Shmákov, que conoce a todo el mundo, le da noticias de Elena. Eduard la imaginaba ya moviéndose en un mundo inaccesible para él: lofts, champán, cocaína, artistas y modelos internacionales, pero en realidad no le va muy bien. Abandonó a Jean-Pierre, ha tenido otros amantes que la han tratado bastante mal y el último incluso la ha dejado plantada.
Vuelven a verse. Ella vive en un estudio siniestro, apenas mejor que el cuchitril que compartían en Lexington. Aspira por la nariz, tiene los ojos rojos, su nevera está vacía. Casi no le pregunta qué ha sido de él: mejor así, no le gustaría confesarle su situación de lacayo gracias a una alianza. Salen a pasear, y como sabe que tanto para ella como para él es un remedio mágico, le propone que vayan a comprar ropa a los grandes almacenes Bloomingdale. «Elige lo que apetezca», dice Eduard. Ella le escruta, inquieta, suspicaz: ¿tienes bastante dinero? No hay problema, acaba de cobrar su cheque del welfare. Adivinen lo que escoge Elena. Unas bragas. Bragas bonitas de puta para esconder dentro el coño que él ya no tiene el derecho de abrir ni de penetrar. Ella quiere probárselas, sale de la cabina con los pechos desnudos, los tacones altos, y los pantis con las bragas encima, y las dos prendas son tan finas que se le ve el vello.
Él se pregunta si de verdad ella estará acostumbrada en su trabajo a pasearse así, sin darse cuenta, o si lo hace a propósito para excitarle y frustrarle. La desprecia: es una furcia, una modelo fracasada, una mujer descarriada que acabará mal, pero del fondo de su desprecio brota una oleada de amor y de compasión que le inunda. Que su princesa rusa se haya convertido en esta criatura lastimosa, vulgar, aviesa de tanto sentirse aterrada, sólo la hace para él más preciosa. Ahora tiene menos ganas de follársela que de estrecharla en sus brazos, acunarla, consolarla. Tiene ganas de decirle: «Ya basta de chorradas, vámonos ahora que todavía hay tiempo, concedámonos una segunda oportunidad, lo único que importa en el mundo es el amor, poder confiar en alguien, y tú puedes confiar en mí, soy fiel, bueno y fuerte, cuando he dado mi palabra la cumplo. No podemos volver a nuestra casa pero sí marcharnos de esta gran ciudad que nos envilece e ir a un lugar tranquilo. Encontraré un trabajo de hombre normal, mozo de mudanzas como Lionia Kossogor, y después compraré uno o dos camiones, tendré una empresa de mudanzas. Tendremos una familia, durante la cena tú servirás la sopa, yo te contaré mi jornada, por la noche nos apretaremos el uno contra el otro, te diré que te amo, te amaré siempre, te cerraré los ojos o tú cerrarás los míos.»
Eduard paga cien dólares por dos bragas y propone que vayan a beber algo. Ella conoce un sitio cercano, que es, por supuesto, carísimo. Deja a Eduard un momento solo en la mesa porque tiene que llamar a alguien. Durante su ausencia, él se repite lo que ha decidido decirle, se exalta al repetirlo, pero cuando ella vuelve del teléfono le pregunta si no le molesta que un amigo se reúna con ellos, y cinco minutos más tarde el amigo llega. Es un tipo cincuentón, que pide un whisky y se comporta con ella como un propietario negligente. Hablan delante de Eduard de gente que él no conoce, se ríen y luego Elena se levanta, dice que tienen que irse, se inclina sobre su ex marido, le besa ligeramente en la comisura de los labios y le da las gracias, ha sido muy agradable, me alegro de haberte visto, y el tío y ella se van y le dejan que pague las tres consumiciones.
Vuelve por Madison Avenue observando a los transeúntes, sobre todo a los hombres, para compararse: ¿mejor que yo? ¿Peor? La mayoría están mejor vestidos: estamos en un barrio de ricos. Muchos y más grandes. Algunos más guapos. Pero sólo él tiene el aire duro y resuelto del hombre capaz de matar. Y todos, cuando se cruzan las miradas, apartan la suya, aterrados.
