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El Russkoe Dielo es un periódico en ruso fundado en 1912, un poco antes que el Pravda, cuyo formato y tipos se parecen tanto que se confunden. Sus oficinas ocupan una planta de un edificio vetusto, no lejos de Broadway, y aunque este nombre mágico haya hecho soñar a Eduard hasta su primera visita, uno podría creerse en un barrio tranquilo de una pequeña ciudad ucraniana. También soñaba con el oficio de periodista, pensaba en Hemingway, en Henry Miller, en Jack London, que lo ejercieron en sus comienzos, pero, tal como le ha prevenido Brodsky, la manera en que se ejerce el periodismo en el Russkoe Dielo no es ciertamente trepidante. Su trabajo consiste en traducir y compilar artículos de prensa neoyorquinos para lectores rusos, poco exigentes respecto a la frescura de las noticias porque las reciben por suscripción con tres días de retraso. Aparte de estos sucedáneos informativos, las secciones del diario incluyen un folletín interminable titulado El castillo de la princesa Tamara, recetas de cocina que son todas más o menos variaciones en torno a la kacha, y sobre todo cartas o artículos (la frontera no está claramente trazada) de grafómanos anticomunistas. Los redactores son judíos viejos con tirantes que apenas hablan inglés, aun cuando la mayoría lleva en el país cerca de cincuenta años y emigró justo después de la Revolución, y el de más edad se acuerda todavía, incluso antes, de las visitas de Trotski al periódico. El anciano cuenta a quien quiera escucharle que Lev Davídovich vivía en el Bronx y sobrevivía con los magros ingresos de las conferencias que daba sobre la revolución mundial ante salas vacías. Los camareros de los pequeños restaurante donde comía le detestaban porque consideraba ofensivo para su dignidad —la de ellos— dejarles propina. En 1917 compró muebles a plazos por doscientos dólares y luego desapareció sin dejar dirección, y cuando la sociedad crediticia localizó su rastro él estaba al mando del ejército del país más grande del mundo.

Por más que le hayan repetido durante toda su infancia que Trotski era el enemigo del género humano, Eduard adora ese destino de gran espectáculo. También le gusta escuchar a Porfiri, un ucraniano más joven que empezó la guerra en el Ejército Rojo y, tras pasar por el ejército de Vlásov, es decir, los rusos blancos que combatieron al lado de los alemanes, la terminó como guardián en un campo de Pomerania. Un pequeño y simpático stalag, precisa, no un campo de exterminio. Mató a otros, de todos modos, y lo cuenta sin fanfarronería. Eduard le confiesa un día que no está seguro de ser capaz de hacerlo. «Claro que sí», le tranquiliza Porfiri. «En cuanto estés entre la espada y la pared, lo harás como todo el mundo, no te preocupes.»

La atmósfera en el Russkoe Dielo es tibia, polvorienta, muy rusa. Café por la mañana, té con mucho azúcar a todas horas y, casi un día sí y otro no, un cumpleaños que justifica que se saquen los pepinillos encurtidos, el vodka y el coñac Napoleón para los linotipistas, que es su gran esnobismo. Se llaman «querido» y «Eduard Veniamínovich», tan largo como un brazo. En suma, es un lugar cálido, relajante para alguien que acaba de desembarcar y no habla inglés, pero es también un hospicio donde se han frustrado las esperanzas de quienes han tenido que llegar a América creyendo que les aguardaba una vida nueva y se han empantanado en esta tibieza muelle, estas querellas nimias, estas nostalgias y vagas esperanzas de retorno. El enemigo jurado para todos ellos, más aún que los bolcheviques, es Nabokov. No porque Lolita les escandalice (bueno, sí, un poco), sino porque ha dejado de escribir novelas de emigrado para emigrados, le ha vuelto la espalda a su pequeño universo rancio. A Eduard, por odio de clase y desprecio de la literatura para literatos, le disgusta Nabokov más que a ellos, pero no quisiera por nada del mundo detestarle por las mismas razones que ellos, ni demorarse entre estas paredes que huelen a tumba y a pis de gato.

Un escritor, en resumen, para darse a conocer puede elegir entre inventar historias, contar historias verídicas o expresar su opinión sobre la marcha del mundo. Eduard no tiene ninguna imaginación, las crónicas que intenta colocar sobre los maleantes de Járkov y el underground moscovita no interesan a nadie, de los versos mejor no hablar, queda la carrera de polemista. La concesión del Premio Nobel de la Paz a Sájarov le ofrece la ocasión de debutar.

