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La idea, y no sólo ella, encanta a Steven, como estaba previsto, porque el poeta ruso se comporta como un mayordomo modélico. Exigente con la asistenta haitiana, mantiene una buena relación con la secretaria, a pesar de su carácter difícil. Desconfía de cualquiera que llame a la puerta, pero es capaz de pasar con toda naturalidad de la máxima circunspección a la más grande deferencia si el extraño resulta no serlo. Se maneja a sus anchas con los proveedores. Hace que le reserven los mejores cortes en Ottomanelli, la carnicería más cara de Nueva York. Cocina como un chef, no sólo borsh y buey Strogonoff, sino también esas verduras llenas de vitaminas que les gustan a los ricos: hinojo, brécol, rúcula, cuya existencia ignoraba, antes de entrar en la casa, este hombre alimentado con patatas y col. Depositan en él la confianza necesaria para mandarle a buscar diez mil dólares en efectivo al banco. Se ocupa de todo, no olvida nada de los gustos y las costumbres del amo. Le sirve el whisky a la temperatura adecuada. Desvía la mirada, sin ostentación, cuando una mujer desnuda sale del cuarto de baño. Sabe estar en su sitio, pero adivina con qué invitados conviene enseñar, por debajo de su uniforme de librea, una camiseta con la efigie de Che Guevara y participar en la conversación. En suma, es una joya. Los amigos de Steven se lo envidian, se habla de él en todo Manhattan.

Esta situación durará un año, al término del cual un editor francés aceptará la novela de Eduard, que volará a París con la bendición emocionada de su antiguo patrono. Pronto sus libros los traducirán en América los editores que al principio los habían rechazado, y ahora yo intento imaginar lo que pensó Steven cuando leyó His Servant’s Story, publicada en 1983 por Doubleday.

¿Qué descubrió? Para empezar, que en cuanto le daba la espalda, su mayordomo modélico bajaba de su estudio abuhardillado para tomar posesión del master bedroom, el dormitorio principal, en el piso noble. Que se revolcaba en las sábanas de seda de su patrono, fumaba porros en su bañera, se probaba su ropa, caminaba descalzo sobre su moqueta mullida. Que registraba sus cajones, bebía su Château Margaux y, por supuesto, llevaba chicas allí: se las ligaba en cualquier sitio, a veces de dos en dos, y se las follaba y las miraba follar en el gran espejo veneciano oportunamente inclinado por encima de la cama king size, y les hacía creer que era, si no el dueño de la casa, al menos uno de sus amigos, un igual. Bien. Quizá me equivoque, pero no creo que estas transgresiones causaran una perturbación tremenda a Steven. Porque, y quizá me equivoque también en este punto, pienso que todos los sirvientes sueñan más o menos con esto, con follar en la cama de sus patronos, que algunos lo hacen y que los que emplean a criados, si no son idiotas, lo saben y hacen la vista gorda. Lo esencial es que todo quede bien ordenado después, que las sábanas den vueltas en la lavadora, y en este aspecto se podía confiar en Eduard.

No, lo que realmente debió de turbar a Steven no era lo que su criado hacía en su ausencia, sino lo que pensaba en su presencia.

No era un ingenuo hasta el punto de creer que el poeta ruso le tenía afecto. Quizá pensase que le apreciaba, y en efecto así era, no le consideraba estúpido ni odioso. Personalmente no tenía nada contra él. Pero en su presencia se comportaba como el muzhik que, sin dejar de servir al barin, aguarda la ocasión, y cuando llega entra por la puerta grande en el hermoso domicilio del señor, lleno de objetos de arte, y los saquea, viola a su mujer, derriba al marido y le muele a puntapiés con una risa triunfal. La abuela de Steven le había descrito el estupor de los nobles del antiguo régimen cuando vieron desencadenarse de este modo a sus buenos Vanias, tan abnegados, tan fieles, que habían visto nacer a sus hijos y que eran encantadores con ellos, y creo que Steven debió de experimentar a su vez este mismo asombro al leer el libro de su antiguo sirviente. Durante más de dos años, se había codeado sin recelo con aquel hombre plácido, sonriente, simpático, que en lo más profundo de su alma era su enemigo.

