus gastos falsos y Eduard, que nunca da nada a los pobres y se jacta de ello, saca del sobre unos billetes de cien rublos, un mes de sueldo como mínimo, los deposita en el platillo de la vieja y dice: «Rece por nosotros, abuela, rece por nosotros.» Sin mirarla a la cara, sube los peldaños de cuatro en cuatro.

La continuación de la velada es confusa. Antes de que la gente se vaya estalla una disputa porque un recién llegado, que se ha unido tardíamente a la mesa de Semiónov, ha querido pagar la consumición de todos, y Semiónov se lo toma mal: son sus amigos, paga él, tiene por norma pagar lo de todos, nadie saca nunca la cartera en su presencia. El joven que se ocupa de la seguridad parece de repente tan nervioso que Eduard, a pesar de la borrachera, comprende que la excesiva generosidad del recién llegado constituye de hecho una provocación. Los comensales se levantan haciendo mucho ruido al empujar hacia atrás las sillas, los matones se acercan, el asunto parece a punto de acabar como en las películas cuyas réplicas cultas recita el joven, y luego el tono se calma con la misma rapidez con que se ha encrespado, todo el mundo sale y se reúne fuera en medio de la nieve, y van después al Hotel Ucrania, donde Eduard trata una vez más de llamar a la madre de Natasha, que sigue sin contestar. Está cansado pero no consigue conciliar el sueño. Intenta hacerse una paja, para empalmarse piensa en Natasha, en sus pómulos tártaros, en las lentejuelas amarillas de sus ojos, en sus hombros a la vez febles y anormalmente anchos, en su culo dilatado por el uso. Se la imagina en un piso sórdido de la periferia de Moscú, titubeante, maligna, oliendo a alcohol, con el coño al aire. Imagina que se la están follando dos hombres, cada uno por un orificio, y, concentrándose en esta imagen, que sabe por experiencia que le llevará al orgasmo —bueno, al orgasmo: a vaciarse—, se repite enfáticamente que a su patria se la están follando unos mafiosos, le están dando por el culo unos enculados, y es la primera palabra que se le pasa por la cabeza al despertar: enculados. Pedazos de enculados.