Como ahora le invitaban a este tipo de actos, un día participó en un encuentro internacional de escritores que se celebraba en Budapest. Asistían grandes humanistas, como el polaco Miłosz y la sudafricana Nadine Gordimer. Por parte francesa, el joven Jean Echenoz, rubio, reservado, elegante, y Alain Robbe-Grillet con su mujer: él, sarcástico y jovial, el gesto amplio, la voz profunda, encantado de su fama mundial pero como a un estudiante de medicina puede encantarle un buen chiste; ella, una mujercita viva, risueña, de quien se decía que organizaba orgías; los dos, en suma, muy simpáticos. Los demás formaban el muestrario habitual de chaquetas de tweed, gafas de media luna, permanentes azuladas, cotilleos editoriales: una comitiva no muy distinta de una delegación de la Unión de Escritores de juerga en Sochi.
Hubo un debate siniestro con escritores húngaros, y cuando uno de los organizadores manifestó su orgullo por acoger a intelectuales tan prestigiosos, Eduard declaró que él no era un intelectual sino un proleta, y un proleta receloso, no progresista, no sindicado, un proletario que sabe que los obreros son siempre los cornudos de la historia. Los Robbe-Grillet se rieron de buena gana, Echenoz sonreía pero como si pensara en otra cosa, los húngaros estaban consternados, y para abrumarles más añadió otra pulla y explicó que despreciaba a los obreros porque había sido obrero, que despreciaba a los pobres y nunca les daba un céntimo porque había sido pobre y además lo seguía siendo. Después de esta invectiva se quedó tranquilo, no le volvieron a solicitar que interviniera. Por la noche, en el bar del hotel, asestó una puñetazo en la jeta a un escritor inglés que había hablado mal de la Unión Soviética. Otros escritores intentaron separarles y Eduard, en lugar de calmarse, se puso a repartir leña como un loco y aquello se convirtió en una trifulca general, en el ardor de la cual, según me contó Echenoz, la respetable Nadine Gordimer recibió un golpe de taburete. Pero no es esto lo que quería contar.
Lo que quería contar sucede en un minibús que, tras alguna mesa redonda, traslada a los congresistas al hotel. En un semáforo, un camión militar se detiene al lado del minibús, dentro del cual se propaga un murmullo de espanto delicioso: «¡El Ejército Rojo! ¡El Ejército Rojo!» Con la nariz pegada al cristal, sobreexcitados, toda esta banda de intelectuales burgueses son como niños delante de unas marionetas cuando sale del bastidor el gran lobo malo. Su país es todavía capaz de dar miedo a los cojones blandos de Occidente: todo va bien.
Salvo Solzhenitsyn, los emigrados rusos de su generación estaban seguros de que nunca volverían, convencidos de que el régimen del que habían huido duraría, si no siglos, como mínimo hasta después de su muerte. Eduard seguía de bastante lejos lo que sucedía en la URSS. Pensaba que su patria hibernaba bajo la banquisa, que él vivía mejor lejos de ella, pero que su país, poderoso y sombrío, seguía siendo el mismo que él había conocido, y esta idea le tranquilizaba. La televisión mostraba invariables desfiles militares ante una serie de viejos petrificados, con el busto constelado de medallas. Hacía mucho tiempo que Brézhnev no daba un paso sin que le sostuvieran. Cuando finalmente murió, al cabo de dieciocho años de inmovilismo y Premios Lenin por su inestimable aportación teórica a la comprensión del marxismo-leninismo, para sustituirle nombraron a Andrópov, un chequista que en los medios informados tenía reputación de duro pero era inteligente, y que posteriormente llegó a ser entre los conservadores objeto de un culto menor, rendido al hombre que, de haber vivido, habría podido reformar el comunismo en lugar de destruirlo. Su nombramiento divirtió sobre todo a Limónov, porque se acordaba de que quince años antes se había ligado a su hija. Pero Andrópov murió al cabo de menos de un año después, y ocupó su puesto el achacoso Chernenko. Me acuerdo del titular de Libération: «La URSS les presenta a sus mejores viejos».[3] Esto nos hacía gracia a mis amigos y a mí, pero Eduard no se reía porque detesta que se burlen de su país. Luego murió a su vez Chernenko y nombraron a Gorbachov.
