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Eduard y Anna se han integrado en Moscú, llueven los pedidos de pantalones, llevan una vida bohemia bastante agradable, pero empieza a suceder lo que ella temía al partir de Járkov: el cabroncete no la engaña, porque la fidelidad conyugal entra en su código moral, pero es un seductor rebosante de salud y de vitalidad, y ella una mujer gorda y ajada, en declive, que recae en la locura largo tiempo mantenida a raya. No es una novedad que le haga escenas. Peor aún: padece ausencias, momentos de postración. Suele caerse en la calle. Un día, con la mirada fija, le dice a Eduard: «Vas a matarme. Sé que vas a matarme.»

La internan varias semanas en el hospital psiquiátrico. Cuando él la visita, ella casi siempre está desorientada, embrutecida por potentes sedantes, pero a veces la encuentra atada a la cama porque se ha peleado con otras reclusas; se piensa en reclusas, no en enfermas, hasta tal punto el ambiente es penitenciario.

Al darle el alta, la envían a descansar a casa de unos amigos que tienen una casita a la orilla del mar, en Letonia. Eduard la acompaña, se ocupa de instalarla, a espaldas de Anna habla con Dagmar, la dueña de la casa, para que se tome los medicamentos. El padre de Dagmar, un viejo pintor barbudo con cara de fauno, propone iniciar a la convaleciente en la acuarela, algo que la sosegará. Buena idea, aprueba Eduard, y vuelve solo a Moscú, donde el 6 de junio de 1971 asiste a la fiesta de cumpleaños de su amigo Sapguir.

Sapguir, como Brusilovski, es uno de los raros conocidos que se desenvuelven bien en la vida. Autor de cuentos llenos de osos y de rusalkas que leen todos los niños del país, tiene un apartamento bonito, una dacha, relaciones tanto en el underground como en el mundo de la cultura oficial. Visitan su casa gente como los hermanos Mijalkov, Nikita y Andréi, ambos cineastas de talento, famosos en el extranjero, que se mueven entre la docilidad y la audacia con tanta destreza como su padre, poeta célebre a su vez, y que entre el alba y el crepúsculo de su larga carrera se las ingeniará para componer himnos a Stalin y Putin. Eduard detesta a los Mijalkov tanto como a todos sus herederos. Entre los amigos de Sapguir, hay otro por el estilo: Víctor, un alto apparatchik cultural, un cincuentón calvo y elegante que aquel día llega en un Mercedes blanco y presenta a los reunidos a su nueva novia, Elena.

Elena tiene veinte años. Morena, larguirucha, con una minifalda de cuero, leotardos y tacones altos, es una de esas chicas a las que Eduard nunca ha visto en carne y hueso, sino sólo en las portadas de revistas extranjeras que se intercambian bajo cuerda: Elle o Harper’s Bazaar. Se queda fulminado. Tiene miedo de acercarse a ella. Cuando Elena le mira, él sepulta la nariz en el plato. Divertida por su timidez, ella le aborda. Unas semanas después le dirá que con sus vaqueros blancos, su camisa roja ampliamente abierta sobre el torso bronceado, era el único presente verdaderamente vivo en aquella asamblea de gente ahíta y hastiada. Al descorchar una botella de champán, el tapón rompe algunos vasos venecianos y ella se ríe a carcajadas. Que sea poeta no es nada extraordinario en sí mismo, hay poetas a mansalva, pero cuando le animan a recitar un poema suyo, él lo lee y ella abre unos ojos como platos. Elena también, empujada por Víctor, ha escrito versos: son malos, pero Eduard no se lo dice. Tampoco le dice que el perrito de Elena le parece grotesco. Mientras hablan, se ríen y empapuzan de caviar al perro, Víctor le pregunta a Elena si se está divirtiendo, con el tono de un padre que va a buscar a su hija al parque infantil. Más atento, Sapguir, que ha observado a la pareja con el rabillo del ojo, se lleva aparte a Eduard: «No hagas el idiota», le dice. «Esa chica no es para ti.»

A principios del verano, Víctor parte a Polonia para una gira de conferencias sobre la alta misión del arte socialista y la amistad entre los pueblos. Y Eduard tiene un golpe de suerte: unos amigos que se van a su dacha le encargan la custodia de su piso de tres habitaciones en pleno centro.