Imagino a Steven leyendo y acordándose del día —lo había olvidado totalmente— en que se enfureció con su criado porque un pantalón no había llegado a tiempo de la tintorería. El otro encajó el arrebato con la cara pálida, amurallado en su expresión impasible de mongol. Una hora después, Steven se disculpó, el incidente quedó zanjado, se rieron los dos…, bueno, Steven. Lo que no sospechó fue que si la algarada hubiese durado unos segundos más, el criado habría ido a buscar el cuchillo de destazar guardado en el cajón de la cocina y le habría rajado el cuello de oreja a oreja como a un cochinillo (al menos es lo que él dice).

¡Y el día de la recepción en casa del alto funcionario de la ONU! Vivía en la casa paredaña. Steven fue a visitarle, como vecino que era. Bebió champán en el jardín iluminado por focos, habló con diplomáticos, esposas de diplomáticos, congressmen, algunos jefes de Estado africanos. Lo que no sospechó —¿cómo habría podido?— es que su criado le observaba desde su claraboya, allá arriba, y que esta fiesta de poderosos a la que no tenía ninguna oportunidad de que algún día le invitasen le produjo una cólera tan intensa que fue a buscar a la bodega la escopeta de caza de su patrono, la sacó de su funda y apuntó con la mira a un invitado tras otro. Reconoció a uno, le había visto en la televisión: era el secretario general de la ONU, Kurt Waldheim, cuyo pasado nazi desenterrarían veinte años más tarde. Aquella noche Steven intercambió con él unas palabras. Mientras le hablaba, su sirviente les tenía en el punto de mira. Cuando se separaron, siguió a Waldheim de grupo en grupo con la crucecita de la mira. Tenía el dedo crispado sobre el gatillo. Era terriblemente tentador. Si disparaba, se haría célebre de la noche a la mañana. Se publicaría todo lo que había escrito. Su Diario de un fracasado se convertiría en un libro de culto, la biblia de todos los losers resentidos del planeta. Acarició esta idea, se mantuvo al borde del gesto fatal del mismo modo que uno se mantiene al borde del placer, y luego Waldheim entró en la casa y, tras un instante de decepción atroz, el criado se dijo: «En el fondo, me alegro. Todavía no he llegado a ese punto.»

Lo peor es lo que escribe el sirviente sobre el niño leucémico. El hijo de otros vecinos, una pareja encantadora. Tenía cinco años, todo el mundo en el barrio le adoraba y todos siguieron con un nudo en la garganta el progreso de su enfermedad. La quimioterapia, la esperanza, la recaída. Steven conocía a los padres lo bastante para visitarles. Siempre volvía demacrado. Pensaba en sus propios hijos, por supuesto. Un día el padre le dijo que no había remedio: era cuestión de días, probablemente de horas. Steven bajó a comunicar la noticia a Jenny y ella prorrumpió en sollozos. Eduard, que como de costumbre estaba en la cocina, no lloró, pero parecía también conmovido, a su manera púdica y militar. Los tres se quedaron en silencio y Steven conserva de aquel momento un recuerdo extrañamente luminoso. Las barreras sociales habían caído, eran sólo dos hombres y una mujer alrededor de una mesa, esperando juntos la muerte de un niño. Entre ellos ya sólo había pena, compasión y algo frágil que era quizá amor.

Ahora veamos lo que escribe Eduard:

«Y, bueno, el pequeño morirá de cáncer ¡y luego mierda! Sí, es guapo, sí, qué pena, pero lo mantengo: ¡y luego mierda! Mucho mejor, incluso. Que estire la pata, el crío de los ricos, yo me alegraré. ¿Por qué tendría yo que enternecerme y compadecerle cuando mi propia vida, seria y única, la han destruido todos estos asquerosos? ¡Muere, chaval condenado! No te salvarán ni el cobalto ni los dólares. El cáncer no respeta el dinero. No retrocederá aunque le ofrezcas miles de millones. Y está muy bien que así sea: al menos en esto todo el mundo está en pie de igualdad.»

(«¡Qué tipo más repugnante!», piensa Steven, y yo pienso lo mismo, y sin duda tú también, lector. Sin embargo, pienso asimismo que si hubiera habido una posibilidad de salvar al pequeño, de preferencia algo difícil o peligroso, el primero que se habría aferrado a ello y habría combatido con toda su energía hubiera sido Eduard.)