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A un francés que llega por primera vez a Nueva York la ciudad no le sorprende, o si lo hace es porque se parece a lo que ha visto en las películas. Para Eduard y Elena, hijos de la guerra fría y de un país donde están proscritos los films norteamericanos, toda esta imaginería es nueva: el vapor que sube de las bocas de ventilación; las escaleras de metal enganchadas como arañas al costado de los inmuebles de ladrillo ennegrecido; los carteles luminosos que se encabalgan en Broadway; el skyline que se ve desde el césped de Central Park; la animación incesante; las sirenas de los coches de policía; los taxis amarillos, los limpiabotas negros; la gente que anda por la calle hablando sola, sin que nadie intervenga para poner orden en todo esto. Cuando vienes de Moscú, es como si pasaras de una película en blanco y negro a una en color.

Los primeros días, Eduard y Elena recorren Manhattan cogidos de la mano, enlazados por la cintura, mirando a su alrededor ávidamente, y después se miran uno a otro, se echan a reír a carcajadas y se besan, con mayor avidez todavía. Han comprado un plano de la ciudad en una librería como nunca han visto: en lugar de estar bajo llave, detrás de los mostradores, como los botones en una mercería, los libros están al alcance de la mano. Puedes abrirlos, hojearlos y hasta leerlos sin estar obligado a comprarlos. En cuanto al plano, es increíblemente fiable: si anuncia que la segunda calle a la derecha es St. Mark’s Place, pues bien, es St. Mark’s Place, algo inconcebible en la Unión Soviética, donde los planos de ciudades, cuando encuentras alguno, son indefectiblemente falsos, ya sea porque datan de la última guerra, ya porque se anticipan a unas grandes obras y muestran el territorio urbano como será dentro de quince años, ya por pura voluntad de extraviar al visitante, siempre más o menos sospechoso de espionaje. Caminan, entran en tiendas de trapos excesivamente caras, entran en diners, en fast-foods, en cines pequeños de programa doble, en algunos de los cuales proyectan películas porno, y esto también les encanta. Ella se humedece en la butaca de al lado, se lo dice a Eduard y él la masturba. Cuando se encienden las luces, descubren alrededor al público de solitarios a los que los gemidos de Elena han debido de excitar más que el film, y Eduard se muere de orgullo por tener una mujer tan hermosa, por la envidia que despierta en esos pobres diablos, porque no ha venido a este lugar empujado como ellos por la miseria sexual, sino por el gusto de las experiencias curiosas y exóticas que caracteriza al verdadero libertino.

Elena hablaba un poquito de inglés al salir de Moscú, él ni una palabra, sólo descifra el alfabeto cirílico, pero durante los dos meses que han pasado en Viena, en un centro de tránsito para emigrantes, donde continuamente utilizaban artimañas para no verse en la fila de los que partían a Israel, los dos se han pulido y chapurrean el broken English con que de hecho se contentan en Nueva York montones de extranjeros. Además son guapos, jóvenes, están enamorados, dan ganas de sonreírles y ayudarles. Cuando caminan enlazados por una calle nevada de Greenwich Village tienen conciencia de parecerse a Bob Dylan y a su novia en la funda del disco que contiene la canción Blowin’in the Wind. Este disco era el tesoro más preciado de la colección de Kadik en Járkov. A la vista de cómo lo cuidaba, debe de tenerlo aún, y a veces, al volver de la fábrica El Pistón, debe de escucharlo a escondidas de Lydia. ¿Piensa en su osado amigo Eddy, que se ha ido a ultramar? Por supuesto que piensa, que pensará en él toda su vida, con admiración y amargura. Pobre Kadik, piensa Eduard, y cuanto más piensa en él, en todos los que ha dejado atrás en Sáltov, en Moscú, más bendice al cielo por ser él mismo.

