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Dos años antes mi madre se había hecho famosa. Universitaria hasta entonces apreciada por sus pares, a instancia de un editor inteligente había sintetizado las investigaciones que llevaba a cabo desde el comienzo de su carrera en un libro que fue un gran éxito de ventas. La tesis de El fin del imperio soviético era en aquel tiempo nueva y audaz. Es un error, decía mi madre, identificar la URSS con Rusia. Es un mosaico de pueblos que se mantienen unidos a trancas y barrancas, y donde las minorías étnicas, lingüísticas, religiosas y principalmente musulmanas son tan numerosas, tan dispuestas a reproducirse y tan descontentas de su suerte que al final forzosamente acabarán volviéndose mayoritarias y amenazando la hegemonía rusa. De ahí la conclusión de la tesis: era asimismo un craso error creer, como en 1978 creía casi todo el mundo, que el imperio soviético duraría aún varias generaciones. Es frágil y sus nacionalidades lo gangrenan como si fueran termitas, y muy bien podría suceder que acabara derrumbándose.

No se desplomó totalmente de esta manera pero, aun así, el decenio que empezaba demostró que eran correctas las intuiciones de mi madre y le confirieron un estatuto de oráculo que posteriormente ella se ha cuidado mucho de no poner en peligro con vaticinios imprudentes. El fin del imperio soviético hizo tanto ruido que mereció un artículo en primera plana de Pravda, donde se denunciaba a la tristemente célebre Hélène Carrère d’Encausse como inspiradora de una forma nueva y especialmente perniciosa de anticomunismo. Ello no impidió que mi madre viajara a Moscú el año siguiente y se entrevistara con el autor del artículo, un historiador que le preguntó, con los ojos brillantes: «¿Ha traído su libro? ¿No? Qué lástima, me hubiera gustado tanto leerlo, parece que es una obra notable», signo de que los tiempos de brezhnevismo crepuscular se habían vuelto claramente blandos.

Especialista en adelante indiscutible de la Unión Soviética, mi madre empezó a recibir todo lo que abordaba el tema de cerca o de lejos. Así que un domingo de aquel cruel invierno en que fui a comer a casa de mis padres, al curiosear en el montón de las últimas obras recibidas, topé con un libro de título intrigante: El poeta ruso prefiere a los negrazos. En la guarda figuraba una dedicatoria escrita con la letra torpe de alguien poco habituado al alfabeto latino: «Para Carrère d’Encausse, del John Rotten de la literatura.» A pesar de mi mal humor, por entonces crónico, sonreí al pensar que el autor de la dedicatoria no debía de saber muy bien quién era «Carrère d’Encausse», la persona a la que su editor le había exhortado a enviar el libro, ni tampoco que mi madre no sabía quién era John Rotten. Le pregunté si lo había leído. Ella se encogió de hombros y respondió: «Lo he hojeado. Es aburrido y pornográfico», dos palabras que en mi familia se consideraban sinónimas. Me llevé el libro.

A mí no me pareció aburrido, al contrario, pero me causó un daño que no estaba en condiciones de sobrellevar. Mi ideal era convertirme en un gran escritor, me sentía a años luz de lograrlo y el talento de los demás me ofendía. Los clásicos, los grandes muertos, vale, pero gente unos pocos años mayor que yo… En el caso de Limónov, no fue su talento literario lo que me impresionó en primer lugar. El dios de mi juventud era Nabokov, necesité tiempo para que me gustase la prosa franca y directa del poeta ruso, y sus modales debieron de parecerme un tanto relajados. Lo que contaba, es decir, su vida, me produjo más efecto que su modo de contar. ¡Pero qué vida! ¡Qué energía! Energía, ay, que, en lugar de estimularme, me hundía cada vez más, página tras página, en la depresión y el odio a mí mismo. Cuanto más leía, más cortado me sentía por una tela apagada y mediocre, condenado a ocupar en el mundo un papel de comparsa, y de comparsa amargado, envidioso, que sueña con papeles de protagonista a sabiendas de que no se los ofrecerán nunca porque le falta carisma, generosidad, valor, le falta todo menos la espantosa lucidez de los fracasados. Podría haberme tranquilizado diciéndome que lo que yo sentía también lo había sentido Limónov, que él dividía, igual que yo por entonces, la humanidad en fuertes y débiles, en ganadores y perdedores, en VIPS y en don nadies, que vivía atenazado por la angustia de formar parte de la segunda categoría y que precisamente esta angustia, tan crudamente expresada, era la que confería fuerza al libro. Pero yo no lo veía. Lo único que veía era a la vez a un aventurero y a un escritor publicado, mientras que yo nunca sería ni lo uno ni lo otro, la única e irrisoria aventura de mi vida se había saldado con un manuscrito que no interesaba a nadie y dos cajas llenas de bikinis ridículos.

