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Cuando Limónov llega a París, yo acababa de volver de una estancia de dos años en Indonesia. Lo menos que se puede decir es que antes de esta experiencia yo no había llevado una vida muy aventurera. He sido un niño formal y después un adolescente demasiado cultivado. Mi hermana Nathalie, a la que le habían dado como tema de redacción «Describe a tu familia», hizo de mí este retrato: «Mi hermano es muy serio, nunca hace tonterías, lee todo el día libros de los grandes.» A los dieciséis años tenía un círculo de amigos apasionados, como yo, de la música clásica. Pasábamos horas comparando versiones diferentes de un quinteto de Mozart o una ópera de Wagner, imitando el legendario programa de France Musique La tribuna de los críticos de discos, cuyos participantes nos encantaban por su erudición, su mala fe, su placer evidente en crear, en un mundo de bárbaros dedicados a los ritmos binarios, un pequeño enclave de civilización irónica y gruñona. Me comprenderán los que recuerden los altercados de Jacques Bourgeois y Antoine Goléa. Alumno del liceo Janson-de-Sailly, después estudiante en el Instituto de Estudios Políticos, pasé la mayor parte de los años setenta despreciando el rock, no bailando, emborrachándome para disimular y soñando con llegar a ser un gran escritor. Entretanto me convertí en una especie de wunderkind de la crítica de cine, publicaba en la revista Positif largos artículos sobre el cine fantástico o sobre Tarkovski, y de las películas que me parecían malas escribía acotaciones cuya maldad me haría sonrojar hoy. Políticamente me inclinaba claramente hacia la derecha. Si me hubiesen preguntado por qué, supongo que habría respondido que por dandismo, por el gusto de ser minoritario, por repudio del borreguismo. Me habría asombrado si me hubieran dicho que, lector de Marcel Aymé y crítico acerbo de lo que todavía no se llamaba lo «políticamente correcto», reproducía las opiniones de mi familia con una docilidad que podría haber servido de ejemplo para ilustrar las tesis de Pierre Bourdieu.

Me aburre hablar con tan poca indulgencia del adolescente y el jovencito que fui. Quisiera quererle, reconciliarme con él y no lo consigo. Creo que estaba aterrorizado: por la vida, por los demás, por mí mismo, y que el único modo de impedir que el terror me paralizase por completo era adoptar aquella posición de repliegue irónico y hastiado, abordar cualquier especie de entusiasmo o compromiso con el sarcasmo de alguien al que no le engañan, que está de vuelta de todo sin haber ido nunca a ninguna parte.

Acabé, sin embargo, yendo a alguna parte, y para colmo de suerte con alguien. Muriel, a quien conocí en el Instituto de Estudios Políticos, era una chica muy guapa, bien proporcionada como una modelo de Playboy y vestida de tal forma que se le veía todo. Desentonaba en la calle Saint-Guillaume, donde los estudiantes de ambos sexos llevaban en aquel tiempo abrigos loden a juego, fulares Hermès las chicas y los chicos camisas de cuello prendido por un alfiler dorado debajo de la corbata. Dicho sea en mi descargo, yo llevaba unos zapatos destrozados y un viejo chaquetón de cuero, era un estudiante vago, burlón, poco motivado, fiel a los valores del pasotismo del liceo, que evidentemente ya no eran aceptables en una facultad donde cada quien se veía ya gobernando Francia. Escribía cuentos de ciencia ficción y críticas de cine, razón por la cual me invitaban a proyecciones privadas a las que podía llevar a mis amigas, y supongo que aquel conjunto de rasgos artistas y bohemios y mi tendencia general a la objeción de conciencia fueron lo que, a pesar de mi timidez, me permitieron ligarme a la chica más sexy y a la vez la menos presentable de mi promoción.