Es más bien Elena la que, por curiosidad, se acuesta con él, y no al contrario, y la primera vez no es nada memorable. Él se resarcirá después, pero a los veintisiete años su vida sexual no ha sido grandiosa: a los folleteos de Sáltov han sucedido seis años de monogamia con una mujer que no le excita realmente, que es más una compañera de supervivencia que una amante. Elena es para él una extraterrestre. Su cuerpo menudo y suntuoso, su piel increíblemente lisa, sin una sola aspereza, sin una rojez, sin un pliegue: ha soñado con eso toda la vida, sin estar seguro de que existiese. Ahora que la tiene en sus brazos es preciso que le pertenezca, que nunca más pertenezca a otro hombre. Ay, enseguida comprende que ella no ve las cosas de la misma manera. Ha aprovechado la ausencia de Víctor para acostarse con este muchacho musculoso, lleno de energía, a la vez tímido e insolente, pero en el ambiente en que ella vive acostarse con alguien no tiene consecuencias. Todos se acuestan más o menos con todos, y Elena no ve razón para ocultar al joven poeta que no es el único que le gusta: hay también un actor a la vista, un asiduo del círculo de privilegiados donde se bebe champán y se circula en Mercedes.

Sin noticias de Elena los días siguientes, Eduard se consume, no aguanta más y una noche se presenta en su casa. Llama, con el corazón desbocado. Nadie. Decide esperar en el rellano. Es verano, el inmueble de nomenklaturistas está desierto, no hay vecinos suspicaces que le pregunten qué busca allí. Transcurre una hora, dos horas, toda la noche. Se duerme, se despierta a intervalos, con la frente apoyada en las rodillas. Justo antes del amanecer, oye reír a Elena en el portal, tres pisos más abajo, y una risa de hombre que responde a la de ella.

Se esconde en el descansillo del piso de arriba, ve detenerse el ascensor y salir a Elena, siempre riéndose, con el actor conocido que la besa en los labios antes de entrar en el piso. Eduard sufre, tiene la sensación de que nunca en su vida ha sufrido tanto. El único remedio para un chico de Sáltov es hacer lo que diez años antes no pudo hacer con Sveta y el imbécil de Shúrik: matar a los dos, a ella y a su amante. Lleva la navaja consigo. La saca, baja un piso, vuelve a llamar. No contestan. De todos modos, no han tenido tiempo de empezar a follar. Pulsa fuerte el timbre y después aporrea la puerta con fuertes golpes amenazadores, como hacen los chequistas cuando van por la noche a detener a alguien. Por mucho que discurran tiempos tranquilos, Elena se asusta. Eduard la oye acercarse desde el fondo del piso. Con la voz alterada, pregunta quién es. «¿Eddy?» Tranquilizada, se ríe. «¿Sabes la hora que es? ¡Estás loco!» Se niega a dejarle entrar, le ruega que se vaya, primero amablemente, luego no tanto. ¡Que por eso no quede! Se hace un corte en las venas. Tendrán que abrir la puerta para atenderle. En la pequeña cocina adonde le transportan, el perrito lame de buena gana la sangre que fluye de la muñeca.

Otra chica hubiese roto inmediatamente. Pero no Elena, menos espantada por esta escena que impresionada por el amor que le muestra el joven poeta. En su ambiente nadie ama de ese modo: con salvajismo, con intransigencia. Eduard se lo toma todo demasiado a pecho, pero comparadas con él todas las personas que ella conoce resultan tibias. Además, pasado el primer sobresalto, demuestra ser un amante notable, y se pasan el verano follando en todas las posturas, por todos los orificios, y ella pronto aguarda sus encuentros con tanta impaciencia como él. Como Víctor ha vuelto de su gira polaca, se ven en el apartamento cuyas plantas le han encomendado a Eduard que riegue. El verano en Moscú es tórrido. Pasan toda la tarde desnudos, se duchan juntos, se excitan mirando en los espejos el cuerpo bronceado de él, el blanquísimo de ella. A finales de agosto los propietarios regresan de la dacha y hay que cederles el piso, pero —otro golpe de suerte— una amiga quiere subarrendar su habitación de nueve metros cuadrados, dimensiones suficientes para no desperdiciarlas yendo a instalarse en algún otro sitio; y la habitación está a cinco minutos de la casa de Elena y Víctor, al otro lado del monasterio Novodiévichi. Para Eduard es una señal del destino, y cuando Anna vuelve a su vez de Letonia hace algo que normalmente le repugna: miente. Dice que la habitación que tenían antes del verano ya no está libre, que a la espera de algo mejor duerme en un sofá en casa de unos amigos adonde no puede llevarla y que mientras tanto le ha encontrado un hueco en otro sofá en casa de otros amigos.