Tras esta procesión de momias a las que enterraban una tras otra, Gorbachov cautivó a todo el mundo —quiero decir: a todo el mundo en Francia— porque era joven, porque caminaba sin ayuda, porque tenía una mujer sonriente y porque era evidente que le gustaba Occidente. Con él podríamos entendernos. En aquel tiempo, los kremlinólogos estudiaban con detenimiento la composición del Politburó y dentro de él distinguían entre liberales y conservadores, con grises matices intermedios. Se veía bien que con Gorbachov y sus consejeros Yákovlev y Shevardnadze los liberales tenían el viento de popa, pero de los más liberales de los liberales sólo se esperaba alguna relajación interior y exterior: relaciones correctas con Estados Unidos, un poco de buena voluntad en las conferencias internacionales, algunos disidentes menos en los hospitales psiquiátricos. La idea de que seis años después del ascenso de Gorbachov al puesto de secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética este partido dejaría de existir, al igual que la propia Unión Soviética, no se le pasaba por la cabeza nadie, y menos a Gorbachov, apparatchik modélico y deseoso, lo cual ya era mucho, de retomar las cosas donde las había dejado Jrushov antes de ser destituido, veinte años antes, por «voluntarismo».
No voy a dictar un curso sobre la perestroika, pero debo hacer hincapié en lo siguiente: lo realmente extraordinario que ha ocurrido en la Unión Soviética durante esos seis años, y que lo trastornó todo, es que se pudo hacer historia libremente.
En 1986 publiqué un pequeño ensayo cuyo título, El estrecho de Bering, remitía a una anécdota que me había contado mi madre: tras la caída en desgracia y la ejecución de Beria, jefe del NKVD con Stalin, los suscriptores de la Gran Enciclopedia Soviética recibieron la instrucción de recortar de su ejemplar el artículo elogioso consagrado a aquel ardiente amigo del proletariado para sustituirlo por un artículo de idéntico calibre sobre el estrecho de Bering. Beria, Bering: el orden alfabético no se alteraba, pero Beria ya no existía. Del mismo modo, tras la caída de Jrushov hubo que tirar de tijeras en las bibliotecas para suprimir Un día en la vida de Iván Denísovich de los antiguos ejemplares de la revista Novy Mir. El privilegio que Tomás de Aquino negaba a Dios, el de que no haya acontecido lo que ha acontecido, se lo arrogó el poder soviético, y no es a George Orwell, sino a un compañero de Lenin, Piatakov, a quien se debe esta frase extraordinaria: «Si el partido lo exige, un auténtico bolchevique está dispuesto a creer que lo negro es blanco y lo blanco negro.»
El totalitarismo, que en este punto decisivo la Unión Soviética llevó más lejos que la Alemania nacionalsocialista, consiste en decirle a la gente que allí donde ve negro es blanco, y obligarla no sólo a repetirlo, sino, a la larga, a creerlo a pies juntillas. La experiencia soviética extrae de este aspecto esa cualidad fantástica, a la vez monstruosa y monstruosamente cómica, que ilumina toda la literatura subterránea, desde Nosotros de Zamiatin a Cumbres abismales de Zinóviev, pasando por Chevengur de Platónov. Es este aspecto el que fascina a todos los escritores capaces, como Philip K. Dick, como Martin Amis o como yo, de absorber bibliotecas enteras sobre todo lo que le ha ocurrido a la humanidad en Rusia en el siglo pasado, y que resume así uno de mis historiadores preferidos, Martin Malia: «El socialismo integral no es un ataque contra abusos específicos del capitalismo, sino contra la realidad. Es una tentativa de abolir el mundo real, un intento condenado a largo plazo, pero que durante un determinado período consigue crear un mundo surrealista definido por esta paradoja: la ineficacia, la penuria y la violencia se presentan como el bien supremo.»
