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Además de escribir en Télérama, animaba en una radio libre una emisión semanal y, cuando apareció Diario de un fracasado, invité a Limónov al programa. Fui a recogerle a su casa en moto. Vivía en el Marais, en un estudio de mobiliario espartano, con pesas por el suelo y, encima de la mesa, al lado de la máquina de escribir, un aparato de resortes para fortalecer los músculos de las manos. Vestido con una camiseta negra y ceñida que resaltaba sus pectorales y bíceps, y con el pelo cortado a cepillo, tenía aspecto de paracaidista, pero de uno con gafas gruesas y con algo curiosamente infantil en la cara, la expresión, la silueta. En la foto que ilustraba el artículo que yo había dedicado a su libro, llevaba una cresta estilo mohicano, piercings, una panoplia de punk que debía de datar de su llegada a Francia y que ya había pasado de moda, y una de las primeras cosas que me dijo fue que podríamos haber encontrado una foto más reciente: la elegida parecía disgustarle mucho.

No recuerdo gran cosa del programa. Después le llevé a su casa y nos despedimos sin que yo le propusiera ir a beber algo y volver a vernos si se terciaba. Fue así, sin embargo, como había hecho sus primeros amigos en París. Muchos eran, como yo, periodistas a destajo, animadores de radios libres, editores debutantes. Gente entre veinte y treinta años a la que le había gustado su primer libro y había aprovechado el pretexto de una entrevista para conocerle, tras lo cual tomaban unas copas, cenaban juntos, salían en grupo, hacían amistad. Recién llegado, sin conocer a nadie y hablando mal francés, estaba claro que ansiaba estas relaciones, y gracias a Thierry Marignac, Fabienne Issartel, Dominique Gaultier o mi amigo Olivier Rubinstein se integró rápidamente en la pequeña tribu de la buena onda parisina: inauguraciones de galerías de pintura, cócteles de editores, veladas en el Palace y luego en Les Bains-Douches. Yo no pertenecía a aquella tribu a la que fingía desdeñar y que de hecho me intimidaba. Es triste decirlo, pero nunca fui al Palace. Posteriormente me crucé con Limónov de vez en cuando, por lo general en las fiestas en casa de Olivier. Intercambiábamos un vago saludo, algunas palabras. Él estaba muy presente en mi vida y yo, pensaba, muy poco en la suya. Por eso me dejó estupefacto, cuando volví a verle en Moscú veinticinco años más tarde, que se acordara perfectamente de las circunstancias de nuestro encuentro, del programa de radio y hasta de la moto. «Una Honda 125 roja, ¿no es eso?»

Exactamente.

Pienso que los primeros años de su estancia en París fueron los más felices de su vida. Había escapado por los pelos de la miseria y el anonimato. La publicación del Poeta ruso, seguida del Diario de un fracasado, le había convertido en una pequeña estrella en un medio que le gustaba: no tanto el de la edición y la prensa literaria seria como el de los jóvenes a la moda que adoraron al instante su facha, su francés patoso y sus comentarios tranquilamente provocativos. Bromas crueles sobre Solzhenitsyn, brindis por Stalin, era justamente lo que la gente quería oír en una época y un ambiente que, después de haber enterrado a la vez el fervor político y las boberías alternativas, sólo admiraba el cinismo, el desencanto y la frivolidad glacial. Incluso en la indumentaria, el estilo soviético gozaba del favor de los pospunks, que se pirraban por las gafas gruesas de concha al estilo Politburó, las insignias del Komsomol, las fotos de Brézhnev besando en los labios a Honecker, y Limónov se quedó atónito y luego se emocionó al ver en los pies de un joven estilista superenrollado unos botines de plástico con botones a presión que eran idénticos a los que llevaba su madre en Járkov a principios de los años cincuenta.