Al llegar a Sutton Place, se acuesta, cae enfermo. Jenny le cuida como a un niño durante quince días. A ella le gusta hacerlo y cuando mejora le dice, con pena: «Parecías muy humano.»
Retorna el verano, un año ha transcurrido desde que escribió su libro tumbado en la hierba de Central Park. Jenny le ha preguntado si quiere ir con ella de vacaciones a la Costa Oeste y él ha aceptado, un poco por curiosidad, un poco por cobardía porque en su ausencia no puede vivir en Sutton Place y teme el mes de agosto en el Hotel Embassy. Nada más desembarcar del avión se reúnen en un coche de alquiler con el hermano de Jenny y sus dos amigas íntimas, a las que Eduard no soporta, y comprende que aquello va a ser una pesadilla. No es que California le desagrade, pero piensa que debería disfrutarla en los brazos de Nastassja Kinski, no con esta banda de pequeñoburgueses que juegan a ser hippies, beben zumo de zanahoria y, en los cafés cutres donde comparten la cuenta tras hacer el cálculo en una esquina del mantel de papel, se ríen mucho rato a carcajadas para mostrar que, según su expresión favorita, se lo están «pasando bien». Al cabo de tres días de torcer el gesto y dejarse mantener, está hasta la coronilla y decide volver. Jenny no intenta retenerle: su credo consiste en que cada cual hace lo que quiere siempre que no moleste a los demás.
Nueva York es una estufa, Eduard se dice, demasiado tarde, que debería haberse quedado en la Costa Oeste; ya que está en la calle, en agosto más vale estar en Venice que en Manhattan. Vuelve a escribir. Esta vez no son poemas ni un relato. Son prosas cortas, rara vez más de una página, donde pone por escrito todo lo que se le pasa por la cabeza. Lo que se le pasa por ella es espantoso, pero hay que reconocerle al menos la honestidad con que lo expone: resentimiento, envidia, odio de clase, fantasmas sádicos, pero ninguna hipocresía, ni vergüenza ni excusa. Más tarde todo esto se convertirá en un libro titulado Diario de un fracasado, en mi opinión uno de los mejores suyos. Un botón de muestra:
«Vendrán todos. Los gamberros y los tímidos; éstos saben pelear. Los traficantes de droga y los que reparten los anuncios de burdeles. Los masturbadores, los clientes de las revistas y de los cines porno. Los solitarios que deambulan por las salas de museos o consultan en las bibliotecas cristianas y gratuitas. Los que tardan dos horas en tomar a sorbitos su café en los McDonald’s y miran tristemente por el ventanal. Los fracasados en el amor, el dinero y el trabajo, y los que han tenido la desgracia de nacer en una familia pobre. Los jubilados que hacen cola en el supermercado, en la fila reservada a los que compran menos de cinco artículos. Los gamberros negros que sueñan con tirarse a una blanca de la alta sociedad y como no lo conseguirán nunca la violan. El doorman de pelo gris al que le encantaría secuestrar y torturar a la hija insolente de los ricos del último piso. Los valientes y los fuertes que llegan de todos los confines para brillar y conquistar la gloria. Los homosexuales, unidos de dos en dos. Los adolescentes que se aman. Los pintores, los músicos, los escritores cuyas obras no compra nadie. La grande y aguerrida tribu de los fracasados, losers en inglés, en ruso nieudáchniki. Vendrán todos, tomarán las armas, ocuparán una ciudad tras otra, destruirán los bancos, las oficinas, las editoriales, y yo, Eduard Limónov, iré en cabeza de la columna, y todos me reconocerán y me amarán.»
Al volver de vacaciones, Jenny le dice con un tono serio que tiene que decirle algo. Él no se lo ha olido, no ha desconfiado de aquel labriego de bigote y camisa de cuadros en cuya casa hacen una barbacoa la víspera de su partida precipitada, y ahora se entera de que Jenny va a instalarse con él en California, de que van a casarse y a tener hijos, de hecho ya está embarazada. «Entre nosotros no hay un amor de verdad», le dice con suavidad a Eduard, sólo una hermosa amistad que a pesar de la distancia de una costa a la otra no tiene por qué terminar, al contrario. Buena chica como siempre, no quiere que sufra, y él simula ser el tipo que comprende, que le desea que sea feliz, que está de acuerdo en que es mejor así, pero en realidad le pilla desprevenido un dolor que le devasta. Pensaba abandonarla, no al revés. Aunque él no la amaba, estaba seguro de que ella le quería, y esta certeza le tranquilizaba. Alguien le esperaba, tenía un refugio y ahora ya no tiene nada. De nuevo el mundo hostil, el viento frío de la intemperie.