La abolición de la realidad implica la de la memoria. La colectivización de las tierras y los millones de kuláks asesinados o deportados, la hambruna organizada por Stalin en Ucrania, las purgas de los años treinta y los millones adicionales de muertos y deportados de un modo puramente arbitrario: todo esto no había sucedido nunca. Por supuesto, un chico o una chica que tuviese diez años en 1937 sabía muy bien que una noche había venido una gente a buscar a su padre y que después nunca habían vuelto a verle. Pero sabía también que no había que hablar de ello, que ser el hijo de un enemigo del pueblo era peligroso, que más valía actuar como si nada hubiera pasado. De este modo todo un pueblo hacía como si nada hubiese ocurrido y aprendía la historia según el Curso abreviado que el camarada Stalin se había tomado la molestia de escribir él mismo.
Solzhenitsyn lo había anunciado: en cuanto se empiece a decir la verdad todo se derrumbará. Gorbachov no pensaba en esto, desde luego, pensaba más bien en una concesión localizada y controlable cuando, en un discurso pronunciado para el setenta aniversario de la Revolución de Octubre ante todos los dignatarios del comunismo mundial, Honecker, Jaruzelski, Castro, Ceauşescu, Daniel Ortega, de Nicaragua (todos ellos, salvo Castro, habrían de caer en los años siguientes, en gran parte a causa de este discurso), lanzó la palabra glásnost, que significa transparencia y proclamó su intención de colmar «las lagunas de la historia». En ese discurso habló de los «centenares de miles» de víctimas del estalinismo, aunque se trataba de decenas de millones, pero da igual, se había dado luz verde, se había abierto la caja de Pandora.
A partir de 1988 se convirtió en pública, en forma de samizdat o de ediciones extranjeras clandestinamente importadas, la información a la que sólo la élite intelectual tenía acceso, y un frenesí de lectura se apoderó de los rusos. Cada semana aparecía un nuevo libro, hasta entonces prohibido. Las enormes tiradas se agotaban enseguida. La gente hacía cola al amanecer delante de los quioscos y luego, en el metro, el autobús e incluso andando por la calle, leía como posesa lo que había comprado con tanto esfuerzo. Durante una semana, todo el mundo en Moscú leía El doctor Zhivago y no hablaba de otra cosa, la semana siguiente era Vida y destino de Vasili Grossman, y la siguiente 1984, de Orwell, o los libros del gran precursor inglés Robert Conquest, que escribió en los años sesenta la historia de la colectivización y de las purgas, lo que le valió que le calificaran de agente de la CIA todos los compañeros de ruta que había en Occidente y que se afanaban en no desesperar a Billancourt. Un grupo de disidentes fundó con el patrocinio de Sájarov la asociación Memorial, que un poco a imitación de Yad Vashem en Jerusalén, se propuso cumplir el voto de Anna Ajmátova en Réquiem: «Quisiera llamaros a todos por vuestro nombre.» Se trataba de nombrar a las víctimas de la represión a las que no sólo habían asesinado, sino borrado de la memoria. Al principio, Memorial dudaba en emplear la palabra millones, y luego dieron el paso y era como si siempre se hubiese sabido, como si sólo se aguardase el derecho a decirlo en voz alta. El paralelismo entre Hitler y Stalin se convirtió en un lugar común. En un debate tenías la certeza de cosechar un éxito mencionando la teoría del 5% formulada por el Padrecito de los Pueblos (en sustancia: si en la masa de personas detenidas hay un 5% de culpables, ya es suficiente), o citando la frase de su comisario de justicia, Krylienko: «No sólo hay que ejecutar a los culpables; impresiona más la ejecución de inocentes.» El mismo Alexandr Yákovlev, el consejero principal de Gorbachov, recordó en un discurso que Lenin había sido el primer político en emplear las palabras campo de concentración. Aquel discurso fue pronunciado muy oficialmente por el bicentenario de la Revolución Francesa, es decir, menos de dos años después de que Gorbachov diera la señal de partida de la glásnost, lo que da idea del camino recorrido y de la rapidez con que se recorrió. El propio Yákovlev, el mismo año, explicó en la televisión que el decreto que rehabilitaba a todos los que habían sido perseguidos desde 1917 no era en absoluto, como decían los miembros del partido, una medida de mansedumbre, sino de arrepentimiento: «No les perdonamos, les pedimos perdón. La finalidad de este decreto es rehabilitarnos a nosotros, que al guardar silencio y mirar a otra parte hemos sido cómplices de estos crímenes.» Resumiendo, pasaba a ser una opinión corriente que el país había estado durante setenta años en manos de una banda de criminales.