Mis amigos amantes de la música, al igual que los alumnos del Instituto de Estudios Políticos, encontraban a Muriel un poco vulgar. Hablaba alto, se reía fuerte, punteaba sus frases con «quiero decir» y «¿sabes?», y liaba porros con una maquinita mecánica que me regaló, que conservo todavía y en el fondo de la cual ella había escrito con un rotulador las palabras Don’t forget. Nunca la abro sin pensar en ella con gratitud y sin preguntarme qué rumbo habría seguido mi vida si hubiéramos seguido juntos. Muriel era una auténtica alternativa que me convirtió a mí también en alternativo. Al final de una adolescencia dedicada a leer a escritores de derecha de entreguerras y a soñar con que un día asistiría al festival de Bayreuth, me encontré en una granja aislada de Drôme fumando hierba, escuchando música espacial y arrojando sobre kilims deshilachados las tres piezas que sirven para consultar el I-Ching, y sobre todo haciendo el amor con una chica risueña, sin malicia, que, en pelotas de la mañana a la noche, me ofrecía el espectáculo y el placer de su cuerpo, de un esplendor casi sobrenatural, y a los veinte años, viniendo de donde yo venía, era sin lugar a dudas lo mejor que podía sucederme.

En aquella época el servicio militar era obligatorio, y para los jóvenes burgueses que como yo no querían ser simples reclutas ni oficiales de reserva, había dos soluciones: que te declarasen inútil u optar por la cooperación. Elegí esto último, al terminar Ciencias Políticas. Me nombraron profesor del Centro Cultural francés de Surabaya, un puerto industrial en la punta oriental de Java, que sirvió de escenario a la novela Victoria, de Conrad, y cuyo nombre de sonoridad exótica inspiró a Brecht y a Kurt Weill la canción Surabaya Johnny. La hermosa mansión holandesa que ocupaba el Centro Cultural había albergado durante la ocupación japonesa una oficina de acción enérgica, algo parecido a la calle Lauriston en Francia. Allí ocurrieron cosas lo bastante horribles como para que mereciera la reputación de embrujada. Venía un exorcista dos veces al año, era muy difícil contratar vigilantes, el jardín, aparte de esto, era un hechizo. Yo enseñaba francés a señoras de la buena sociedad china que ya habían criado a sus hijos, se aburrían un poco y seguían estos cursos porque eran una actividad de buen tono, como el bridge. Traducíamos artículos de Vogue sobre Catherine Deneuve e Yves Saint Laurent. Creo que me apreciaban. Muriel vino enseguida a reunirse conmigo. Dábamos grandes paseos en moto, nos embriagaban el bullicio y los olores de Asia. En Surabaya, inspirado por nuestras experiencias con hongos alucinógenos, empecé a escribir mi primera novela. En aquel tiempo, la primera novela del cooperante era como un género literario menor. Cada vez que volvía uno de ellos aparecían tres o cuatro: un joven de los barrios elegantes, que soñaba vagamente con la literatura, pasaba dos años en Brasil, en Malasia, en Zaire, lejos de su familia, de sus amigos, se tomaba por un aventurero y contaba esta aventura, más o menos novelada; por lo que a mí respecta, más bien más.