A mi regreso de Indonesia había encontrado trabajo como crítico de cine. Un editor que se había fijado en mis artículos y se disponía a lanzar una colección de monografías sobre cineastas contemporáneos me propuso que le escribiera una sobre quien yo quisiera, y opté por Werner Herzog. Admiraba sus películas, que entonces cosechaban un gran éxito, pero sobre todo le admiraba a él. Había trabajado en una fábrica para costearse solo, sin perder tiempo en convencer a nadie, documentales extáticos donde se veían a supervivientes de catástrofes, a marginados, espejismos. En Aguirre o la cólera de Dios había domeñado la selva amazónica y la locura de su actor principal, Klaus Kinski. Había atravesado Europa a pie, en pleno invierno y en línea recta, para impedir que la muerte segara a una mujer muy anciana, Lotte Eisner, que era la memoria del cine alemán. Poderoso, físico, intenso, totalmente ajeno al espíritu de frivolidad y de segundo grado que era nuestro destino, el de nosotros, parisinos de principios de los años ochenta, trazaba su camino en condiciones extremas, desafiaba a la naturaleza, maltrataba si era necesario a los naturales, no permitía que le frenasen las prudencias o los escrúpulos de los que le seguían a duras penas. El cine adoptaba con él una andadura distinta de las conversaciones de café filmadas por los antiguos alumnos del Instituto de Altos Estudios de Cinematografía. En suma, yo admiraba a Herzog como a un superhombre y, según un esquema que debe de ser patente desde hace algunas páginas, me abrumaba aún más no serlo yo mismo.

Esta consternación culminó, si se me permite decirlo, cuando la revista Télérama, apenas publicado mi libro, me envió al Festival de Cannes a entrevistar a Herzog, que presentaba su nueva película, Fitzcarraldo. Mis amigos me consideraban afortunado porque me habían enviado a Cannes: a mí me pareció atroz, un teatro de humillación perpetua. Gacetillero principiante, sin contactos, me situaba muy bajo en la escala que desciende desde las estrellas que flotan en el empíreo hasta el buen pueblo apretujado detrás de las barreras para entrever a los astros y, con un poco de suerte, hacerse una foto con ellos. Justo por encima de la plebe, pero sin la ingenuidad que le permite, en resumidas cuentas, contentarse con su sino, me habían dado un pase que me autorizaba a asistir a las sesiones más incómodas, era el más insignificante de los don nadie. El día en que Fitzcarraldo se proyectó dentro de concurso, el editor había tenido la idea de organizar una firma de libros después de la proyección en el palacio de los festivales. Me coloqué detrás de una mesita cargada de ejemplares de mi libro a la espera de clientes, como a menudo me ha sucedido ulteriormente en librerías o salones. Es una situación que puede ponerte a prueba y, como bautismo de fuego, conocí la mía bajo su forma más cruel. Porque el cliente que sale de una proyección de Cannes es bombardeado durante todo el día por documentos con los que no sabe qué hacer, dossiers de prensa, álbumes de fotos, currículum vitae y folletos de todo tipo. La idea de comprar algo impreso es para él totalmente incongruente. La mayoría de los que desfilaban por delante de mi mesa no me prestaban la menor atención, pero algunos, con el gesto mecánico y cansino propio del parásito de bufé que, cuando pasa la bandeja, toma una copa de champán porque es gratuito, arramblaban con un ejemplar de mi libro, se alejaban buscando ya con los ojos una papelera donde tirarlo, como si fuera una octavilla electoral aceptada por cobardía o cortesía, y yo me veía obligado a seguirles para explicarles, con un tono de disculpa, que de hecho era un ejemplar en venta.

Esta prueba no fue nada comparada con la entrevista con Herzog. La víspera del día previsto le hice llegar el libro a su agente de prensa. Sabiendo que no leía en francés, no esperaba que me dijese gran cosa, pero sí que al menos recibiese a un joven que acababa de pasar un año escribiendo sobre su obra con más fervor que el desfile de periodistas hastiados a los que dedicaba su jornada, al ritmo de tres cuartos de hora cada uno. Me abrió él mismo la puerta de su suite en el Carlton. Vestía una camiseta informe, un pantalón de faena y gruesos zapatos de marcha, y tenía aspecto de salir de su tienda con mal tiempo en el campamento base del Everest, y por supuesto no sonreía: todo estaba en orden. Yo sí sonreía, demasiado. Tenía miedo de que el agente de prensa no le hubiera avisado, pero cuando nos sentamos vi mi libro encima de la mesa baja y farfullé en inglés algo como: «Ah, se lo han dado, sé que no puede leerlo, pero…»

Me detuve, esperando que él tomase el relevo. Me miró un momento en silencio, con esa expresión de sabiduría severa con que imaginamos a Martin Heidegger o al maestro Eckhart, y luego, con una voz muy baja y al mismo tiempo muy suave, una voz absolutamente magnífica, dijo, y me acuerdo de sus palabras textuales: «I prefer we don’t talk about that. I know it’s bullshit. Let’s work.»