Fue la liberación de la historia lo que provocó el derrumbamiento de los regímenes comunistas de la Europa del Este. Desde el día en que se reconoció la existencia del protocolo secreto Ribbentrop-Mólotov, por el cual la Alemania nazi cedió en 1939 a la URSS, como un regalo secreto, los Estados bálticos, éstos disponían de un argumento irrefutable para reclamar su independencia. Bastaba con decir: «La ocupación soviética era ilegal en 1939 y lo sigue siendo cincuenta años más tarde: váyanse.» A este tipo de argumentos la URSS habría respondido en otro tiempo enviando carros de combate, pero esa época ya había pasado, y así se produjo en 1989 el año milagroso de Europa. Lo que a Solidarność, en Polonia, le había costado diez años conseguir, los húngaros lo obtuvieron en diez meses, los alemanes del Este en diez semanas y los checos en diez días. Salvo en Rumanía, no hubo violencia: fueron revoluciones de terciopelo que, en medio del alborozo general, llevaron al poder a héroes intelectuales como Václav Havel. La gente se abrazaba en las calles. Los editorialistas comentaban sin reírse la tesis de un universitario norteamericano que proclamaba que había llegado «el fin de la historia». Todos los pequeñoburgueses de Europa occidental, y yo entre ellos, fueron a pasar el Año Nuevo a Praga o a Berlín.
Dos personas en París no participaban de esta alegría: mi madre y Limónov. Mi madre se alegraba de la descomposición del bloque soviético, primero porque era hija de rusos blancos y lo veía con hostilidad, y segundo porque la había anunciado. Pero no soportaba que se lo agradecieran a Gorbachov. Según ella (y pienso que tenía razón, aunque es eso precisamente lo que le convierte en una figura histórica tan fascinante), todo esto sucedió a pesar de él. No liberó nada de nada, únicamente le tomaban la palabra, se dejaba forzar la mano y frenaba todo lo posible un proceso que él había desencadenado por imprudencia. Era al mismo tiempo un aprendiz de brujo, un demagogo y un aldeano que —colmo de infortunio a los ojos de mi madre— hablaba un ruso espantoso.
Eduard estaba de acuerdo con todo esto. La popularidad de Gorby, como decían los que empezaban a llamar Tonton a Mitterrand, le había irritado desde el principio: el jefe de la Unión Soviética no está ahí para gustar a periodistas occidentales gilipollas, sino para darles miedo. Cuando amigos ingenuos le decían: «¡Qué tío tan increíble, tienes que estar encantado!», él se lo tomaba como un católico tradicional se tomaría que le feliciten porque a monseñor Gaillot le han elegido Papa. No le gustó la glásnost ni que el poder entonara el mea culpa ni, sobre todo, que para complacer a Occidente abandonase territorios conquistados con la sangre de veinte millones de rusos. No le gustó ver a Rostropóvich, cada vez que un muro se derrumbaba, precipitarse con su violonchelo y tocar con aire inspirado las suites de Bach sobre los escombros. No le gustó, al encontrar en una tienda de excedentes un abrigo de soldado del Ejército Rojo, observar que los botones de latón de su infancia habían sido cambiados por botones de plástico. Era un detalle, pero según él un detalle que lo decía todo. ¿Qué idea podía hacerse de sí mismo un soldado reducido a llevar un uniforme con botones de plástico? ¿Cómo podía combatir? ¿A quién podía asustar? ¿Quién había tenido la idea de cambiar el latón brillante por aquella mierda moldeada en serie? No, desde luego, el alto mando, sino más bien un cretino de civil en el fondo de su despacho, encargado de reducir los costes, pero así se pierden las batallas y se desmoronan los imperios. Un pueblo cuyos soldados van vestidos con uniformes de saldo es un pueblo que ya no tiene confianza en sí mismo ni inspira respeto a sus vecinos. Está derrotado de antemano.