En cuanto tenía algunos días libres me iba con Muriel a Bali, cuyo estilo de vida autóctono —fiestas de pueblo, música tradicional, ritos ancestrales— nos atraía menos que el estilo de vida occidental de los extranjeros establecidos en los lodges de Kuta Beach y de Legian: surf, magic mushrooms y fiestas con antorchas en la playa. Esta sociedad, hedonista y apacible, se dividía en castas. Había la plebe de los turistas de paso, con la cámara de fotos al cuello, a los que ni siquiera veíamos; los trotamundos sin un céntimo, cuya obsesión de que no les timaran y de pagar por todo el precio auténtico les volvía paranoicos; los surfistas australianos, tíos nada complicados que bebían cerveza, escuchaban hard rock y muchas veces estaban acompañados de chicas bonitas; por último, la aristocracia, a la que Muriel y yo llamábamos los hippies chic, con los que ansiábamos mezclarnos. Alquilaban para la estación hermosas casas de madera en la playa. Llegaban de Goa, partían hacia Formentera. Sus ropas de lino o de seda eran más refinadas que las que vendían en las tiendas del pueblo y que se ponían los turistas. Su hierba era mejor y su relajación más natural. Hacían yoga, se ocupaban de asuntos que nunca parecían urgentes. Los ingresos que les permitían llevar esta vida de ideal indolencia provenían de tejemanejes sobre los cuales se mostraban evasivos: tráfico de drogas en el caso de los más audaces (pero había que serlo realmente, porque en Indonesia te arriesgabas a la cadena perpetua en condiciones espantosas, o incluso a morir ahorcado), y piedras preciosas, muebles, telas, en el caso de los más modestos. Muriel, gracias a su belleza y su amabilidad, fue aceptada enseguida en aquel medio donde yo era consciente de que sin ella no me habrían admitido. Yo me volvía celoso, fingía despreciar lo que en realidad envidiaba: el mal sesgo que tomó nuestra relación empezó allí. Sin embargo, cuanto más visitábamos Bali y frecuentábamos a los hippies chic, menos ganas teníamos de volver a París al final de mi contrato para reanudar nuestros estudios o buscar trabajo. Los días buenos me imaginaba escribiendo en la terraza de una casa de bambú a la orilla del mar. Con el torso desnudo y la cintura ceñida por un sarong, daba una calada del porro que me tendía Muriel antes de bajar a bañarse, observaba la ondulación de sus caderas mientras se alejaba por la playa, rubia, bronceada, arrebatadora, y me decía que ciertamente aquella vida nos convendría. En consecuencia, tratamos de descubrir un modo de prolongarla y, para empezar, hicimos una elección prudente. Había en los almacenes de Kuta unos bikinis de calidad mediocre pero bastante bonitos, tejidos con hilos dorados. Nos enteramos a través de varios fabricantes de que era posible comprarlos por un dólar la pieza y, según Muriel, venderlos en París diez veces más caros. Así que invertimos todo el dinero que teníamos, más las indemnizaciones a las que tienen derecho los cooperantes al final de su servicio, en el pedido de cinco mil trajes de baño que viajarían a Francia a cargo del Quai d’Orsay y que servirían para montar el tinglado gracias al cual viviríamos entre París y Bali, sobre todo en Bali.

Abrevio. Cuando el fabricante me entregó las cajas, hacía un mes que Muriel me había dejado por un hippy más viejo, más seguro de sí mismo, más cool, a la altura del cual era evidente que no estaba el joven atormentado y cada vez más odioso en que me había convertido. De este modo, después de haber soñado una vida de aventurero, cortadas todas las amarras, volví a París solo, infeliz, lastrado con el manuscrito de una primera novela que contaba una historia de amor embrujada y con cinco mil bikinis cosidos con hilos dorados que recordaban el desastre de este idilio y, pensaba yo, de mi vida. Conservo un recuerdo horrible del invierno siguiente a mi regreso. Nunca he estado gordo, pero el calor de los trópicos me había hecho perder diez kilos, y lo que allá podía considerarse una graciosa esbeltez asiática, en la grisura parisina se convertía en una flacura fantasmal o de enfermo grave. El lugar que me habían asignado en el mundo se empequeñecía, me empujaban sin verme en la calle, tenía miedo incluso de que me pisaran. En el estudio donde vivía había un colchón en el suelo, algunas sillas y, a manera de mesas, las dos cajas que contenían los bikinis. Cuando venía a verme una chica la invitaba a servirse, a llevarse cinco, diez, todos los que quisiera. Tenían poco éxito, ya ni me acuerdo de cuándo y cómo me deshice de ellos. Mi novela ya sólo me inspiraba aversión, pero la envié de todos modos a algunos editores cuyo rechazo señaló aquel invierno. Había soñado que el triunfo del escritor venga el fracaso del aventurero y del amante, pero a todas luces los tres habían fracasado.