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Él, que se acuerda de todo, no recuerda nada de los días siguientes. Debió de caminar por las calles, acechar delante de la casa de Jean-Pierre, pelearse con él o con algún otro —algunas marcas lo atestiguan—, y sobre todo beber hasta perder la conciencia. Zapói total, zapói kamikaze, zapói extraterrestre. Sabe que Elena se marchó el 22 de febrero de 1976 y que él se despertó el 28 en una habitación del Hotel Winslow con el bueno de Lionia Kossogor en la cabecera de la cama.

Los primeros días no sale de este cuarto ni tampoco se levanta de la cama. Está demasiado débil y maltrecho, y además, ¿adónde iría? Ya no tiene mujer ni trabajo ni padres ni amigos. Su vida se reduce a este perímetro, cuatro pasos de largo, tres de ancho, un linóleo gastado, sábanas cambiadas cada quince días, el olor a lejía que intenta prevalecer sobre el del pis y el vómito, es exactamente lo que necesita un tipo como él. Hasta ahora siempre ha creído en su estrella, ha pensado que su vida aventurera le llevaría a alguna parte, que la película terminaría bien. Es decir, que de un modo u otro se haría famoso, que el mundo sabría quién era o, en el peor de los casos, quién fue Eduard Limónov. Ahora, sin Elena, ya no lo cree. Cree que esta habitación sórdida no es un decorado más, sino el último, el decorado al que conducen los anteriores. Final del recorrido, ya sólo queda abandonarse al naufragio. Beber todos los caldos que le prepara el bueno de Lionia Kossogor. Dormir, con la esperanza de no despertar.

El Hotel Winslow es un refugio para los rusos, la mayoría judíos, que como él forman parte de la «tercera emigración», la de los años setenta, y a los que es capaz de reconocer en la calle, incluso de espaldas, por el aura que emanan de lasitud y desventura. En ellos pensaba cuando escribió el artículo que le costó el trabajo. En Moscú y en Leningrado eran poetas, pintores, músicos, under vigorosos que se guarecían del frío en sus cocinas, y ahora, en Nueva York, son lavaplatos, pintores de brocha gorda, mozos de mudanza, y por mucho que se esfuercen en seguir creyendo lo que al principio creían, que es una etapa provisional, que algún día reconocerán su verdadero talento, saben bien que no es cierto. Por tanto, siempre entre ellos, siempre en ruso, se emborrachan, se lamentan, hablan de la patria, sueñan con que les dejen volver, pero no les dejarán: morirán atrapados y engañados.

Uno de ellos también se hospeda en el Winslow. Cada vez que Eduard le visita en su cuarto para echar un trago o sablearle un dólar, cree que tiene un perro porque huele a perro, que hay huesos roídos en un rincón e incluso excrementos caninos en el linóleo, pero no, no tiene un perro, ni siquiera un perro, se pudre solo, relee todo el santo día las pocas cartas que ha recibido de su madre. Hay otro que teclea a máquina sin parar todo el día, sin publicar nunca nada, y que vive aterrado porque cree que sus vecinos le han echado el ojo a su habitación. Es inútil explicarle que es una quimera importada de Moscú, donde cualquier cuchitril es un bien precioso y donde, en efecto, hay gente que puede urdir durante meses planes aviesos para causar la perdición de sus vecinos y apoderarse de los nueve metros cuadrados en que se hacinan cuatro personas. De nada sirve explicarle que no sucede lo mismo en América, porque él se aferra a su alucinación, es su último lazo con la kommunalka mugrienta que, aunque no lo confiese, lamenta tanto haber abandonado. Y luego está Lionia Kossogor, el bueno de Lionia, que ha pasado diez años en Kolimá y tiene a gala que su nombre figure con todas las letras en Archipiélago Gulag. Todo el mundo en la emigración le llama «el tío de quien habla Solzhenitsyn», y como diez años es una condena mayor que la de Solzhenitsyn, Lionia se dice que él también podría escribir sobre el gulag y hacerse rico y famoso. No lo hace, por supuesto. Desde que encontró a Eduard casi inconsciente, medio muerto de frío sobre el pavimento, no se separa de él, es su samaritano. Quizá en su caridad auténtica haya una veta de satisfacción secreta al ver que ha mordido el polvo el joven arrogante que, temeroso de que le contagiase el mal fario, pasaba de largo cuando se cruzaban. Quizá se alegre de incluirle en la hermandad de los losers cuando le lleva a las oficinas del welfare, que es el servicio de ayuda a los indigentes, y donde le asignan doscientos setenta y ocho dólares mensuales.