Este gran físico, padre de la bomba de hidrógeno soviética, se ha sumado a la disidencia hace unos años y milita públicamente en pro del respeto de los acuerdos de Helsinki, es decir, de los derechos humanos en su país. No hay ningún testimonio sobre Andréi Sájarov que no le presente como un hombre de un rigor intelectual sin fisuras, de una rectitud moral rayana en la santidad, y no hay razones para no creerlo, pero tampoco hay motivos para asombrarse, llegados a este punto, de que esta leyenda dorada exaspere a Eduard. Se recluye dos días para explicar, con una pluma furiosa y divertida, que los disidentes están aislados del pueblo, sólo se representan a sí mismos y, en el caso de Sájarov, los intereses de su casta, la alta nomenklatura científica. Que si por azar llegasen al poder, ellos o políticos que comulgan con sus ideas, sería una catástrofe mucho peor que la burocracia actual. Que la vida en la Unión Soviética es gris y aburrida, pero no es el campo de concentración que ellos describen. Por último, que Occidente no es mejor y que los emigrados, soliviantados contra su país por esos irresponsables, pagan cruelmente el haberlo abandonado, porque la triste verdad es que en América nadie les necesita.

Aquí habla por él: es lo que empieza a temer al cabo de seis meses estancado en el Russkoe Dielo y de servir de comparsa en los márgenes de la jet-set. La euforia optimista de la llegada ha remitido, su artículo, por otra parte, se titula «Desilusión». Se lo rechazan en el New York Times y en otros varios periódicos prestigiosos o, mejor dicho, ni uno ni otros le mandan acuse de recibo. Para acabar, lo publica en una revista oscura, más de dos meses después del suceso que le sirve de detonante. Esto es, pasa inadvertido al público al que se dirigía: los editorialistas estrella y los creadores de opinión neoyorquinos. Perturba, en cambio, a la aldea de la emigración. El texto trastorna el dulce sopor del Russkoe Dielo. Incluso los que ven en el análisis una parte de verdad juzgan inoportuno pregonarla: ¿no es hacer el juego a los comunistas?

Moiséi Borodátij, el redactor jefe, convoca una mañana a Eduard. Con un dedo que tiembla de indignación, le señala un periódico doblado sobre su escritorio. Eduard se inclina: su foto ocupa media página. Es una foto antigua, tomada en Moscú, a pesar de lo cual se le ve al pie de un rascacielos neoyorquino. El periódico es soviético —el Komsomólskaia Pravda— y debajo del fotomontaje anuncia: «El poeta Limónov dice toda la verdad sobre los disidentes y la emigración.» Hojea el artículo, levanta la cabeza con una sonrisa un poco molesta y un poco fatalista que intenta tomarse a broma el asunto. No se lo toma así Moiséi Borodátij. Tras un silencio, deja caer: «Dicen que eres un agente del KGB.» Eduard se encoge de hombros. «¿Me está haciendo una pregunta?» Sale del despacho sin esperar a que le despidan.

En la adversidad es reconfortante ser dos, pero ellos lo son cada vez menos. Elena se le escapa. Espoleada por las predicciones de Lili Brik, se ha imaginado que va a convertirse en una modelo famosa, pero Alex Liberman, cuya simple intervención podría abrirle las puertas de Vogue, no mueve un dedo y se conforma con piropearla con una galantería que a la larga raya en la perversidad. Los ayudantes de Avedon y de Dalí no la llaman. Ella descubre la humillante condición de proletaria de lujo. Para presentarse en las agencias necesita un book, y la joven y hermosa desconocida que necesita tenerlo es evidentemente la presa de todos los ligones que se declaran fotógrafos. Cada vez con más frecuencia, cuando Eduard vuelve a casa, ella no está. Le telefonea para decirle que cene solo porque la sesión de fotos no ha terminado. Él oye música en la habitación en que ella se encuentra, le pregunta si volverá pronto. «Sí, sí, volveré pronto.» Rara vez vuelve antes de las dos, las tres de la madrugada, y entonces está deshecha, se queja de haber bebido demasiado champán y esnifado demasiada coca, con el tono irritado que uno adopta para decir: «¡Yo trabajo!» Es invierno, hace frío en la vivienda, Elena se acuesta completamente vestida y accede a que él la tenga abrazada hasta que se duerme, pero ya no tiene fuerzas para hacer el amor. Ronca, con la nariz también tapada. Crispan su cara dormida pequeñas contracciones de disgusto. Y él, insomne hasta el amanecer, se tortura con la idea de que no tiene los medios de poseer a una mujer tan bella, que ella va a abandonarle como él abandonó a Anna, porque hay cosas mejores en el mercado. Es una fatalidad, es la ley, si él fuera Elena haría lo mismo.

