En Historia de un servidor, el libro donde cuenta esto, no hay una gran escena en la que el héroe descubre su error y al releerlo me asombra que un hombre tan observador haya tardado cerca de un mes en comprender que la rica heredera era de hecho el ama de llaves de la casa. Ella no ha hecho nada para ocultárselo. No debe de haberse dado cuenta del equívoco ni, cuando se aclara, de la magnitud de la decepción de Eduard. Por un instante se había creído admitido en el seno de los felices del mundo y así era, sí, pero como amante de la criada.
Jenny considera que como Eduard es ahora su boyfriend, puede presentárselo a su patrono. Se llama Steven Grey. Cuarenta años, guapo de cara, vividor, multimillonario. No millonario, multimillonario. En inglés: billions. Limónov, en su libro, le pone el sobrenombre de Gatsby pero se equivoca, porque es un Gatsby heredero, sin fisuras, seguro de su lugar en el mundo, es decir, lo contrario de Gatsby. Posee en Connecticut una suntuosa casa solariega donde viven su mujer y sus tres hijos, y cuando no está esquiando en Suiza o buceando en el océano Índico suele ocupar su vivienda secundaria neoyorquina en Sutton Place, por cuyo buen orden vela la inestimable Jenny. Es la única que vive allí permanentemente, pero todos los días vienen a ayudarla una secretaria encargada del correo y una mujer de la limpieza haitiana. Este equipo reducido (en Connecticut tienen una buena docena de sirvientes) vive a la espera y, es preciso decirlo, con el temor de la llegada del dueño, que por suerte viene bastante poco, y rara vez se queda más de una semana seguida; sería mejor, piensa Eduard, que no viniera nunca.
No es porque sea tiránico. Sólo impaciente, siempre con prisas, capaz de cóleras por una nimiedad de las que se disculpa enseguida, de tanto afán que tiene de mostrarse como un patrono liberal; casi se diría, si no estuviéramos en América, un patrono de izquierda. La cuestión del tuteo no existe en inglés, pero si él llama a Jenny por su nombre de pila, ella le llama Steven y a Eduard le invitarán a hacer lo mismo. Por nada del mundo Steven usaría la campanilla ni mandaría que le llevasen la bandeja del desayuno: por supuesto, tiene que estar listo en cualquier momento, el té con la infusión exacta, las tostadas en su punto, sea cual sea la hora a la que se despierta, pero él mismo baja a buscarlo a la cocina y si, como ocurre cada vez más a menudo, encuentra allí a Eduard leyendo el New York Times, extrema la delicadeza hasta el punto de preguntarle si no le molesta dárselo. A Eduard, sólo para ver el efecto, le encantaría responder: «Sí, me molesta», y es obvio que responde: «No, Steven, todo suyo.»
Porque Eduard se ha convertido en un habitual de la casa. Desde el primer encuentro le cayó muy bien a Steven, que tiene amigos artistas, se jacta de haber perdido un millón de dólares produciendo una película de vanguardia y adora todo lo ruso. Su abuela era rusa, blanca, desde luego, que emigró después de la Revolución; le hablaba ruso en su infancia y sólo recuerda algunas palabras, pero, igual que yo, un acento del antiguo régimen. Por eso recibe a los rusos de paso por Nueva York, por eso está encantado de tener, prácticamente alojado todo el tiempo, a un auténtico poeta ruso con quien evocar la dureza pero también la autenticidad de la vida en la Unión Soviética. Eduard le refiere su estancia en un hospital psiquiátrico y sus problemas con el KGB. Exagera un poco, desarrolla la versión que todos aprecian del internamiento político. Sabe qué cantinelas agradarán a su interlocutor y se las suelta con toda la complacencia necesaria.