Podría hablarle, decirle que se ha enamorado de otra. Debería hacerlo, la mentira le pesa, pero no se atreve: tiene miedo de la reacción de Anna, de su demencia, miedo de destruirla. Ella, sin embargo, tiene buen aspecto, está relajada, es evidente que el verano en el Báltico le ha sentado bien. Pero él la encuentra cambiada, y no solamente porque está mejor. Esta impresión se confirma cuando se reencuentran en la cama: los gestos de Anna no son los de siempre. Lo cual le perturba, aunque esté enamorado de otra. A la mañana siguiente, mientras ella aún duerme, le registra la maleta, descubre un cuaderno donde escribe su diario. En él habla de la naturaleza, del mar, de las flores, de su nueva vocación de pintora y —al pasar una página— revela su loca pasión sensual por el padre de Dagmar, el viejo pintor barbudo con cara de fauno. Eduard se desquicia, ciego de celos. Cuando se despierta, Anna va y viene por el cuarto: ¡qué tranquila está, esta mujer mentirosa e infiel! ¡Qué tranquila parece tener la conciencia!

Él no dice nada, pero la convence de que vuelva a Járkov por algún tiempo, hasta que él encuentre una habitación adecuada para ambos. Al día siguiente la acompaña a la estación, sin dejar de pensar ni un instante en su grueso cuerpo deformado y penetrado por el cuerpo nudoso del viejo pintor, y no le calma decirse que él posee el grácil y lustroso de la muchacha rica: por otra parte, sabe muy bien que no la posee, que ella le utiliza a su antojo y no se preocupa por él. Eduard sufre. Compra provisiones para el viaje de Anna, la acomoda en el tren. En principio se trata de una separación provisional, pero él sabe que en realidad han acabado. Ella ya no volverá a Moscú.

A lo largo de todo el otoño, su pasión por Elena le devora. Dan grandes paseos por el cementerio de Novodiévichi, lugar clásico de peregrinación para los amantes de Chéjov y los demás barbudos del siglo XIX. Como ama a un poeta, Elena cree que hace lo que debe al mostrar un recogimiento pensativo delante de las tumbas, y él la escandaliza deliciosamente poniéndole una mano en el culo, él, que imberbe, joven y bien vivo, no ama las peregrinaciones literarias ni a los barbudos del XIX. El perrito que bebió su sangre les sigue trotando y lanza gemidos quejumbrosos mientras ellos follan en la cama individual de su cuartito de kommunalka. Elena, por su parte, es ruidosa en el placer. La bábushka de la habitación vecina les dirige guiños chocarreros. «Se ve a la legua», le dice a Eduard, «que ella no es de tu mundo, pero también se ve que tienes algo en la entrepierna. Debes de hacerle cosas que sus amigos ricachos ni siquiera saben que existen.» Eduard tiene cariño a la bábushka y le gusta ese papel de proleta con una polla grande que enloquece de gusto a la princesa y de celos a sus pretendientes del gran mundo. Todos están enamorados de ella, pero ella le quiere a él, y por él decide durante ese invierno abandonar a Víctor. Se casa con Eduard, en la iglesia. Accede a vivir pobremente con él en un cuartucho, a veces en pisos que les prestan.

Ha ganado él. Todo el mundo le envidia: el mundillo del underground, donde nunca han visto a una mujer tan hermosa y sofisticada, y los ricos a quienes el poeta insolente de vaqueros blancos les ha arrebatado a su princesa. Elena y Eduard son los reyes de la bohemia moscovita durante varias temporadas. Si es que hubo, hacia 1970, en lo más gris de la grisura brezhneviana, algo parecido a un glamour soviético, lo encarnaron ellos. Existe una foto en que se le ve de pie, con el pelo largo, triunfal, vestido con lo que él llama su «chaqueta de héroe nacional», un patchwork de ciento catorce retales multicolores cosidos por él mismo y, a sus pies, Elena desnuda, deslumbrante, grácil, con los pechos firmes y livianos que a él le enloquecían. Ha conservado esta foto toda su vida, la ha transportado a todas partes, la ha colgado de la pared, como un icono, en cada uno de sus paraderos. Es su amuleto. Dice que pase lo que pase, por bajo que caiga, hubo un día en que él fue este hombre. Tuvo a esta mujer.