Es verano, se broncea en su minúsculo balcón del sexto y último piso del Hotel Winslow, comiendo directamente de la olla la sopa de col. Está buena, esta sopa: una olla le cuesta dos dólares, le dura tres días, está igual de buena fría que caliente y no se estropea, ni siquiera sin nevera. Frente a él hay edificios de oficinas con los cristales ahumados, detrás de los cuales hay directivos de traje y secretarias de las afueras que deben de preguntarse quién es ese tío moreno, musculoso, que toma el sol en el balcón con unos pequeños calzoncillos rojos y a veces, resueltamente, con la minga al aire. Es Édichka, el poeta ruso que os cuesta doscientos setenta y ocho dólares mensuales, queridos contribuyentes americanos, y que os dedica un cordial desprecio. Cada dos semanas va a la oficina del welfare y aguarda a que le den el cheque junto con otros desechos de la sociedad. Cada dos meses tiene una entrevista con un empleado del servicio que le pregunta por sus proyectos. «I look for job, I look very much for job», dice, exagerando su mal inglés para explicar que sus búsquedas son infructuosas. En realidad, él no look en absoluto for job y para redondear su asignación se contenta con echar una mano de vez en cuando, en negro, a Lionia Kossogor, que hace mudanzas por cuenta de un judío ruso, especializado en las de judíos rusos: rabinos, intelectuales con cajas de cartón llenas de ediciones completas de Chéjov o de Tolstói, encuadernados en la Unión Soviética con un color verde oscuro cuya cola siempre huele un poco a pescado.
Empeñado en que se integre, welfare le paga cursos de inglés. Aparte de él, no hay más que mujeres, negras, asiáticas, latinas, que le enseñan fotos de sus hijos vestidos de punta en blanco, como van siempre los hijos de los pobres, y algunas veces le llevan en bandejas ignífugas platos cocinados en sus casas, con boniatos y plátanos machos. Le hablan de su país, él del suyo, y abren mucho los ojos cuando les dice que allí los estudios y los cuidados médicos son gratuitos: ¿por qué se ha marchado de un país tan bueno?
Por qué, se pregunta.
Todas las mañanas va andando hasta Central Park y se tiende sobre el césped utilizando como cojín una bolsa de plástico donde lleva su cuaderno. Allí se pasa horas mirando al cielo y, debajo, las terrazas de los edificios para los multimillonarios de la Quinta Avenida, donde vive gente como los Liberman, a los que ya no ve nunca y cuyo mundo refinado ya forma parte de una vida anterior muy lejana. Hace sólo un año iba a su casa encarnando a un joven escritor lleno de porvenir, casado con una mujer bonita que iba a convertirse en una modelo famosa, y ahora es un mendigo. Mira a la gente de alrededor, escucha sus conversaciones, calcula las posibilidades que tiene cada persona de huir de su situación actual. Los mendigos, los auténticos, no tienen salvación. Los empleados, las secretarias, que a la hora del almuerzo van a comer un bocadillo en un banco, serán ascendidos pero no irán muy lejos, cosa en la que por otra parte tampoco piensan. Los dos jóvenes con pinta de intelectuales que hablan y llenan de anotaciones, con aire de tomarse muy en serio, las hojas mecanografiadas de lo que debe de ser un guión: deben de creérselos, sus diálogos gilipollas, sus personajes gilipollas, y quizá tengan razón en creérselo, quizá lleguen a triunfar, a conocer Hollywood, las piscinas, las starlettes y la ceremonia de los Oscar. En cambio, la tribu de puertorriqueños, que despliegan en la hierba todo un campamento de mantas, transistores, bebés, termos…: con toda seguridad, éstos se quedarán donde están. Aunque… ¿quién sabe? Tal vez el bebé que berrea, con el pañal lleno de mierda, gracias a los sacrificios de sus padres cursará unos estudios magníficos y llegará a ser premio Nobel de Medicina o secretario general de la ONU. ¿Y qué será de él, Eduard, con su vaquero blanco y sus ideas negras? ¿Está viviendo un capítulo de su vida novelesca —mendigo en Nueva York— o este capítulo es el último, el final del libro? Saca el cuaderno de la bolsa de plástico y, acodado en la hierba, fumando un porro comprado a uno de los pequeños traficantes del que se ha hecho amigo, empieza a escribir todo lo que acabo de contar: el welfare, el Hotel Winslow, los pecios de la emigración rusa, Elena y el cómo ha llegado a su situación actual. Escribe según le viene, sin preocuparse de la literatura, y pronto está en el segundo, en el tercer cuaderno, sabe que se está convirtiendo en un libro y que ese libro es su único recurso para salir adelante.