Sonríe, coloca las tazas en el lavavajillas, aprueba muy cortésmente, pero mientras Steven, encantado de su conversación, sube a ponerse un traje de diez mil dólares para ir a comer a un restaurante cuyo segundo plato menos caro bastaría para alimentar durante un mes a una familia de puertorriqueños, Eduard piensa que le gustaría ver qué haría Steven si, en vez de haber heredado una montaña de pasta, tuviera que arreglárselas sin nada, arrojado a la selva sin nada más que su polla y su navaja. Es la primera vez en su vida que Eduard puede observar de tan cerca a alguien tan encumbrado en la escala social, y hay que reconocer que es un espécimen bastante humano, civilizado, que no se parece en nada a la caricatura del capitalista en la imaginería soviética: barrigudo, cruel, chupando la sangre de los pobres. Es cierto, pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué él y no yo?
Sólo hay una respuesta: la revolución. La verdadera, no la cháchara de los amigos de Carol ni las vagas reformas que preconizan los social-traidores de todas las generaciones. No: la violencia, las cabezas en la punta de las picas. América, piensa Eduard, no parece el terreno propicio. Habría que ir donde los palestinos o donde Gadafi, cuya foto ha pegado con celo en la pared de encima de su cama, al lado de las de Charles Manson y de una de sí mismo vestido de «héroe nacional», con Elena desnuda a sus pies. No le daría miedo. Ni siquiera morir le daría miedo. Lo fastidioso sería morir siendo un desconocido. Si Soy yo, Édichka se publicase, si tuviera el éxito que merece, entonces sí. El gran titular del New York Times sería: el escandaloso autor Limónov muere en Beirut a causa de una ráfaga de subfusil Uzi. Steven y sus iguales lo leerían tomando sus creps con sirope de arce y se dirían, soñadores: «Este hombre debe de haber vivido.» Eso sí valdría la pena. La muerte del soldado desconocido no.
Steven le interroga sobre sus proyectos. ¿Ha escrito un libro? ¿Por qué no lo manda traducir, al menos parcialmente? ¿Por qué no se lo enseña a un agente literario? Él conoce uno, se lo puede presentar. Eduard sigue su consejo, paga con sus pobres denarios la traducción de los cuatro primeros capítulos, que llegan hasta la escena del polvo con Chris en la zona de arena del parque. El agente los envía a la editorial MacMillan. La respuesta tarda, pero al parecer es algo normal. Una mañana va a ver cómo es el edificio donde se decide su suerte. En la entrada, dos encargados negros del correo arrastran un cesto que contiene una carretada de sobres gruesos. Dos o tres metros cúbicos de manuscritos, calcula él con horror. Y aún es más horrible pensar que allá arriba, en los pisos, un tipo al que no conoce abrirá uno de esos sobres, verá el título en inglés, That’s Me, Eddy, y empezará a leer. Puede ocurrir, por supuesto, que le enganche, que al llegar al final del cuarto capítulo llame sin avisar a la puerta del gran jefe y le diga que en medio de tantos rollos sin sustancia ha descubierto al nuevo Henry Miller. Pero puede ocurrir también que el tío se encoja de hombros y sin pensarlo dos veces deposite el texto encima de la pila de los manuscritos rechazados. Si por lo menos pudiera verle, saber qué cara tiene ese fulano cuyo gusto, humor, capricho, decidirán si Eduard Limónov escapará o no de la masa indistinta de los perdedores… ¿Y si fuese ese joven que entra en el portal con el paso ligero del que conoce la casa? Traje, corbata, gafas finas sin montura, una auténtica jeta de cretino… Es para volverse loco.
Según el número de vasos que Jenny encuentra por la mañana en la mesa baja delante de la chimenea, sabe si hay que preparar uno o dos desayunos. Porque Steven vuelve a menudo acompañado y despierta una ardiente y dolorosa curiosidad en Eduard. Me da un poco de vergüenza ajena pero tiene la costumbre de poner nota a las mujeres: A, B, C, D, E, como en la escuela, y esta clasificación es como mínimo tan social como sexual. Con la radiante excepción de Elena, a la que siempre ha considerado la quintaesencia de la chica A, aun cuando se pregunta si no es una calificación excesiva, hay muchas D en su vida y hasta varias E: chicas a las que te tiras sin alardear de ello. ¿Jenny? Pongamos una C. Las mujeres que se levantan de la cama de Steven son como las que encuentras en las veladas de los Liberman: todas A. Como esta condesa inglesa, no muy guapa pero tan elegante, de la que Jenny asegura que en Inglaterra posee un castillo con trescientos criados.
