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Vidas paralelas de hombres ilustres: Alexander Solzhenitsyn y Eduard Limónov abandonaron su país en la primavera de 1974, pero la partida del primero tuvo más resonancia en el mundo que la del segundo. Desde la caída de Jrushov había un conflicto abierto entre el poder y el profeta de Riazán, al que en virtud de una contradicción típicamente soviética se le consideraba el escritor más importante de su tiempo y a la vez se le prohibía publicar. Conozco pocas historias tan hermosas como la de este hombre solo, medieval, campesino, que se libró al mismo tiempo del cáncer y de los campos, y firme en su creencia de que verá en vida triunfar la verdad, porque los que mienten tienen miedo y él no. Este hombre que, cuando sus colegas votan su expulsión de la Unión a causa, entre otras, de que «en sus obras no aparece el tema del compañerismo de los escritores», es capaz de responderles tranquilamente: «La literatura establecida, las revistas, las novelas editadas, son para mí pura y simplemente inexistentes. No es que no puedan florecer talentos en este ámbito (los hay), pero perecen forzosamente porque no es el buen terreno, ya que les permite no decir la verdad capital, la que salta a la vista sin necesidad de literatura.» Esta verdad fundamental es, por supuesto, el gulag. Es también que el gulag existe antes y después de Stalin, que no es una enfermedad del sistema soviético sino su esencia y hasta su finalidad. Solzhenitsyn pasó diez años recopilando en secreto los testimonios de doscientos veintisiete antiguos zeks y, con su letra minúscula, enterrando sus manuscritos, haciéndolos microfilmar para trasladarlos a Occidente, edificó este monumento, Archipiélago Gulag, que se publicó en Francia y en Estados Unidos a principios de 1974 y empieza a leerse en Radio-Liberté.

El hombre que en ese momento acaba de asumir la dirección del KGB, Yuri Andrópov, comprende que esta bomba es más peligrosa para el régimen que todo el arsenal nuclear norteamericano, y toma la iniciativa de reunir de urgencia al Politburó. Las actas de esta reunión de crisis se hicieron públicas en 1992, cuando Borís Yeltsin desclasificó los archivos: es una auténtica obra de teatro que merecería ser representada. Brézhnev, ya muy debilitado, no ve realmente el peligro. Es partidario, por supuesto, de denunciar como propaganda burguesa este ataque «contra todo lo que consideramos sagrado», pero, en definitiva, es partidario de permitir que circule: se desplomará, como se desplomaron las protestas contra la invasión de Checoslovaquia. Podgorni, el presidente del Presídium, no comparte este fatalismo. Babeante de cólera, deplora que el sistema se haya ablandado hasta el punto de que ya no se baraja ni siquiera la solución más sensata: una bala en la nuca y punto. En Chile adoptan el método y, de acuerdo, bajo Stalin quizá se hayan excedido un poco, pero ahora se exagera en el otro sentido. Más diplomático, Kosyguin propone el confinamiento más allá del círculo polar. En el curso de todas estas parrafadas, creen oír suspirar a Andrópov, verle levantar la vista al cielo, y cuando por fin toma la palabra es para decir: «Todo esto está muy bien, mis queridos amigos, pero es demasiado tarde. La bala en la nuca habría que haberla disparado hace diez años, ahora el mundo entero nos vigila, es imposible tocarle un pelo a Solzhenitsyn. No, la única baza que nos queda es su expulsión.»

Todo es grande en el destino de Solzhenitsyn, que dos días después de esta reunión fue embarcado por la fuerza en un avión con destino a Frankfurt y recibido allí por Willy Brandt como un jefe de Estado. Lo que revela, sin embargo, su expulsión, lo que tanto apenaba, y con razón, al exaltado Podgorni, es que el sistema soviético había perdido el gusto y la fuerza de asustar, que ahora enseñaba los dientes sin demasiada fe, y que en vez de perseguir a los indóciles prefiere enviarlos lo más lejos posible. Lo más lejos quería decir a Israel, destino para el cual empezaron a repartir cantidad de pasaportes por aquellos años. Para obtener uno había que ser, en principio, judío, pero las autoridades no eran muy meticulosas al respecto, sino más proclives a juzgar que un incordiante redomado era una variedad de judío, lo cual avalaba la candidatura de Limónov.