Se considera homosexual, pero apenas practica, es más bien una categoría que adopta. Una tarde en que le está dando a la priva en un banco con un ruso quejumbroso, pintor abstracto en Moscú y de brocha gorda en Nueva York, un joven negro, medio vagabundo, viene a gorronearles un cigarrillo y, por provocación, Eduard se lo liga. Le dice: «I want you», le coge por los hombros, le besa y el chico se ríe, se deja hacer. Van a follar a la escalera de un inmueble. El pintor se queda en el banco, estupefacto, y luego cuenta el episodio por ahí. «¡Entonces es verdad que el cabrón de Limónov se ha vuelto pederasta! ¡Que se deja encular por negros!» Corre ya un rumor de que trabaja para el KGB, circula otro de que se había suicidado después de abandonarle Elena. Él no lo desmiente, le divierte. De todos modos, prefiere a las chicas. El problema es encontrarlas.
En el parque, donde pasa los días escribiendo, aborda a una que reparte octavillas para el partido de los trabajadores. La ventaja de la gente que reparte octavillas, ya sean izquierdistas o testigos de Jehová, es que están acostumbrados a la hostilidad y les agrada que quieras charlar con ellos. La chica se llama Carol, es delgada, no es bonita, pero la vida de Eduard atraviesa un momento nada propicio a remilgos. Carol le explica que el partido de los trabajadores son los trotskistas americanos, partidarios de la revolución mundial. Eduard aprueba la revolución mundial. Está, por principio, al lado de los rojos, los negros, los árabes, los maricas, los mendigos, los drogatas, los puertorriqueños, de todos los que no tienen nada que perder y son o, al menos, deberían ser partidarios de la revolución mundial. Y también es partidario de Trotski; no está, sin embargo, en contra de Stalin, pero comprende que es mejor no decírselo a Carol. Impresionada por su fervor, le invita a un mitin de apoyo al pueblo palestino, y le previene: podría ser peligroso. Estupendo, se inflama él, pero el mitin, al día siguiente, le decepciona. No es que el discurso carezca de vehemencia, pero cuando termina todo el mundo se separa, la gente vuelve a su casa o se van en grupitos a hablar en coffee-shops, sin más horizonte que el mitin del mes siguiente.
—No comprendo —dice Carol, perpleja—. ¿Qué querías?
—Pues que sigamos juntos. Que vayamos a buscar armas y ataquemos a una administración. O que secuestremos un avión. O que hagamos un atentado. Bueno, no sé, algo.
Se pega a Carol con la vaga esperanza de acostarse con ella, pero resulta que tiene un amigo, tan impetuoso verbalmente como ella y tan prudente en la práctica, y una vez más él vuelve solo al hotel. Pensaba que los revolucionarios vivían todos juntos en una casa ocupada, en un local clandestino, no cada uno en un pisito donde a lo sumo invitan a los demás a un café. No obstante, vuelve a ver a Carol y a sus amigos: forman, con todo, un grupo, una familia, y él tiene una necesidad desgarradora de una familia, hasta el punto de que en el parque, cuando ve a los Hare Krishna agitar sus campanillas y sus tambores salmodiando sus chorradas, se sorprende pensando que no se debe de estar tan mal con ellos. Asiste a reuniones del partido de los trabajadores, acepta repartir octavillas. Carl le presta las obras de Trotski, que claramente le gusta cada vez más. Le gusta que Trotski declare sin ambages: «¡Viva la guerra civil!» Que desprecie los discursos de las mujercitas y de los curas sobre el valor sagrado de la vida humana. Que diga que por definición los vencedores tienen razón y los vencidos están equivocados y que su lugar está en el basurero de la historia. Son palabras viriles, y le gusta más aún lo que contaba el viejo del Russkoe Dielo: que el tipo que las pronunciaba pasó en unos meses del estatuto de emigrado muerto de hambre en Nueva York al de generalísimo del Ejército Rojo, que viajaba de un frente a otro en un vagón blindado. Es la clase de destino que desea Eduard y que es imposible que le acontezca con estos blandengues trotskistas americanos, siempre dispuestos a soltar peroratas sobre los derechos de las minorías oprimidas y de los presos políticos, pero aterrorizados por las calles, las barriadas, los verdaderos pobres.
Por muy deseoso que esté de integrarse en una comunidad, está harto de ellos. Y como también está harto de los emigrados rusos, traslada su maleta del Hotel Winslow, su cuartel general, al Hotel Embassy, todavía más sórdido, si cabe, pero exclusivamente frecuentado por negros, toxicómanos y prostitutas de ambos sexos, a los que él considera más elegantes. Allí es el único blanco, pero no desentona porque, como comentó Carol, en cuyos labios no parecía un cumplido, se viste como un negro. Cuando la mudanza de algún rabino le ha proporcionado algunos dólares, los invierte en ropa de segunda mano pero vistosa: sus trajes rosa y blanco, sus camisas con chorreras de encaje, sus chaquetas malva de terciopelo estampado, sus botines de tacones bicolores le granjean el aprecio de sus vecinos. Y el último de sus fieles, Lionia Kossogor, como sabe que le complacerá saberlo, le informa de que el rumor crece entre los emigrados. Le tachaban de marica, de chequista, de suicida, y ahora dicen que vive con dos negras putas y que es su macarra.
