Un día Steven pide a su criado que prepare la habitación más bonita de invitados para su ilustre compatriota, el poeta Evgueni Evtushenko. Eduard no tiene ningún aprecio por este hipócrita, un semidisidente que posee dachas y privilegios, que explota a conciencia lo suyo y ajeno, pero por supuesto no dice ni pío. Llega Evtushenko, grande, guapo, satisfecho de sí mismo, con una cazadora vaquera de color malva, una cámara de fotos con un zoom enorme en bandolera y bolsas de grandes almacenes que contienen toda clase de artilugios que no existen en su país: un paleto siberiano que se ha trasladado a la capital, según Brodsky, de quien tomo prestada esta descripción, y la confirmo, porque yo mismo me crucé con Evtushenko veinte años más tarde. Steven, encantado de tener en su casa a este ruso tan ruso, organiza un cóctel en su honor. Eduard, de librea, asume el servicio. Teme la prueba humillante de la presentación al gran hombre, la cual es inevitable, pero, para su gran sorpresa, Evtushenko reacciona: ¿Limónov? Ha oído hablar de su libro. «Édichka, ¿no es eso?» Dicen que es estupendo, le gustaría leerlo.
El grupo se marcha, primero va a la Metropolitan Opera, donde baila Nuréyev, y después al Russian Samovar de la calle Cincuenta y dos. Eduard, por su parte, recoge, ordena, se acuesta temprano: cuando Steven está en la ciudad, no hay nada mejor que hacer. A las cuatro de la mañana suena el teléfono interior en su cuarto: es Evtushenko, que le pide que baje a la cocina. Está allí sentado a la mesa con Steven, delante de una botella de vodka, y le invitan a beber con ellos. Al volver del restaurante, Evtushenko ha leído la primera página del manuscrito que Eduard dócilmente ha dejado a la vista en su habitación, y después la segunda, sentado en la taza del retrete, y después unas cincuenta más, y después ya no ha podido dormir. Ha arrastrado a Steven a la cocina para seguir bebiendo, festejar su descubrimiento, y ahora, pastoso pero entusiasta, repite: «It’s not a good book, my friend, it’s a great book! A fucking great book!» Evtushenko dice dos veces fucking porque le parece cosmopolita y propio de alguien liberado. Promete que va a hacer lo posible para que lo publiquen. Steven, sentimental cuando está bebido, como el ricacho con sombrero de copa de Luces de la ciudad, estrecha afectuosamente al joven pródigo en sus brazos. Brindan una y otra vez por la obra maestra y nuestro Eduard recupera la esperanza, desde luego, se abandona un poco al alborozo general, pero no deja de pensar en su fuero interno que un multimillonario americano y un poeta oficial soviético forman parte de la misma clase, la de los amos, a la que nunca pertenecerá él, que tiene mil veces más talento y energía y que brinda por su genio pero que luego, cuando por fin suban a acostarse, tendrá que recoger los vasos de la juerga, y al que la noche de la gran revolución social le hallará bien dispuesto para la venganza.
No sin abrazos —aunque en ayunas son menos calurosos—, Steven y Evtushenko parten a esquiar a Colorado. Transcurren unas semanas sin noticias: Eduard tenía razón en desconfiar. Entonces recibe una llamada de un tipo que se llama Lawrence Ferlinghetti. El nombre le suena: además de poeta, Ferlinghetti es el editor legendario de los beatniks de San Francisco. Su amigo Evgueni le ha hablado de ese «gran libro», uno de los mejores escritos en ruso desde la guerra —todo un detalle por parte de Evtushenko—, y le gustaría leerlo. Está de paso en Nueva York, donde se hospeda en casa de su amigo Allen Ginsberg: este hombre sólo tiene amigos célebres. Como Steven está ausente, Eduard le invita a comer «en su casa».