Cuando le interrogué sobre las circunstancias de su partida, me habló de una convocatoria en la Lubianka, la sede moscovita del KGB: un edificio siniestro donde los haya, en el que entrabas sin saber si saldrías y cuya sola mención hacía palidecer a todo el mundo menos a Eduard. Dice que se presentó con las manos en los bolsillos y casi silbando, porque su padre pertenecía al tinglado y los chequistas, de todas formas, no eran tan malos como a los disidentes les interesaba mostrarlos: funcionarios bonachones, somnolientos, a los que se aplacaba con un buen chiste. Cuenta también que allí conoció, a través de un amigo que estudió con ella en la universidad, nada menos que a la hija de Andrópov, una chica, por lo demás, bastante bonita a la que hizo reír toda una tarde, se la ligó a medias y finalmente le lanzó un desafío: ¿podría convencer a su querido papá de que echara un vistazo, para complacerla, al expediente del poeta Savienko-Limónov? La jovencita aceptó valientemente el reto y unos días después —pero ¿cómo saber si era verdad o si se burlaba de él?— volvió con el resumen siguiente: «Elemento antisocial, antisoviético convencido.»

Lo cierto es que, a diferencia de otros elementos antisociales como Brodsky y Solzhenitsyn, a los que hubo que expulsar por la fuerza y que hubieran dado un brazo por no abandonar su país ni su lengua natales, Eduard y Elena querían emigrar. Él, porque según una pauta que empieza a resultarnos conocida, estaba seguro de haber recorrido en siete años el circuito del underground moscovita, del mismo modo que en los siete anteriores había recorrido el de los decadentes de Járkov, y Elena porque tenía la cabeza infestada de revistas extranjeras, de estrellas, de modelos famosas, y se decía: «¿Por qué yo no?»

Ella arrastraba algunas veces a Eduard a la casa de una mujer muy anciana que era la tía abuela de una amiga suya y se llamaba Lili Brik. Una leyenda viva, decía ella con respeto, porque en su juventud había sido la musa de Maiakovski. Su hermana, con el nombre de Elza Triolet, se había convertido en la de Aragon en Francia, y para Eduard constituía sobre todo un misterio que aquellas dos mujercitas regordetas y feas hubieran podido atrapar en sus redes a hombres de esa talla.

Las visitas le aburrían. La única leyenda viva que a él le interesa es él, y no le gustan ni el pasado ni esas viviendas tan típicas de la vieja intelligentsia rusa, llenas de libros y cuadros, de samovares, de alfombras y de medicinas que el polvo pega a las mesillas de noche. Lo que a él le complace es una silla, un colchón, e incluso eso son placeres que ablandan: en el campo basta un buen abrigo. No obstante, Elena insistía porque le gusta la gente famosa y la octogenaria Lili la adulaba con el mayor descaro. Se extasiaba sin cesar con su belleza: con sólo dejarse ver tendría a Occidente a sus pies. Si iban a París debían visitar a Aragon, y si iban a Nueva York tenían que ver a su vieja amiga Tatiana, que en su día también había sido la amante de Maiakovski y que ahora reinaba en la vida mundana de Manhattan. En cada una de las visitas, Lili enseñaba a Elena una bella y pesada pulsera de plata que le había regalado Maiakovski. Al girarla y deslizarla en su vieja muñeca reseca, le sonreía: «Tú la llevarás, paloma mía, cuando yo me muera. Te la daré el día que te vayas.»

A nosotros, que vamos, venimos y tomamos aviones a nuestro antojo, nos cuesta comprender que la palabra emigrar, para un ciudadano soviético, significaba un viaje sin retorno. Nos cuesta comprender estas palabras tan simples como un hachazo: para siempre. Y no hablo aquí de los tránsfugas, de artistas como Nureyev y Barýshnikov, que aprovecharon una gira por el extranjero para pedir asilo político: de aquellos de los que en Occidente se decía que habían «elegido la libertad» y a los que Pravda calificaba de «traidores a la patria». Hablo de la gente que emigraba de forma totalmente legal. En los años setenta era posible emigrar, aunque difícil, pero el que solicitaba el pasaporte sabía que, si se lo daban, nunca podría volver. Ni siquiera de visita, ni siquiera para una estancia corta, ni siquiera para abrazar a su madre moribunda. Lo cual te hacía reflexionar, y por eso muy pocos querían partir, y sin duda el poder lo tenía previsto cuando abrió esa válvula de escape.