La interroga, ella se escabulle. Él quiere hablar, ella suspira: «¿Pero de qué quieres que hablemos?» Cuando él le confiesa sus preocupaciones, ella responde encogiéndose de hombros que su problema es que es demasiado serio. «¿Qué quiere decir eso, demasiado serio? ¿Demasiado enamorado de ti?» No: que no sabe divertirse. Que no sabe disfrutar de la vida. Su boca, al decir esto, traza un pliegue tan amargo que él la empuja hasta el espejo del cuarto de baño y dice: «Mírate. ¿Crees que tú tienes aspecto de disfrutar de la vida? ¿Crees que tienes aspecto de divertirte?» «¿Cómo quieres que me divierta contigo?», contesta ella. «Me haces escenas continuamente. Me interrogas como si fueras del KGB.»

De una escena a otra, de un interrogatorio a otro, ella acaba desembuchando. Como todas las mujeres en una situación parecida, al principio intenta revelar lo mínimo. «¿Qué importa quién sea?»; pero él no ceja hasta saber que el otro se llama Jean-Pierre. Francés, sí. Fotógrafo. Cuarenta y cinco años. ¿Guapo? No mucho: calvo, barbudo. Un loft en Spring Street. No es riquísimo, no, no es un astro en su oficio, pero está contento. Un adulto, al menos, no un pequeño ucraniano que reprocha sus fracasos a todo el mundo y que siempre está de morros y llorando.

Así le ve Elena ahora y, en efecto, él llora. Eduard, el duro de pelar, llora. Como en la canción de Jacques Brel, está dispuesto a convertirse en la sombra de su mano, la sombra de su perro, para que ella no le deje. «Si yo no quiero dejarte», dice ella, conmovida al verle tan angustiado. Él se endereza: entonces todo irá bien. Si siguen juntos todo irá bien. Ella puede tener un amante, no hay problema. Puede ser una puta. Él, Eduard, será su chulo. Será excitante, un episodio entre otros muchos en su vida de aventureros, libertinos pero inseparables. Este pacto le exalta, quiere beber champán, festejarlo. Aliviada, Elena sonríe y dice que sí, sí, evasivamente.