La habitación más barata de un hotel tan miserable como el Winslow cuesta doscientos dólares al mes. Le quedan setenta y ocho, no es mucho pero no quiere buscar trabajo. Le mola emborracharse con vino californiano a noventa y cinco centavos la botella de litro y medio, escarbar en los cubos de basura de los restaurantes, sablear a compatriotas y en última instancia dar un tirón a un bolso. Como es una mierda, vivirá como una mierda. Pasa los días callejeando sin rumbo, pero tiene una preferencia por los barrios pobres y peligrosos, donde sabe que no corre peligro porque él también es pobre y peligroso. Entra en las casas abandonadas con los postigos cerrados y rodeadas de empalizadas cubiertas de verdín. Allí encuentra siempre, pudriéndose sobre charcos de orina, a mendigos con los que le gusta hablar, rara vez en una lengua común. También le gusta refugiarse en las iglesias. Un día, durante un oficio, clava la navaja en la madera de un reclinatorio y juega a arrancarle sonidos. Los feligreses, inquietos, le observan por el rabillo del ojo, pero ninguno se atreve a acercarse. Por la noche, algunas veces, va a un cine porno, menos para excitarse que para llorar en silencio pensando en los tiempos en que iba con su mujer guapísima y la masturbaba y ponía celosos a esos pecios a la deriva de los que ahora forma parte.

¿Dónde estará Elena? No lo sabe, ha renunciado a saberlo. Desde el zapói descomunal que siguió a su partida, Eduard no ha pisado las inmediaciones del loft donde quizá ella viva. Cuando vuelve al hotel, se la casca pensando en Elena. Lo que más efecto le hace no es imaginar que se la folla, sino fantasear que se la follan. Se la folla Jean-Pierre o, con un gran consolador, la amiga lesbiana de Jean-Pierre, con la que, para darle más celos todavía, ella le ha contado que han hecho un trío. ¿Qué siente Elena cuando la enculan y traiciona a su marido Limónov? Para sentirlo se introduce una vela en el culo, levanta y separa las piernas, empieza a jadear y a gemir como Elena, a decir lo que ella le decía y lo que debe de decir a otros, cosas como «sí, qué bueno, es gorda, la noto bien». Después de correrse se queda tumbado, con el vientre pringado de esperma. No vale la pena enjugarse con un pañuelo, de todas formas las sábanas están sucias. Con la yema de los dedos coge un poco, lo lame, se lo traga con un poco de vino, vence una arcada, reanuda el acto. Dice la leyenda que el poeta Esenin escribió poemas con su sangre. ¿Dirá la leyenda que el poeta Limónov se emborrachaba con su lechada? Lo más verosímil, ay, es que no habrá leyenda, nadie sabrá quién era el poeta Limónov, pobre muchacho ruso perdido en Manhattan, compañero de infortunio de Lionia Kossogor, de Édik Brutt, de Aliosha Schneershon y de otros que morirán como han vivido, ignorados por todos.

Lleno de compasión por sí mismo, mira su cuerpo, que es bello, joven, vigoroso, y que nadie necesita. Si le vieran solo y desnudo en la cama, a muchas mujeres les gustaría acariciarle, y también a muchos hombres. Desde que Elena le ha traicionado, se dice a menudo que es mejor tener un coño que una polla, que es mejor ser presa que cazador y que le gustaría que le tratasen como a una mujer. En el fondo, lo que estaría bien es ser marica. A los treinta y tres años tiene el aspecto de un adolescente, sabe que gusta a los hombres, siempre les ha gustado. Fiel al código de honor de Sáltov, siempre ha despreciado ese deseo masculino, pero ahora se salta a la torera el código de Sáltov. Necesita que le protejan y le mimen, aun a riesgo de menospreciar a quien lo haga. Necesita ser Elena en lugar de Elena.

Expone su problema a un ruso marica que le presenta a otro marica americano. Este último se llama Raymond, es un sesentón próspero y refinado, con el pelo teñido y aire afable. En el restaurante fino donde se desarrolla la primera cita, Raymond le mira devorar un cóctel de gambas y aguacate con la sonrisa enternecida del filántropo que paga una comida caliente a un muchachito pobre. «No comas tan deprisa», le dice, acariciándole la mano. Eduard se da cuenta de lo que piensan los camareros, y le agrada que le tomen por lo que quiere ser: un chapero. Lo único que le preocupa es que este pobre Raymond también tiene pinta de buscar el amor, es decir, espera recibirlo y no sólo está dispuesto a darlo. A juicio de Eduard, en el amor hay el que da y el que recibe, y considera que por su parte ya ha dado bastante.