Los últimos días eran desgarradores. Reír con un amigo, sentarse debajo de un tilo, subir entre las filas de hachones la escalera mecánica de la estación de metro Kropótkinskaia y salir al aire libre, entre los quioscos de floristas, con el olor de la primavera en Moscú: te percatabas con una especie de estupor de que todo esto, que habías hecho miles de veces sin darte cuenta, lo hacías por última vez. Cada partícula de este mundo tan familiar estaría pronto y definitivamente fuera de tu alcance: sería un recuerdo, una página pasada que no podrás releer, un objeto de nostalgia incurable. Abandonar la vida que siempre habías conocido y partir hacia otra de la que esperabas mucho pero no sabías casi nada, era una forma de morir. Y los que se quedaban, si no te maldecían, se esforzaban en estar alegres, pero a la manera de los creyentes que acompañan a sus allegados hasta las puertas de un mundo mejor. ¿Había que alegrarse porque serían más felices allá que aquí? ¿O llorar porque no volverías a verles? Ante la duda, bebían. Algunas de estas rondas de adioses se transformaron en zapói tan frenéticos que los candidatos a partir sólo emergían de ellas, aturdidos, después de despegar el avión. Ya no habría otro, la puerta se había cerrado y no volvería a abrirse, sólo quedaba beber otro trago sin saber si era para ahogar una desesperación ya sin remedio o, como repetían los amigos, dando fuertes empellones, agradecer el haberse librado de una buena. «Se está mejor aquí, ¿no? Juntos. En casa.»

Por poco sentimental que sea Eduard, por grande que haya sido su confianza en el porvenir radiante que les aguardaba en América a Elena y a él, forzosamente tuvo que experimentar este desgarro anímico. Supongo que él la acompañó a despedirse de su familia —familia de militares, pero de un rango mucho más elevado que la de Eduard—; sé que ella tomó con él el tren a Járkov y no sólo conoció a Veniamín y a Raia —estupefactos por la audacia de su hijo, consternados por perderle—, sino también a Anna, que al enterarse por el vecindario del regreso relámpago de su antiguo compañero se presentó en casa de los Savienko para armar una escena de histeria digna de la mejor tradición de Dostoievski: se arrojó a los pies de la joven seductora que le había arrebatado a su pequeño canalla, le besó las manos llorando, le repitió que era guapa, buena, noble, que poseía todo lo que aman Dios y los ángeles, y que ella, Anna Yákovlevna, era una pobre judía fea y gorda, perdida e indigna de vivir y de tocar la orla de su vestido. No queriendo quedarse en deuda con ella, y quizá recordando los modales de Nastasia Filípovna en El idiota, Elena levantó a la desdichada, la abrazó en un rapto y acabó quitándose teatralmente de la muñeca una pulsera muy bonita que procedía de su familia e insistió en dársela como un recuerdo suyo. Y en el apogeo de la exaltación: «¡Rezarás por mí, querida, querida alma! ¡Prométeme que rezarás por mí!»

En el tren de regreso, mientras se empequeñecían en el andén las pobres siluetas ya menguadas de sus padres, que agitaban sus pañuelos, seguros de que no volverían a ver nunca a su único hijo, a Eduard se le ocurrió pensar que si Elena se había permitido el lujo de regalar una joya tan hermosa a la loca de Anna, era porque tenía otra más bella todavía. La víspera de la partida se despidieron de Lili Brik y el vejestorio les dio, desde luego, las cartas de recomendación prometidas («Te confío dos niños maravillosos. Cuídalos. Sé su hada madrina», escribió a su ex rival Tatiana), pero por primera vez desde que iban a verla no llevaba puesto en la muñeca el precioso brazalete, y durante toda la visita no lo mencionó en ningún momento.