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Su amiga Fabienne Issartel, la reina de la noche parisina, le ha dicho: «A un chico enfurecido y que piensa lo contrario de todo el mundo como tú, quiero presentarle a alguien.» Ha organizado en la brasserie Lipp una comida con Jean-Édern Hallier, que acababa de reeditar L’Idiot international.

Había habido un Idiot anterior, fundado veinte años antes con el patrocinio de Sartre. Era una revista polémica del 68 francés, cuyos redactores sospechaban que su patrono, aquel hijo de papá tuerto, brillante, que lo ponía todo patas arriba, era un provocador a sueldo de la policía de Pompidou. Una de sus hazañas, que Fabienne contó a Eduard adivinando que lo apreciaría, había sido un viaje a Chile para entregar a la resistencia contra Pinochet fondos recaudados en los medios de la izquierda caviar francesa. La resistencia no había recibido nada, Jean-Édern Hallier había vuelto con las manos vacías, nadie supo nunca adónde había ido a parar el dinero. Se había construido la fachada del gran escritor y buscado un hueco a su medida entre su camarada Philippe Sollers, con el que en otro tiempo había creado Tel Quel, y Bernard-Henri Lévy, más joven que ambos, cuya apostura y éxito precoz envidiaba. Él también podía haber sido guapo; era rico, tenía un Ferrari y un piso en la Place des Vosges, pero había en él un bufón amargo y autodestructivo que saboteaba el trabajo de las hadas madrinas apostadas a la vera de su cuna. Reverenciaba a los eremitas como Julien Gracq, que había sido su profesor, pero habría dado cualquier cosa por salir en la televisión. Todos los que le conocieron e incluso le apreciaron recuerdan momentos, que alternaban con arrebatos de generoso afecto, en que se abría el abismo de su alma envidiosa y era como si su contacto ensuciara. De él también podría haber dicho Brodsky que recordaba menos a Dostoievski que a su horrible héroe Svidrigáilov. Pero era un Svidrigáilov esplendoroso, que arrastraba a su paso corazones, quiebras, escándalos, y al que Mitterrand, tan orgulloso de su cultura y de su juicio literario, no dudaba en considerar un gran escritor. Jean-Édern, por tanto, le apoyó con toda su energía en 1981, esperando una recompensa —un ministerio, una cadena de televisión— que no llegó. De la noche a la mañana se convirtió en un enemigo jurado del nuevo presidente y empezó a divulgar habladurías sobre él de las que hoy se dice de buena gana que eran secretos a voces, pero no creo que lo fuesen; yo, en todo caso, no estaba al corriente: sobre sus amigos colaboracionistas, sobre su cáncer, sobre su hija natural. Se supo más adelante que la célula antiterrorista del Elíseo consagraba una gran parte de su actividad a escuchar las conversaciones de Jean-Édern Hallier, las de sus amistades y hasta las llamadas que hacía desde la cabina telefónica de la Closerie des Lilas, que frecuentaba. Hacía circular por París un panfleto que al principio se titulaba Tonton et Mazarine, después L’Honneur perdu de François Mitterrand (El honor perdido de François Mitterrand). Nadie se atrevía a publicarlo. Necesitaba un periódico. Fue el segundo Idiot, en torno al cual congregó a una banda de escritores brillantes y pendencieros, cuya única consigna era escribir todo lo que se les pasaba por la cabeza, siempre que fuera escandaloso. El insulto era bienvenido, la difamación recomendada. Si había juicios, se ocupaba el jefe. Atacaban a todos los favoritos del príncipe, a Roland Dumas, George Kiejman, Françoise Giroud, Bernard Tapie, a los notables de la izquierda saciada y a todo lo que pronto se llamaría lo «políticamente correcto», que fue la ideología dominante del segundo septenato de Mitterrand: SOS Racismo, los derechos humanos, la fiesta de la música. El gran denigrador de todo esto, Philippe Muray, conservó hasta el fin de su vida el orgullo de haber sido denunciado continuamente, a base de peticiones y comités de vigilancia, por «lacayos intelectuales», como él llamaba a Pierre Bourdieu, Jacques Derrida o al delator jefe Didier Daeninckx. La primera virtud de L’Idiot, decía este heraldo de lo negativo, fue acorralar a sus enemigos contra las cuerdas del Bien. Estaban en contra de todo lo que estaba a favor, a favor de todo lo que estaba en contra, con este único credo: somos escritores, no periodistas; nuestras opiniones, y no digamos hechos, cuentan menos que nuestro talento para expresarlas. El estilo contra las ideas: viejo estribillo que se remonta a Barrès, a Céline, y que encontraba su chantre ideal en Marc-Édouard Nabe, el granuja jefe de L’Idiot, capaz de exigir y obtener el titular: «El abate Pierre es una basura», pero siempre hay alguien más perverso que tú y Nabe, que había escrito un día un artículo ultraviolento sobre Serge Gainsbourg, se tomó muy mal que Hallier lo publicara de nuevo, sin contar con su acuerdo y declarándolo «infame», el día siguiente de la muerte del cantante.