Tienen dos direcciones: la de Tatiana, la amiga y antigua rival de Lili Brik, y la de Brodsky, que en el mundillo del underground son como una especie de viático para todos los emigrantes que viajan a Nueva York, igual que a un pobre campesino bretón o auvernés que sueña con probar suerte en París le dan la dirección de un primo que se supone que ha triunfado en la capital. Sucede que Brodsky, expulsado hace tres años, se ha convertido en el niño mimado de toda la alta nomenklatura intelectual de Occidente, desde Octavio Paz a Susan Sontag. Ha hecho un gran esfuerzo para abrirles los ojos a sus nuevos amigos —todavía, en su mayoría, compañeros de ruta de sus partidos comunistas respectivos— sobre la realidad del régimen soviético, y ni siquiera la llegada estruendosa de Solzhenitsyn ha debilitado su posición, porque éste es un autor difícil de tratar, mientras que Brodsky, con sus aires de profesor Nimbus, ha demostrado que es el rey de la charla poética y de la amistad con los grandes de este mundo. La entrevista con él, al igual que las que le hacen a Jorge Luis Borges, se ha convertido en un género literario per se. El legendario restaurante Russian Samovar de la calle Cincuenta y dos de Manhattan todavía hoy se enorgullece de su patronazgo. Los emigrantes rusos de Nueva York le llaman respetuosamente nachálnik, el jefe, como los chequistas, dicho sea de paso, llamaban a Stalin.

Al teléfono, ya no se acordaba bien de quién era Eduard —le mandan a tantos de esos rusos que ni siquiera saben hablar inglés—, pero quedó con él en un salón de té del East Village, de luces tamizadas, que pretendía poseer un encanto Mitteleuropa, y propicio para las largas conversaciones sobre literatura, del tipo ¿prefieres a Dostoievski o a Tolstói, a Ajmátova o Tsvietáieva?, que constituyen su deporte favorito. Tanto como los apartamentos de los viejos intelectuales moscovitas, nuestro Limónov detesta esta clase de sitios, y no mejora las cosas descubrir que allí no sirven alcohol. Por suerte, Elena ha ido con él. A Brodsky le gustan las mujeres bonitas, la corteja —sin forzarse, reconoce ella luego— y se ponen a hablar los dos, cada vez más relajados. Eduard, aparte, observa al poeta. El cabello pelirrojo y revuelto se está volviendo ya gris, fuma y tose mucho. Dicen que tiene una salud frágil, está enfermo del corazón. Es difícil creer que tiene cuarenta años, aparenta quince más y, aunque sea un poco más joven que él, Eduard se siente en su presencia como el niño travieso delante del viejo sabio. Un viejo sabio malicioso, por otro lado, amigable, mucho más accesible que en Moscú, pero detrás de esta cordialidad se advierte una condescendencia de hombre que ha triunfado y que sabe que aunque una ola sucede a otra, los recién llegados tendrán que remar un largo rato, en su balsa salvavidas si quieren arrebatarle su camarote de primera.

—Verás, América es la selva —dice, volviéndose finalmente hacia Eduard, enemigo jurado de los tópicos—. Para sobrevivir aquí hay que tener piel de elefante. Yo la tengo. Tú no sé.

Viejo marica, piensa Eduard, sin dejar de sonreír benévolamente. Aguarda la continuación: las informaciones, los contactos, que llegan sin que tenga que pedirlos. Eduard necesita un medio de subsistencia: como sabe escribir, que vaya a ver a Moiséi Borodátij, redactor jefe del Russkoe Dielo, un diario en ruso para emigrantes. «No es de los que publica primicias sobre el Watergate», ironiza Brodsky, «pero mientras aprendes inglés te sirve para salir del paso.» Y luego, si se presenta la ocasión, llevará a Elena y a Eduard a casa de sus amigos Liberman, donde conocerán gente…

Como invitación es bastante vaga. Eduard sucumbe al placer de decir que por su lado ya tienen un contacto con los Liberman, e incluso que la semana siguiente irán a una party en su casa. Una pausa, y luego: «Entonces nos veremos allí», concluye alegremente Brodsky.