Él que tanto se quejaba de estar abonado a las categorías C y D tenía ahora acceso a las mujeres de la clase A y hasta de la A+, como aquella célebre belleza parisina a la que prácticamente le metió la mano en las bragas durante una cena mundana, porque ahora le invitaban a estos actos sociales. Se marcharon juntos, hicieron la ronda de bares y ella le llevó al alba a su elegante apartamento en Saint-Germain-des-Prés. Tenía los pechos más hermosos que él había visto, pero era sólo el comienzo del cuento de hadas, porque se descubrió que era una condesa —¡una auténtica condesa!— y conocía a todo el mundo en París. Divertida, por añadidura, bebía como una esponja, encadenaba cigarrillos, juraba como un carretero y en el momento en que se conocieron era soltera. Nombrado amante de la temporada, Eduard causó a su vez una fuerte impresión en el círculo de homosexuales que la rodeaba e interpretó para la satisfacción general su papel de golfo encantador. Esta halagadora relación duró unos meses. Un pequeño Rastignac habría sabido sacar partido, pero en este punto hay que hacer justicia a Eduard: él no es un pequeño Rastignac. Aunque quisiera serlo, posee el genio de hacer lo que no debe para ascender socialmente. En el otoño de 1982, invitado a Nueva York por un editor americano —porque ahora tenía editor en Estados Unidos—, encontró en un bar donde ella cantaba a una rusa de veinticinco años, se la llevó París y la instaló en su estudio. Si la condesa sufrió con la ruptura no dio señales al respecto. Dejaron de verse, porque la rusa estaba celosa, pero a distancia siguieron siendo buenos camaradas.

Sólo pude vislumbrar a Natasha Medviédieva en casa de Olivier Rubinstein, que frecuentaba mucho a los dos. Era espectacular: grande, majestuosa, los muslos poderosos embutidos en unas medias de rejilla, pintada como una puerta y, según Olivier, que sin embargo la apreciaba, era una rompepelotas de primera. Eduard estaba locamente enamorado de ella, lo que no había ocurrido en el caso de la condesa. Veía en Natasha una aristócrata a su gusto. Una chica de la calle, una fuera de la ley, nacida como él en un gris arrabal soviético y lanzada a la conquista del vasto mundo con las únicas bazas de su belleza chillona, su voz de contralto, su humor brutal de superviviente. Eran amantes, y amantes apasionados, pero también hermano y hermana, y aunque a él le complacía su papel de proleta que humedecía a la condesa, pienso que ese fantasma tenía menos gancho para él que el de la pareja de aventureros casi incestuosos, salidos de la misma miseria, unidos para afrontar el mundo malvado mediante un pacto de vida y muerte. Estaba ávido de seducir pero era profundamente monógamo. Creía que cada cual está destinado en la vida a encontrar a cierto número de personas y que ese número es fijo, que si desperdicias estas posibilidades has perdido. Había abandonado a Anna porque había conocido a una mujer mejor que ella. Natasha sería la buena porque estaban en igualdad de condiciones: dos hijos extraviados que se reconocían a primera vista y no se abandonarían nunca.

En el Libro de los muertos cuenta una bonita historia: la visita que los dos hicieron a Siniavski. Escritor de talento, disidente de la primera hora, Andréi Siniavski había inhumado el féretro de Pasternak y, tras un proceso casi tan célebre como el de Brodsky, había pasado unos años en Siberia. Era el arquetipo de esos pensadores rusos de gran barba que en la emigración sólo hablaban ruso, con rusos y de Rusia, todo lo cual Eduard desdeñaba, y sin embargo tenía afecto a Siniavski, al que iba a ver a veces a su casa llena de libros en Fontenay-aux-Roses. Siniavski y su mujer le parecían conmovedores, llanos, hospitalarios, y aunque apenas eran mayores que él, Eduard los veía como a unos padres. La mujer le vigilaba para que no bebiera, porque era malo para la salud, pero en cuanto Andréi Donátovich se había tomado una copichuela su seriedad se volvía sentimental, abrazaba a la gente y le decía que la quería.