Let’s work quería decir: hagamos la entrevista, es necesario, es uno de los coñazos inevitables, como los mosquitos en Amazonia. Yo estaba tan cohibido y tan estupefacto que en lugar… —¿en lugar de qué? ¿De levantarme y marcharme? ¿De pegarle? ¿Cuál era la reacción adecuada?—, puse en marcha el magnetófono y formulé la primera de las preguntas que había preparado. Él respondió, al igual que a las siguientes, de una forma muy profesional.

Una última historia, antes de volver a Limónov. Ocurre en septiembre de 1973 y los héroes son Sájarov y su mujer, Elena Bónner, que pasan unos días a orillas del Mar Negro. En la playa les aborda un individuo. Es un académico, expresa a Sájarov la admiración que le profesa, como sabio pero también como ciudadano, le dice que es el honor de su país, etc. Sájarov, conmovido, le da las gracias. Dos días más tarde aparece en Pravda un gran artículo en el que cuarenta académicos denuncian a Sájarov, a consecuencia de lo cual vivirá quince años exiliado en Gorki. Entre los firmantes está el fulano que tan calurosamente les abordó en la playa. Al descubrirlo, Elena Bónner prorrumpe en imprecaciones: aquel sujeto es realmente el peor de los canallas. El testigo que cuenta la historia mira a Sájarov, asombrado de que no se indigne, no se ponga nervioso. Pero reflexiona. Como científico, examina el problema, que no consiste en que la conducta del académico haya sido desagradable, sino en que es incomprensible.

Ignoro si encontró una explicación; o bien, diría Alexandr Zinóviev, la explicación es la sociedad soviética entera. Por mi parte yo busco una para el comportamiento de Herzog. ¿Qué satisfacción podía procurarle ofender gratuita, serenamente, a un chico que se le acercaba para expresarle su admiración? No había leído el libro y, aunque fuera malo, no cambiaba nada. Lamento informar de un rasgo tan abrumador para un hombre al que a pesar de todo admiro y cuyas obras recientes me inducen a pensar que ya no haría una cosa semejante, que se sorprendería mucho si alguien le recordara lo que hizo; de todos modos esto quiere decir algo que me concierne tanto a mí como a él.

Un amigo al que yo conté mi desventura me dijo riendo: «Eso te enseñará a admirar a los fascistas.» Fue expeditivo y —creo— justo. Herzog, capaz de una compasión vibrante hacia un aborigen sordomudo o un vagabundo esquizofrénico, consideraba que un joven cinéfilo de gafas era un chinche que merecía ser moralmente aplastado, y yo era, a mi vez, el cliente ideal para que me trataran de aquel modo. Me parece que ahí hay algo que constituye el nervio del fascismo.

Si desnudas este nervio, ¿qué encuentras? Si eres un radical, una visión del mundo evidentemente escandalosa: übermenschen y untermenschen, arios y judíos, de acuerdo, pero no quiero hablar de esto. No quiero hablar ni de neonazis ni de exterminación de presuntos inferiores, ni tampoco del desprecio exhibido con la sólida franqueza de Herzog, sino del modo en que cada uno de nosotros se adapta al hecho evidente de que la vida es injusta y los hombres desiguales: más o menos hermosos, más o menos dotados, más o menos armados para la lucha. Nietzsche, Limónov y esta instancia en nosotros que denomino fascista dicen al unísono: «Es la realidad, es el mundo tal cual es.» ¿Cabe decir otra cosa? ¿Cuál sería el contrapeso de esta evidencia?

«Sabemos muy bien lo que es», responde el fascista. «Se llama la mentira piadosa, el angelismo de izquierda, lo políticamente correcto, y está más extendido que la lucidez.»

Yo, a mi vez, diría: el cristianismo. La idea de que, en el Reino, que no es desde luego el más allá, sino la realidad de la realidad, el más pequeño es el más grande. O bien la idea, formulada en un sutra budista que me dio a conocer mi amigo Hervé Clerc, según la cual «el hombre que se considera superior, inferior o incluso igual que otro hombre no comprende la realidad».

Esta idea quizá sólo tenga sentido en el marco de una doctrina que considera que el «yo» es ilusorio, y si no la profesas abundan los ejemplos en su contra, todo nuestro sistema de pensamiento descansa en la jerarquía de los méritos, según la cual, pongamos, Mahatma Gandhi es una figura humana superior al asesino pedófilo Marc Dutroux. Escojo adrede un ejemplo indiscutible, muchos otros no lo son, los criterios varían, además los propios budistas insisten en la necesidad de distinguir por su comportamiento al hombre íntegro del depravado. Sin embargo, aunque dedique mi tiempo a establecer tales jerarquías, aunque a semejanza de Limónov no pueda conocer a un ser humano sin preguntarme más o menos conscientemente si estoy por encima o por debajo de él, y sin extraer de esta confrontación un alivio o una mortificación, pienso que esta idea —repito: «el hombre que se considera superior, inferior o incluso igual que otro hombre no comprende la realidad»— es la cumbre de la sabiduría, y que una vida no basta para impregnarse de ella, para digerirla, asimilarla, de tal forma que deje de ser una idea para informar la mirada y la acción en todas las circunstancias. Redactar este libro es para mí una manera peculiar de trabajar en ese sentido.