Su ventana en el Embassy da al tejado de la casita que comparten en Columbus Avenue Guennadi Shmákov y dos bailarines, homosexuales como él. Shmákov era en Leningrado el mejor amigo de Brodsky, que le evoca en sus libros de entrevistas con la mayor efusividad. Generoso, erudito, cotilla, habla cinco idiomas y se sabe de memoria cincuenta ballets, es un poco el prototipo de la loca apasionada de la danza y la ópera, y Brodsky y Limónov, por una vez de acuerdo, le aprecian tanto más cuanto que procede de una familia de espantosos aldeanos del Ural. Es una regla, según Brodsky: nadie mejor que un provinciano para convertirse en un auténtico dandy.
Menos solicitado que sus ilustres amigos, Brodsky y el bailarín estrella Mijaíl Barýshnikov, Shmákov sigue en Nueva York su estela, se aprovecha de sus relaciones y obtiene gracias a ellos traducciones y artículos sobre los grandes coreógrafos rusos. Eduard está escaldado por ese mundo demasiado brillante en que se ve reducido al papel de comparsa, él que aspira a los de protagonista, pero Shmákov y sus dos coinquilinos son sólo satélites de estrellas, y en cuanto tales no intimidan demasiado, y en su casa, al cruzar la calle, le brindan a cualquier hora una generosa hospitalidad rusa que le reanima cuando ya no aguanta más tiempo solo. Le preparan pequeños platos —Shmákov es un cocinero maravilloso—, le miman, le consuelan, le dicen que es mono y deseable, le ofrecen, en suma, toda la dulzura que él esperaba de una relación homosexual sin estar obligado a pasar por la piedra. «Es como Ricitos de Oro en casa de los tres osos», bromea Shmákov mientras corta el kulebiak.
Eduard se siente tan a gusto allí que Shmákov es el primero al que le da a leer el manuscrito de Soy yo, Édichka, el libro que ha escrito durante el verano en los céspedes de Central Park. Y Shmákov se entusiasma. Bueno, le impresiona. Édichka le parece un desalmado terrible, pero lo es a la manera de Raskólnikov en Crimen y castigo, y de hecho empieza a llamarle Rodión, como Raskólnikov, y a su libro «Soy yo, Rodionka». Este esteta, hombre de gusto, opina también que de todos los talentos de la emigración rusa este pequeño canalla es el único realmente contemporáneo. Nabokov es un gran artista, pero es profesor universitario, un parnasiano y a la vez un cerdo hipócrita. «Y hasta Joseph», dice Shmákov, bajando la voz, como asustado de su blasfemia, porque se lo debe todo a Brodsky, sin él no es nadie en Nueva York: Joseph «es un genio, pero al estilo de T. S. Eliot o su amigo Wystan Auden, un genio de la antigua escuela». Cuando lees sus versos es como si escucharas música clásica, Prokófiev o Britten, mientras que lo que escribe Édichka, este chico desalmado, recuerda más bien a Lou Reed: a walk on the wild side. «Pero no quiero decir», matiza Shmákov, «que Lou Reed sea mejor, yo personalmente prefiero a Britten y Prokófiev, pero bueno, una actuación de Lou Reed en la Factory es algo más contemporáneo que una representación de Romeo y Julieta en la Metropolitan Opera, no se puede decir lo contrario.»
Estos elogios complacen a Eduard pero no le asombran mucho: ya sabía que su libro era genial. Accede, por tanto, a que Shmákov haga circular el manuscrito, como un samizdat, empezando por sus dos héroes: Brodsky y Barýshnikov.
Brodsky desconfiaba, y tenía motivos para hacerlo. El gran hombre tarda siglos en leerlo, sin duda no lo termina, tarda en manifestar sus preciosas impresiones, y son adversas. A él también le recuerda a Dostoievski, con la salvedad de que el libro, en su opinión, no parece escrito por él, ni siquiera por Raskólnikov, sino por Svidrigáilov, el personaje más perverso, negativo y tarado de Crimen y castigo, lo cual constituye una diferencia enorme. A Barýshnikov, en cambio, el texto le ha fascinado. Se aislaba para enfrascarse en el manuscrito en cuanto tenía un momento libre durante los ensayos de su ballet. Lástima que esté tan influido por Brodsky que no se atreverá a llevarle la contraria.
Como a estos dos no los tiene a su alcance, el resentimiento de Eduard recae sobre el bueno, el generoso Shmákov. Le tacha de cortesano, de parásito, de amigo servil de los ricos y famosos. «Ya puestos», le reprocha, «podrías haberle dado el libro a Rostropóvich, el rey de los oportunistas, el tercer miembro de la troika infernal, de los padrinos de la emigración, que si se hubieran quedado en su país serían obviamente secretarios generales de la Unión de Escritores, de compositores, de bailarines, y harían lo posible, como hacen aquí, para hundir a los artistas realmente revolucionarios.»
Shmákov baja la cabeza, consternado.