El día en que Eduard les presentó a Natasha, bebieron té después del vodka, comieron arenques y pepinillos encurtidos, aquello era un pequeño y caluroso islote de Rusia en la periferia parisina y, a instancia de ellos, Natasha empezó a cantar. Romanzas, baladas de la patriótica Primera Guerra Mundial que hablaban de batallones perdidos, de soldados muertos en el frente, de las novias que les esperaban. Tenía una voz espléndida, ronca y profunda, todos los que la han conocido dicen que cuando cantaba la cosa era muy simple: se le veía el alma. Cuando llegó El pañuelo azul, una canción que nadie, ni hombre ni mujer, nacido en la Unión Soviética después de la guerra puede oír sin llorar, fue algo tan intenso, tan perturbador que los tres oyentes ya no se atrevían a mirarse. En el momento de marcharse, Siniavski, al abrazar a Eduard resoplando, con los ojos todavía enrojecidos por las lágrimas, le dijo a media voz: «¡Qué mujer tiene, Eduard Veniamínovich! ¡Qué mujer! ¡Qué orgulloso debe de estar!»

La contrataron para cantar en el cabaré ruso Raspoutine. Volvía a casa tarde, después de su actuación, y a menudo borracha. Cuando él descubrió que empezaba a beber en cuanto se despertaba, tuvo que admitir que lo que al principio había tomado por un sólido aguante era en realidad alcoholismo. Esta distinción nunca es fácil de hacer, y aún menos para los rusos, pero él sí la hacía, con respecto a sí mismo. Durante una velada podía ingerir una cantidad de alcohol asombrosa y después no beber más que agua durante tres semanas, y ni siquiera la más severa de sus curdas le había impedido nunca estar a las siete de la mañana sentado a su mesa de trabajo. Dice, y le creo, que hizo todo lo que pudo para proteger a Natasha de su demonio, y que la vigilaba, le escondía las botellas y sobre todo le repetía que cuando tienes talento es un crimen desperdiciarlo. Consiguió infundirle la confianza suficiente para que dejase totalmente la bebida durante el tiempo en que escribió un libro sobre su adolescencia en una barriada de Leningrado que se titulaba Mamá, amo a un gamberro, y que Olivier publicó. Esta tregua duró algunos meses y luego ella reincidió: en el alcohol, pero no solamente. Desaparecía dos, tres días. Loco de inquietud, Eduard vagaba por París buscándola, telefoneaba a los amigos de ambos, a los hospitales, a las comisarías. Ella acababa volviendo, demacrada, sucia, trastabillando sobre sus tacones altos. Se desplomaba en la cama y él tenía que levantar su cuerpo abotagado, ya ajado, para desvestirla. Cuando despertaba, al cabo de cuarenta y ocho horas, se ocupaba de ella como de un niño enfermo, le llevaba un caldo en una bandeja pero también la interrogaba y ella decía que no se acordaba de nada. Zapói.

Amigos comunes, con la mayor delicadeza posible, le dijeron que además de beber hasta caerse en la calle se follaba a tíos, muchas veces desconocidos. Se habían decidido a decírselo porque podía ser peligroso. Ella confesaba, llorando: lo hacía desde los catorce años. Después se avergonzaba, se prometía no recaer y reincidía, no podía evitarlo. En otro tiempo, la palabra ninfomanía evocaba en Eduard asociaciones gratamente licenciosas: si todas las chicas fuesen ninfómanas, decía, la vida en la tierra sería más divertida. En realidad, no lo era en absoluto. La mujer magnífica y resplandeciente que él amaba, la mujer de la que estaba tan orgulloso y a la que había jurado fidelidad y asistencia era una enferma, una más. Violentas disputas precedían a reconciliaciones apasionadas en la cama. Ella lloraba, él la consolaba, la estrechaba en sus brazos, la acunaba repitiendo que se apoyara en él, que siempre estaría a su lado, que la salvaría. Luego volvía a ocurrir lo mismo, ella se defendía de su protección del mismo modo que quien se ahoga golpea a su salvador y quiere arrastrarle al fondo. Se separaron varias veces, varias veces volvieron a vivir juntos, ilustrando el esquema clásico: ni contigo ni sin ti.