Ferlinghetti es un hombre de edad, calvo, barbudo, bastante apuesto. Su mujer tampoco está mal. Por muchas casas lujosas que hayan visto, la de Sutton Place les deja boquiabiertos. Evtushenko no les ha dicho cómo se gana la vida el poeta, y en cambio ha tenido que extenderse sobre los pasajes más trash de su libro, y a ellos se les nota que se preguntan, sin atreverse a expresarlo, cómo es posible que este chico del que les han contado que es casi un vagabundo que se acuesta con negros de Harlem pueda vivir en una casa así. ¿Tiene un amante multimillonario? ¿Lo es él, y merodea por los bajos fondos de Nueva York como el califa Harun merodeaba por los de Bagdad, disfrazado de pobre diablo? Los rostros distinguidos de los visitantes son ya sólo dos puntos de interrogación. Eduard disfruta del malentendido y cuando se resigna a disiparlo ve con gran asombro que reaccionan con mayor regocijo. En efecto, en vez de mostrarse decepcionados o mirarle de repente por encima del hombro, Ferlinghetti y su mujer lanzan una carcajada, se muestran exultantes por la jugarreta que les ha gastado y se declaran más estupefactos todavía. ¡Qué pillo! ¡Qué aventurero! De pronto, Eduard ya no se ve como un lacayo sino como un escritor a lo Jack London, que entre cien maneras pintorescas de ganarse el sustento, marinero, buscador de oro, ratero, ha ejercido el de criado. Por primera vez interpreta ante un público entendido el papel en que destaca: el de un tipo relajado, cínico, que cabalga sobre las olas de la vida. Es un triunfo. Le piden que cuente sus aventuras, cuya versión maleante adivina por instinto que les gustará más que la versión disidente.
—Pero, en definitiva —le pregunta la mujer de Ferlinghetti, que le escucha embobada—, ¿usted es gay?
—Un poco de todo —responde él, indiferente.
—¡Un poco de todo! ¡Fantástico!
Cuando se despiden, achispados y eufóricos, la publicación ya sólo parece una formalidad. El golpe es más duro cuando, un mes más tarde, el manuscrito vuelve de San Francisco con una carta de Ferlinghetti que no lo acepta ni lo rechaza claramente, sino que sugiere otro final, un desenlace trágico: Édichka debería cometer un asesinato político, como De Niro en Taxi Driver.
Eduard sacude la cabeza, consternado. Ferlinghetti no ha entendido nada. Dios sabe que se lo ha pensado. Estuvo a punto de hacerlo cuando tuvo a Waldheim en la mira de la escopeta. Si no lo hizo fue porque aún confía en salir adelante de otra manera. Lo encaja todo, los trabajos de mierda, el rechazo de los editores, las chicas de categoría E, porque cuenta con entrar un día por la puerta grande en los salones de los ricos y follarse a sus hijas vírgenes, y que además le den las gracias. Sabe perfectamente lo que se le pasa por la cabeza a un perdedor que, presionado a fondo, empuña un arma y dispara a ciegas, pero él no es ese desesperado, ya que puede escribir ese proceso, y no hace falta que su doble de papel lo sea.
La carta acaba con la siguiente posdata: «El héroe de su libro ¿no sería más indulgente ahora que vive en una casa suntuosa, a cambio de un trabajo no demasiado exigente, y disfruta en cierta medida de las ventajas de la sociedad burguesa? ¿No la ve con una mirada más serena?»
Qué mariconazo. Joder, qué mariconazo.
La falsa esperanza, el golpe de gracia, parece que todo se ha jodido otra vez, y luego, como suele suceder, todo se arregla. Alguien, en París, habla del libro con Jean-Jacques Pauvert, del que Eduard no sabe todavía que es un editor tan mítico y corrosivo al menos como Ferlinghetti: el de los surrealistas, el de Sade y de Histoire d’O, condenado diez veces por atentar contra las buenas costumbres o por injurias contra el jefe de Estado y diez veces festivamente indemne. Tras leer algunos capítulos traducidos, Pauvert se lanza y decide publicar el libro. Será un poco complicado porque su editorial quiebra de nuevo y tiene que refugiarse en el seno de otra, pero da igual, lo que importa es que Soy yo, Édichka se publica en el otoño de 1980 con el escandaloso título que le ha puesto Pauvert: El poeta ruso prefiere a los negrazos.