Esa noche hacen el amor, se duermen agotados y los días siguientes, como ya no tiene que ir a la oficina, Eduard sólo abriga una obsesión: quedarse encerrado con ella en casa, no levantarse de la cama, no parar de follarla. Sólo se siente seguro dentro de ella, la única tierra firme. Alrededor hay arenas movedizas. Aguanta tres, cuatro horas empalmado, hasta prescinde del consolador que muchas veces le da un respiro a la polla para arrancar de Elena esos repetidos orgasmos interminables que les hacían gozar a los dos. Le sujeta la cara entre las manos, la mira, le pide que mantenga los ojos abiertos. Ella los abre de par en par y él ve en ellos tanto espanto como amor. Después, extenuada, despavorida, vuelve la cabeza hacia un lado. Él quiere poseerla otra vez. Ella le rechaza, dice que no con una voz somnolienta, no puede más, le duele el coño. Él recae en el abandono como dentro de un pozo. Se levanta, va a la especie de cuartito que les sirve de cocina, cuarto de baño y retrete. Bajo la luz de la bombilla amarillenta, hurga en el cesto de la ropa interior sucia, recoge unas bragas, las olfatea, rasca con la punta de la uña, buscando huellas del esperma del otro. Se hace una paja dentro, una paja larga, sin llegar a correrse, y luego vuelve a la cama cuyas sábanas huelen a sudor, a angustia y al vino que derraman al beberlo a morro. Apoyado en un codo, mira el cuerpo acurrucado, blanco y delgado, de la mujer que ama, sus pechos pequeños y puntiagudos y sus calcetines gruesos en la extremidad de sus largos muslos de rana. Ella se queja de mala circulación, tiene los pies siempre helados. A él le gustaba, le gustaba muchísimo cogerle las manos y frotarlas suavemente para calentarlas. ¡Cuánto la ha querido! ¡Qué hermosa le parecía! ¿Lo es tanto, en realidad? ¿No habrá sido una burla cruel de aquella vieja bruja, Lili Brik, al hacerle creer que en Occidente todos se postrarían a sus pies? Si Alex Liberman no hace nada por ella, si las agencias no la llaman, tiene que haber un motivo, uno que salta a la vista cuando miras las fotos del book. Es una chica bonita, sí, pero de una belleza tosca, provinciana. Deslumbraba en Moscú, pero claro, Moscú es la provincia. En cuanto te has dado cuenta es patético el contraste entre sus afectaciones de mujer fatal y su verdadera condición de modelo would-be a la que se cepillan fotógrafos de tercera fila y que nunca llegará a nada. A Eduard esto le parece evidente ahora, y tiene ganas de despertarla para decírselo. Para ello rumia las palabras más crueles, cuanto más duras son más lúcidas le parecen, se regocija dolorosamente y al mismo tiempo le invade una ola de piedad inmensa, ve a un niñita asustada, infeliz, y siente el impulso de protegerla, de llevarla a la casa de la que nunca deberían haberse marchado, y vuelve los ojos hacia el icono que, como todos los rusos, incluso los descreídos, han colgado en un rincón de esta habitación siniestra, perdida en suelo extranjero, y tiene la sensación de que la Virgen que estrecha contra su seno a un niño Jesús con una cabeza demasiado grande les mira tristemente, le corren lágrimas por las mejillas, y le suplica que les salve a los dos, una súplica en la que no hay fe.

Ella se despierta, el infierno se reanuda. Ella quiere salir, él no quiere que salga y entonces se pelean, beben, llegan a las manos. Ella se vuelve malvada cuando ha bebido y como él le ha pedido que se lo diga todo, que no le oculte nada, pues bien, no le oculta nada, le dice todas las cosas que más le hacen sufrir. Por ejemplo, que Jean-Pierre la ha iniciado en el sadomasoquismo. Que se atan mutuamente, que él le ha comprado un collar de clavos semejante a un collar de perro y un consolador como el que tienen ellos, pero más grueso aún, y que Elena se lo introduce en el culo. Este detalle —el dildo que ella le mete en el culo a Jean-Pierre— es el que desquicia a Eduard. La tumba encima de la cama y empieza a apretarle el cuello. Siente las frágiles vértebras bajo sus manos fuertes y nerviosas. Al principio ella se ríe, le desafía, luego se le pone la cara colorada, su expresión oscila del desafío a la incredulidad, y del asombro pasa al terror puro. Empieza a encabritarse, a forcejear, pero él la aplasta bajo su peso y ve en los ojos de Elena que comprende lo que le está ocurriendo. Eduard aprieta, aprieta, las articulaciones de sus manos sobre el cuello se vuelven blancas y ella se debate, intenta respirar, quiere vivir. El terror y los sobresaltos de su cuerpo excitan tanto a Eduard que eyacula, y mientras el sexo se le vacía finalmente, en largas sacudidas, relaja la presión, abre las manos y las deja colgantes, tumbado sobre Elena.

Hablarán de esto mucho más tarde. Ella le dirá que le pareció excitante, pero que pensó que si él volvía a hacerlo iría hasta el final, y por eso se ha marchado. «Tenías razón», admitirá él. «La vez siguiente habría ido hasta el final.»

En todo caso, no se asombra el día en que vuelve de las compras y encuentra los armarios vacíos. Busca huellas de Elena en los cajones, debajo de la cama, en el cubo de la basura, y deposita al pie del icono lo que ha encontrado: unos pantis con carreras, un tampax, fotos de baja calidad hechas pedazos. Enciende una vela. Si tuviese una cámara sacaría una foto de este memorial, el de Santa Elena, piensa, con una risa sarcástica. Permanece un momento delante, sentado como se sientan los rusos para pronunciar una oración breve, antes de partir de viaje.

Después sale.