Lo ideal sería contar el party en casa de los Liberman como el baile en el castillo de Vaubyessard en Madame Bovary, sin omitir una cucharilla ni una fuente de luz. No sé hacerlo, pero me gustaría. Digamos únicamente que la escena se desarrolla en un penthouse inmenso del Upper East Side, que la lista de invitados dosifica en proporciones perfectas la fortuna, el poder, la belleza, la gloria y el talento; en suma, que estamos en las páginas de sociedad de Vogue y que Elena y Eduard, apenas introducidos por el mayordomo, piensan, ella que el objetivo de su vida en adelante es hacerse un hueco en aquel mundo, y él que el suyo es reducirlo a cenizas. No obstante, antes de destruirlo es interesante verlo de cerca y agradable decirse que, procedentes de Sáltov, han llegado hasta aquí. Nadie en Sáltov ha visto ni verá nunca un interior parecido. Nadie entre los invitados de los Liberman tiene la menor idea de lo que es Sáltov. La fuerza de Eduard reside en que él conoce los dos lugares.

Apenas exaltarse con esta idea orgullosa, se desengaña al divisar en el centro de los salones, en el centro de atención, en el centro de todo —esté donde esté este hombre es el centro—, nada menos que a Rudolf Nuréyev. Mala suerte: te crees un conquistador mongol cuya sola presencia —plácida, opaca, cruel— va a revelar pronto la insipidez de toda esta gente exquisitamente civilizada, y topas con Nuréyev, que viene de más lejos todavía, de las profundidades embarradas de un pueblecito de Bashkiria y que se ha propulsado hasta tan arriba y que, resplandeciente, demoníaco, personifica la seducción bárbara. Otros intentarían acercársele, captar su mirada, Elena visiblemente estaría tentada de hacerlo. No Eduard, que tuerce el gesto y se aleja, entra en otro salón, se refugia en los lavabos, donde hay dibujos de Dalí enmarcados y dedicados a Tatiana Liberman.

Ahí está Tatiana, precisamente, que con una exuberancia eslava apenas exagerada está festejando a los dos niños maravillosos. No es joven, pero sí más que Lili Brik e infinitamente mejor conservada. Emigrada en el buen momento, se convirtió en una de las bellezas más famosas de Francia en los años veinte. Excéntrica, con su boquilla y su peinado al estilo de Louise Brooks en la época del jazz y de Scott Fitzgerald. Casada con un aristócrata francés, viuda de guerra, se había vuelto a casar con un ucraniano emprendedor, Alex Liberman, con quien se fue a Nueva York y que llegó a ser director artístico de las publicaciones Condé Nast, es decir, Vogue y Vanity Fair, por citar sólo los buques insignia. Desde este puesto de mando, Alex y su mujer hacen y deshacen desde hace treinta años las carreras de fotógrafos, modelos e incluso artistas en principio ajenos al mundo de la moda. Son ellos los que construyeron la carrera de Brodsky, confiesa Tatiana a los jóvenes Limónov. Al abandonar la URSS, el pobre poeta tuvo el buen sentido de desdeñar Israel, pero aceptó, gracias a no se sabe qué estúpido consejo, la invitación de la Universidad de Ann Arbor, donde estuvo a punto de enterrarse en vida entre profesores de literatura rusa, fumando en pipa y usando chalecos de punto: destino espantoso del que le libraron los Liberman, que le llevaron a Nueva York y le presentaron a sus amistades. «Y ya veis ahora…», dice, señalándole: ha llegado el último, como de costumbre, y como siempre despeinado, con una chaqueta vieja y gastada y unos pantalones arrugados como un acordeón, ostensiblemente soñador y sin embargo muy atento a lo que le dice una chica inmensa, hierática, suntuosa, sobre la cual Elena, extasiada, susurra a su marido que es la modelo Verushka. Al cruzarse su mirada con la de la dueña de la casa, el poeta le dirige, como si le dedicase una elegía, una sonrisa enternecida como una bendición, ligeramente servil, piensa el cruel Eduard. Después, al reconocer a su lado a los dos jóvenes rusos, levanta hacia ellos su copa, como diciéndoles: «Buena suerte, hijos, ya estáis donde hay que estar, ahora apañaros.»