Después de la comida van a casa de Raymond, se sientan en el sofá y Raymond empieza a manosearle la polla a través del vaquero.

«Ven», se oye decir Eduard, y agarra de la mano a Raymond, le arrastra a la habitación y le tumba encima de la cama. Mientras Raymond forcejea para soltarle la hebilla de su pesado cinturón militar, heredado de Veniamín y del NKVD, Eduard, con los ojos entornados, mueve la cabeza de derecha a izquierda, como ha visto hacer a Elena. Intenta imitarla en todo, pero no se le empina. Raymond, que por fin ha conseguido extraer del vaquero la polla encogida, la toca con las manos, con la boca, con mucha buena voluntad y dulzura, pero nada. Un poco violentos, se recomponen y vuelven a la sala a beber algo. Cuando Eduard se va, prometen llamarse pero los dos saben que no lo harán.

Al llegar el buen tiempo, muchas veces pasa toda la noche al aire libre. En la calle, en bancos. Está en el recinto reservado a los niños en un jardín público. Zona de arena, columpios, tobogán. Se acuerda de una noche en un lugar parecido, sólo que un poco más cutre porque todo es más cutre en la Unión Soviética, en compañía de Kostia, llamado el Gato, que después mató a un hombre y fue condenado a doce años en un campo. ¿Dónde estará ahora? ¿Vivo o muerto? Juega con la arena, con una mano la derrama sobre la otra, cuando ve brillar en la sombra, al pie del tobogán, unos ojos que le observan. No se asusta, hace mucho que ya no sabe lo que es el miedo. Se acerca: es un joven negro, encogido como un gato, vestido con ropa oscura, pirado, sin ninguna duda.

Hi —dice Eduard—, me llamo Ed, ¿tienes algo de fumar?

Fuck off —gruñe el otro.

Sin ofenderse, Eduard se acuclilla cerca del negro. Sin previo aviso, el chico se abalanza sobre él, le golpea. Sus cuerpos enredados ruedan por la arena. Luchan. Eduard logra liberar una mano que dirige a la bota en busca de la navaja, y quizá la hubiera utilizado si su adversario no le hubiese soltado, de una forma tan inesperada como cuando le ha atacado. Los dos se quedan quietos, recuperando el aliento, uno contra otro, sobre la arena húmeda.

—Te deseo —dice Eduard—. ¿Quieres hacer el amor?

Empiezan a besarse, a acariciarse. El joven negro tiene la piel suave y, debajo de su ropa maloliente, un cuerpo musculoso, compacto, bastante semejante al suyo. Él también mueve la cabeza, con los ojos entornados, y murmura: «Baby, baby…» Eduard se agacha, se suelta el cinturón, impaciente por saber si es cierto lo que dicen de la verga de los negros. Es verdad: es más grande que la suya. Se la mete en la boca y, acostándose en la arena, con una erección también muy dura, se la chupa un largo rato, tomándose su tiempo, como si tuvieran por delante una eternidad. No hay nada de furtivo, es algo apacible, íntimo, majestuoso. Soy feliz, piensa Eduard: tengo una relación. El otro se deja hacer totalmente, se abandona, confiado. Le acaricia el pelo, gruñe débilmente, al final se corre. Eduard conoce ya el gusto de su propio esperma, adora el del negro, se lo traga todo. Después, con la cabeza contra su polla vaciada, rompe a llorar.

Llora mucho tiempo, es como si desahogase todo el sufrimiento acumulado desde la marcha de Elena, y el joven negro le estrecha en sus brazos para consolarle. «Baby, my baby, you are my baby…», repite, como un ensalmo. «I am Eddy», dice Eduard, «I have nobody in my life, will you love me?» «Yes, baby, yes», canturrea el otro. «What is your name?» «Chris.» Eduard se calma. Imagina su vida juntos en los bajos fondos. Serán camellos, vivirán en una casa de okupas, nunca se separarán. Más tarde, se baja el pantalón y los calzoncillos, hace el mismo gesto que hacía Elena para ofrecerle el culo y le dice a Chris: «Fuck me.» Chris se escupe en la polla y se la mete. Aunque sea más gruesa que la vela, el entrenamiento le ha servido: no le hace demasiado daño. Cuando Chris se ha corrido, se tienden en la arena y se duermen así. Eduard se despierta un poco antes del amanecer, se libera del abrazo del joven, que refunfuña suavemente, busca a tientas sus gafas y se va. Camina por la ciudad que se despierta, totalmente feliz y orgulloso de sí mismo. No he tenido miedo, piensa, me he dejado dar por culo. «Molodiéts!», como diría su padre: buen chico.