(Yo pasé de largo en esta aventura; como en el caso del Palace. Desde la triste época de los bikinis, había publicado algunos libros y hallado refugio en una familia muy diferente, la de los autores que publicaban en P.O.L o en Les Éditions de Minuit. Yo había adoptado los valores, más estéticos que políticos, en cuyo nombre ni siquiera sentía curiosidad por lo que, desde muy lejos y sin haber comprado ni una sola vez L’Idiot en sus cinco años de existencia, me parecía un hatajo de vocingleros. Formaban ya una banda, y la mía englobaba a personas que ponían especial empeño en no salir en grupo. Queríamos ser solitarios, recluidos, indiferentes al brillo y a la apariencia. Nuestros héroes eran Flaubert, el Bartleby de Melville, que a cualquier cosa que le piden responde: «I would prefer not to», Robert Walser, muerto en la blancura perfecta de la nieve suiza tras veinte años de silencio en un remoto hospital psiquiátrico. Yo había entablado una amistad que dura todavía con Jean Echenoz, cuyos libros admiraba, así como su impecable postura de escritor: una reserva ligeramente irónica, una ironía ligeramente melancólica, con él podías estar seguro de no revolcarte en el énfasis y el abuso de adjetivos. Mirábamos a la gente de L’Idiot un poco como se mira en el metro a una horda de hinchas del Paris Saint-Germain, empapuzados de cerveza y buscando camorra, y ellos debían de mirarnos a nosotros como a una secta de parnasianos exangües y pretenciosos. Pero aun así es decir demasiado: la verdad es que no nos mirábamos, que ni siquiera existíamos los unos para los otros.)

Volvamos a la comida en Lipp. Muy agitado, con el pelo revuelto y la bufanda blanca pringándose en el plato, JeanÉdern contó a Eduard cómo había perdido un ojo: una bala rusa recibida en Rusia, donde su padre, el general Hallier, combatía al final de la guerra. Pura invención: tenía del accidente tantas versiones como interlocutores. Era una manera de seducir, y los dos hombres se entendieron de maravilla. Cada cual tenía su bestia negra, que al otro le dejaba indiferente, pero Eduard convino cortésmente en que Mitterrand era un crápula y Hallier en que Gorbachov también lo era.

«Oye, deberías escribirlo.» Eduard no deseaba otra cosa, sólo había que encontrar a un traductor. «No hace falta. Yo te comprendo cuando hablas, comprenderé lo que escribes.» De este modo Eduard empezó a escribir en francés y a acudir a las reuniones del comité de redacción de L’Idiot, que se celebraban en el gran apartamento que Hallier poseía en la Place des Vosges. Empezaban con vodka a las diez de la mañana y terminaban al alba. Cuando el hambre se hacía sentir, Louisa, el ama de llaves de Jean-Édern, cocinaba macarrones. Además de los que redactaban las ocho páginas semanales de L’Idiot, pasaban por allí las personas más diversas, se enquistaban, se peleaban, y en lugar de calmarlas, el dueño de la casa, encantado, enconaba las disputas: eran su regocijo y el carburante de su periódico. La primera vez que acudió Eduard, estaban allí Patrick Besson, Marc-Édouard Nabe, Philippe Sollers, Jacques Vergès. Esperaban a Le Pen y finalmente el que se presentó fue el sindicalista Henri Krasucki, y Sollers se puso al piano para cantar La Internacional. Gabriel Matzneff se declaró feliz de leer, al lado del artículo en el que él mismo trenzaba coronas para «Michel Gorbatcheff» —la grafía que se empeñaba en usar—, el de Limónov en que reclamaba para Gorbachov un consejo de guerra seguido de doce balas en el cuerpo. Matzneff, de acuerdo con su leyenda, extremó la elegancia hasta el punto de felicitar a su joven colega por sus progresos en francés.

Eduard volvió a las reuniones con tanta más asiduidad cuanto que vivía al lado, y algunas veces llevaba a Natasha, y cuanto más iba más a gusto se sentía. Extrema derecha y extrema izquierda se emborrachaban codo a codo, se alentaban a exponer las opiniones más contrapuestas, sin que la cosa desembocase en algo tan vulgar como un debate. Se intercambiaban soplos sobre la mejor forma de que te pagase Jean-Édern («Le das el artículo con una mano y coges los billetes con la otra»: la técnica de Sollers), reñían, se enfadaban con él, se reconciliaban, descolgaban el teléfono por la noche porque padecía insomnio y tenía por costumbre llamar a las cinco de la mañana. No pagaba al impresor ni a los abogados, los acreedores hacían cola en la sala de espera, los juicios por difamación se multiplicaban, nadie sabía con qué se haría el número siguiente. Exhortado por el escenario de la Place des Vosges, Eduard podía creerse en Los tres mosqueteros, que tanto le había gustado de adolescente, y verse a sí mismo como un D’Artagnan de la pluma, armado caballero, en compañía de grandes bebedores y espadachines, por aquel chiflado feudal que tenía de Porthos la desmesura, de Aramis sus mandobles fallidos y hasta, bien mirado, de Athos la honda melancolía, gracias a la cual le perdonaban. En la vida, pensaba, hay que tener una banda, y en París no había ninguna más viva.