Él tenía la ambición de saltar del rango de escritor poco conocido al de escritor realmente famoso, y sabía que para ello hacía falta disciplina. Rara vez se acostaba después de medianoche, se levantaba al amanecer y, tras una sesión de flexiones y de pesas, se sentaba a la mesa para sus cinco horas de trabajo cotidiano. A continuación se sentía libre para callejear, con una preferencia por los barrios elegantes, Saint-Germain-des-Prés o el Faubourg Saint-Honoré, contra los cuales se jactaba de haber conservado intacto su odio: mientras seas malo no te has convertido en un animal doméstico. Con este ritmo, escribió y publicó un libro al año durante diez años. Después de la trilogía «Eduard en América» (El poeta ruso prefiere los negrazos, Diario de un fracasado, Historia de un servidor), conocimos al Eduard delincuente juvenil en Járkov (Retrato de un bandido adolescente, Historia de un canalla), después la historia de Eduard bajo Stalin (La gran época), sin contar algunas colecciones de cuentos donde recicla lo que no había tenido cabida en las novelas. Eran libros muy buenos: simples, directos, llenos de vida. Los editores estaban contentos de publicarlos, los críticos de recibirlos y sus fieles lectores, yo entre ellos, de leerlos, pero para su gran desilusión el círculo de fieles no se ampliaba. Uno de sus editores le aconsejó que, para variar y quizá ganar un premio, escribiese una verdadera novela, de preferencia salaz. Se puso a la tarea con su seriedad habitual, gestó cuatrocientas páginas sobre un emigrado ruso que se abre camino en la alta sociedad neoyorquina iniciando a mujeres ricas en el sadomasoquismo, pero a pesar de sus esfuerzos por ser escandaloso, a pesar de la portada de una revista mundana en la que aparecía con esmoquin, con aire perverso, con dos mujeres desnudas a sus pies, la verdadera novela, que se titulaba Oscar y las mujeres, no tuvo éxito: hay que decir que era francamente mala. El poeta ruso ha vendido quince mil ejemplares, un gran éxito para un primer libro, pero él esperaba que ese éxito no dejaría de aumentar, pero no, se había detenido y luego estancado entre los cinco y los diez mil. En términos de ingresos, incluso con algunas traducciones y aun habiendo obtenido por su cara bonita anticipos superiores al importe de sus derechos de autor, aquello no era jauja: cincuenta, sesenta mil francos anuales, lo que ganaba al mes un ejecutivo. Seguía hurgando en las estanterías del supermercado de Saint-Paul en busca de las cosas más baratas, los alimentos de pobres que había comido toda su vida: un pollo para hacer una sopa que dura muchos días, fideos, vino en botella de plástico, y en la caja le faltaban dos francos, tenía que devolver un artículo bajo la mirada despreciativa de los clientes que hacían cola detrás de él.

Escribir no había sido nunca para Eduard un fin en sí mismo, sino el único medio a su alcance de alcanzar el verdadero objetivo, hacerse rico y famoso, y al cabo de cuatro o cinco años en París se dio cuenta de que quizá no lo alcanzase. Iba a envejecer quizá como un escritor de segunda fila, de reputación agradablemente cáustica, a los que sus colegas miran con envidia en los salones del libro porque atrae a las chicas guapas un poco destroy, y que le prestan una vida un poco más amena que la suya, pero en realidad vive en una buhardilla con una cantante alcohólica, se vacía los bolsillos de la ropa para ver si tiene con qué comprar una loncha de jamón, y se pregunta con angustia qué recuerdos le quedan para embutir en su próximo libro, porque lo cierto es que está llegando al fondo, prácticamente lo ha contado todo de su pasado, sólo le queda el presente y el presente es esto: nada de que vanagloriarse, sobre todo cuando se entera de que Brodsky, ese enculado, acaba de recibir el Premio Nobel.