Los Liberman atienden a la pareja y, como a Brodsky, la entronizan en la jet-set. La perspectiva de que les reciban como a personas habituales en estas mansiones patricias atenúa el primer reflejo de Eduard, que era el de prenderles fuego. Un contrato de modelo para Elena, un libro de éxito para él, y el paternalista capitán Levitin tendrá que portarse bien.

De hecho, así parece ser al principio. Los Liberman aman todo lo que es ruso, la juventud, la insolencia, y se encaprichan con ellos. La primera temporada les invitan a otras parties no menos fastuosas, donde coinciden con Andy Warhol, Susan Sontag, Truman Capote, por no hablar de congressmen de todas las filiaciones políticas. Un día Tatiana le presenta a Elena al gran fotógrafo Richard Avedon, que le deja su tarjeta diciéndole que le llame, otro día a Salvador Dalí, que en un inglés casi tan primitivo como el de ella se declara cautivado por «su pequeño esqueleto encantador» (cierto que Elena es tan delgada que raya en la flacura) y le habla de hacerle un retrato, quizá con Grace Jones. Un fin de semana los Liberman les llevan en la trasera del coche, como si fueran sus hijos, a su casa de campo en Connecticut. Al visitar el taller donde la hija esnob y depresiva de Tatiana se dedica a la literatura, Eduard se pregunta qué libros pueden nacer en un marco tan tranquilo, tan confortable y, a su entender, tan muerto. Para escribir cosas interesantes, piensa que primero hay que vivirlas: conocer la adversidad, la pobreza, la guerra, pero se cuida mucho de decirlo, se extasía prudentemente ante el paisaje, la decoración, las mermeladas del desayuno. Elena y él son dos jóvenes rusos adorables, bonitos animales de compañía, y es demasiado pronto para abandonar esta función, como advierte al aventurar un comentario sobre el gusto por los honores que Brodsky esconde bajo sus aires de sabio en la luna. Tatiana le frena, arqueando las cejas: incluso esto es propasarse.

Al volver del campo, los Liberman les llevan en coche a su casa. Alex se alegra de que los Limónov vivan, como ellos, en Lexington: «Somos vecinos, entonces», pero el domicilio de unos está a la altura de la Quinta Avenida, y la de los otros en el número 233, en lo más abajo del downtown, una separación que en París equivale a la distancia entre la avenida Foch y la Goutte d’Or. La pareja de viejos ricos insiste en visitar la vivienda de la pareja de jóvenes pobres, les parece encantadora la habitación minúscula que da sobre un patio oscuro, y la cocina-cuarto de baño invadida por las cucarachas. Sin embargo, ni siquiera el susceptible Eduard juzga indecentes sus comentarios, sino más bien alentadores, porque ellos también, o por lo menos Alex, han conocido comienzos difíciles, y parece sincero, tal vez piense en su taciturna hijastra cuando repite: «Está bien, está bien, así se debe empezar. Hay que luchar y pasar hambre cuando eres joven, de lo contrario no llegas a nada.»

Varios días después, les envía un televisor para que hagan progresos más rápidos en inglés. Cuando lo encienden aparece Solzhenitsyn, invitado único a un talk-show excepcional, y uno de los mejores recuerdos de la vida de Eduard es haber sodomizado a Elena ante las barbas del profeta que arengaba a Occidente y estigmatizaba su decadencia.