Siguen recibiéndole en Sutton Place y le ofrecen una taza de café, pero nada más. Steven, cuando le ve, tiene el mal gusto de darle una palmada en el hombro, como para consolarle de que le hayan plantado, ¡él, Limónov, plantado por esa vaca! Le pregunta qué va a hacer ahora. El libro sigue en proceso de lectura, mala señal. Como sabe que es manitas, Steven le habla de un amigo que busca a alguien para trabajar en negro en su casa de campo. De este modo va a parar a Long Island, donde maneja la pala y la llana por cuatro dólares a la hora durante dos meses. Los ricos neoyorquinos que tienen residencias en estos elegantes pueblos balnearios sólo van en otoño, los fines de semana. Los demás días no hay nadie. La casa no tiene calefacción ni está amueblada. Eduard acampa encima de un colchón de gomaespuma, con una lona debajo que le aísla mal que bien del suelo húmedo, revuelve sopas de sobre en un hornillo, se pone varios jerséis que no logran calentarle. A veces aprovecha un claro para ir a la playa a espantar a las gaviotas o a beber una cerveza en el único bar, desierto, del villorrio más próximo, y en el trayecto de regreso invariablemente se cala hasta los huesos. Entonces, tiritando, se mete en el saco de dormir y sueña con Jenny haciendo el amor con su aldeano de bigote. Si le hubieran dicho cuando estaban juntos que un día se la cascaría pensando en ella…
Aparte del dueño del bar y el del supermercado donde compra provisiones, no habla con nadie durante semanas enteras. Aunque haya dado el número a algunos seres humanos a los que todavía considera cercanos —Shmákov, Lionia Kossogor, Jenny—, nunca suena el teléfono. Nadie piensa en él, nadie se acuerda de su existencia. Salvo, un día, su agente, y es para anunciarle que MacMillan ha rechazado el manuscrito. Demasiado negativo. En efecto, un libro cuya última frase es: «¡Que os den por el culo a todos!»… El agente le dice, sin creérselo, que no se rinde, que enviará el libro a otros editores. Tiene prisa por acabar esta conversación desagradable, prisa por colgar. Eduard se queda sentado sobre el saco de cemento, solo en el salón vacío, solo en el mundo. La lluvia cae a ráfagas tan fuertes que azotan lateralmente los cristales, como en un avión. Se dice que esta vez está acabado. Lo ha intentado, ha fracasado. Seguirá siendo un proletario que perfora agujeros en el hormigón armado, repinta casas de ricos fuera de temporada, hojea revistas porno. Morirá sin que nadie sepa quién ha sido.
Tengo la impresión de haber escrito ya esta escena. En una ficción hay que elegir: el héroe puede tocar fondo una vez, incluso es recomendable, pero la segunda es excesiva, la repetición acecha. En la realidad, pienso que ha tocado fondo varias veces. Varias veces se ha visto caído en el suelo, verdaderamente desesperado, realmente privado de recursos y —admiro este rasgo suyo— siempre se ha rehecho, siempre ha salido adelante, siempre reconfortado por la idea de que el precio que se debe pagar si has escogido una vida aventurera es encontrarse perdido así, totalmente solo, en las últimas. Cuando le abandonó Elena, su táctica de supervivencia consistió en dejarse hundir: en la miseria, la calle, el sexo salvaje entendidos como otras tantas experiencias. Esta vez concibe otra idea. Jenny irá enseguida a reunirse con su novio en California y Steven, consternado por perderla, todavía no ha encontrado una sustituta. Él, Eduard, ha desempeñado durante meses la función de ayudante doméstico: reparando la pata de una mesa, engrasando los utensilios de jardinería, preparando un borsh que ha cosechado los elogios de todos los invitados. Conoce perfectamente la casa. Sobre todo, Steven es un esnob: va a encantarle la idea de tener de mayordomo a un poeta ruso.