«¡Trescientos criados!», repite ella con orgullo, como si fuera ella la que los tiene, y lo que más sorprende a Eduard es que parece estar sinceramente alborozada, tanto por la condesa como por ella, que tiene la suerte de servirla. Él habría querido que se lo tragase la tierra cuando Steven le presentó cordialmente a la condesa como «el boyfriend de nuestra querida Jenny». En una isla desierta, no lo duda en absoluto: la condesa lo encontraría seductor. Pero ser el novio del ama de llaves de pantorrillas gruesas, le elimina totalmente como candidato sexual. Se vuelve transparente y le guarda a Jenny un rencor feroz. No soporta ya su buen humor, que esté siempre contenta de su suerte, que se siente separando los muslos carnosos, que ni siquiera se esconda para quitarse las espinillas de la nariz. No soporta a sus dos mejores amigas, que en cuanto Steven se ha ido se presentan en la casa para fumar porros y hablar de sus chakras y sus dietas macrobióticas. Ni siquiera son verdaderas hippies, como la familia de Charles Manson: una es secretaria, la otra ayudante de un dentista. En definitiva, prefiere incluso a los padres de Jenny, auténticos rednecks del Medio Oeste, a los que ella se empeña en presentarle cuando vienen a pasar una semana en la metrópoli. El padre, un antiguo miembro del FBI, se parece asombrosamente a Veniamín. Cuando Eduard se lo dice y añade que su padre trabajaba para el KGB, el otro baja la cabeza y declara sentenciosamente que hay gente como Dios manda en todas partes: «En el pueblo americano y en el ruso hay cantidad de gente bien, sólo son los dirigentes los que embrollan, y después los judíos.» Cuenta con orgullo que Edgar Hoover le envió regalos por el nacimiento de cada uno de sus hijos, y al enterarse de que Eduard escribe, le desea que tenga tanto éxito como Peter Benchley, el autor de Tiburón. Cerveza, camisa de cuadros, un buen jamelgo, desprovisto de malicia: a Eduard le gusta más el padre que la hija.
Se podrían ver las cosas con calma, como las ve Jenny: tiene un empleo envidiable. Vive en una mansión espléndida, con todo el lujo posible e imaginable y, salvo los días del mes en que Steven aparece y, por tanto, hay que estar ojo avizor, disfruta de una paz regia. Recibe a quien quiere, no paga nada, a cambio de un poquito de disponibilidad y de paciencia disfruta de todas las comodidades de la riqueza sin sus preocupaciones; porque ella piensa que a los ricos les abruman los problemas: no le gustaría estar en su pellejo.
Sí, se pueden ver así las cosas. Eduard podría juzgar que es un obsequio maravilloso del destino su acceso a esta casa donde ya casi reside. «¡Sólo que, joder, Jenny, tú eres la chacha! ¡Y yo el amante de la chacha!» Un día se le escapa esto, como si le escupiera en la cara. Quiere sacarla de quicio. Pero ella no se desquicia. Le mira como si estuviera loco, más sorprendida que realmente apenada, y en lugar de enfadarse responde con calma: «Nadie te obliga a quedarte, Ed.» Una sencilla, pero buena respuesta. No, nadie le obliga a quedarse. Sólo que ahora que ha probado el lujo, él, que tiene treinta y cinco años y prácticamente nunca ha vivido en condiciones decentes, no siente el menor deseo de volver al Hotel Embassy, a los días ociosos en la hierba de Central Park y a los polvos en los bajos fondos. Lástima, piensa, que Steven no sea marica.