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Eduard conoció bien a toda aquella gente. Ocupan mucho espacio en su Libro de los muertos porque la mayoría, con la ayuda del alcohol, murió joven. Apreciaba a Vadim Delaunay y menos, a todas luces, a Yeroféiev. Su presunta obra maestra le parecía sobrevalorada, al igual que El maestro y Margarita de Bulgákov, cuyo culto póstumo comenzó también por aquellos años. Lo que pasa es que no le gustan los cultos profesados a otros. Piensa que la admiración que les dedican se la roban a él.

El peor, en este sentido, era Brodsky. A su vuelta del exilio en el Gran Norte, vivía en Leningrado pero viajaba algunas veces a Moscú y se dejaba ver, aunque con moderación, en las cocinas de los under. Allí le veneraban, literalmente. Se sabían sus versos de memoria, las grandes réplicas de su proceso, la lista de personalidades que, desde Shostakóvich hasta Sartre y T. S. Eliot, le habían apoyado. Llevaba un pantalón informe y un jersey viejo, lleno de agujeros, y el pelo, ya ralo, muy largo y enmarañado, llegaba tarde a las fiestas y se marchaba temprano, se quedaba justo el tiempo de que se notase su discreción y la simplicidad de sus modales. Se instalaba siempre en el rincón más oscuro y todo el mundo formaba un corro a su alrededor. Esto no agradaba al joven poeta Limónov, que hasta que Brodsky entraba en la habitación llevaba la batuta con su insolencia y sus chaquetas de terciopelo estampado. Para tranquilizarse, intentaba convencerse de que el aura de Brodsky no era natural, de que se había fabricado un personaje. Mi amigo Pierre Pachet, que lo conoció un poco, piensa que había algo de verdad en este juicio, pero ¿quién no se fabrica un personaje? ¿Qué simplicidad es realmente simple? Brodsky, en cualquier caso, exhibía su postura de rebelde incontrolable, ni siquiera disidente, menos antisoviético que a-soviético. Sin azorarse, rechazaba las propuestas de publicación que le ofrecían en bandeja, diciéndole que «sólo depende de usted, sea de los nuestros», los colegas de lomo más flexible, como Evtushenko, y esta perpetua objeción de conciencia acabó resultando tan irritante que en 1972 el KGB le conminó a hacer las maletas. Adiós, muy buenas, debió de pensar Eduard.

Felizmente para su amor propio, en el mundillo del underground había un montón de reclutas entre los que Anna y él hicieron amigos, muchos amigos. El mejor de todos, el más valiente de los under, era el pintor Ígor Voroshílov, borrachín lírico y sentimental y especialista del labardan, un plato para indigentes a base de cabezas de pescado. Eduard y Anna compartieron con él todo: la miseria, las botellas y el raro chollo, en verano, de auténticos pisos cuyos ocupantes, al irse de vacaciones, les confiaban la custodia. Eduard le apreciaba mucho porque no le despertaba celos, como muestra la historia siguiente. Una noche, Ígor le pide auxilio: va a suicidarse. Eduard atraviesa Moscú para disuadirle y le encuentra visiblemente ebrio. Hablan. Lloriqueando mucho, Ígor le explica que ha perdido sus ilusiones, que se siente y se sabe un pintor de segunda. Eduard se toma el asunto en serio: aunque no se suicide —e Ígor no lo hará—, es terrible darte cuenta de que eres un artista de segunda fila y quizá también un ser humano inferior. Es lo que teme más que a nada en el mundo. Y lo más terrible, añade, es que Ígor no se equivoca en su concepto de sí mismo. El futuro y el mercado lo confirmarán: era el mejor de los hombres, pero un pintor de segunda y hasta de tercera fila.

Lo que yo, por mi parte, considero terrible es la placidez cruel con que Eduard deja constancia del hecho. Más adelante se cruzará con algunas figuras del underground neoyorquino, Andy Warhol, gente de la Factory, beatniks como Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, y aunque no le impresionan gran cosa, reconoce que sus nombres han pasado a la historia. Merecen que se diga de ellos: los he conocido. En cambio, dice Eduard, no queda nada de los smoguistas, de su cabecilla Lionia Gubánov, de Ígor Voroshílov, de Vadim Delaunay, de Jolín, de Sapguir y de otros sobre los cuales tomé páginas enteras de notas que ahorro al lector. Vanguardia caduca, pequeño bocal de agua estancada, comparsas de un breve capítulo en la vida ajetreada de Eduard, pero que vivieron la suya entera en ese bocal, y es triste.

Soy consciente de que esta mezcla de desprecio y envidia no hace más simpático a mi personaje, y conozco en Moscú a personas que se codearon con él por esa época y le recuerdan como a un impresentable. Esas mismas personas reconocen, sin embargo, que era un sastre hábil, un poeta de gran talento y, a su manera, un tipo honesto. Arrogante, pero de una lealtad a toda prueba. Carente de indulgencia, pero atento, curioso y hasta caritativo. A fin de cuentas, aun pensando que su camarada Ígor tenía razón en considerarse un fracasado, se tomó la molestia de pasarse la noche subiéndole la moral. Incluso para gente que no le apreciaba, Eduard era un hombre con quien se podía contar, que no te dejaba en la estacada, que aunque echara pestes sobre algunos se ocupaba de ellos si estaban enfermos o eran desgraciados, y pienso que muchos de los que se proclaman amigos de la humanidad y de cuyos labios sólo brotan palabras de benevolencia y de compasión, son en realidad más egoístas e indiferentes que Eduard, el chico que se pasó la vida describiéndose con los trazos de un malvado. Un detalle: al abandonar su país dejará atrás una treintena de poemarios de otros poetas, compuestos y encuadernados gracias a él. Porque, dice de pasada, «forma parte de mi programa de vida interesarme por los demás».