2

Encontré su nombre leyendo El libro de los muertos, un texto en el que Limónov reúne retratos de celebridades o personas oscuras que ha conocido durante su vida y que tienen en común el hecho de estar muertas. Describe a Vadim Delaunay tal como yo le recuerdo: muy joven, apenas veinte años, muy guapo, muy cordial. Eduard dice que todo el mundo le quería. Descendía del marqués de Launay, que en 1789 estaba al mando de la guardia de la Bastilla. Su familia había emigrado a Rusia para huir de la Revolución y sin duda a estos orígenes debía —algo excepcional bajo Brézhnev— que se le recibiera en casa de un diplomático extranjero. Escribía poemas. Era el benjamín de los smoguistas, el movimiento del que Brusilovski había hablado hasta la saciedad en Járkov a Anna y Eduard. He confrontado las fechas: me permiten imaginar que después de haber pasado toda la comida en casa del agregado cultural hablando de los tres mosqueteros con un niño francés, Vadim Delaunay, el mismo día, se hubiera ido al seminario de Arseni Tarkovski y hubiese asistido a los inicios del poeta Limónov en el underground moscovita.

Existía la literatura oficial. Los ingenieros del alma, como Stalin había llamado un día a los escritores. Los realistas-socialistas, fieles a esta línea. La cohorte de los Shólojov, Fadiéiev, Símonov, con apartamentos, dachas, viajes al extranjero, acceso a las tiendas para las jerarquías del partido, obras completas encuadernadas, con tiradas de miles de ejemplares y coronadas por el Premio Lenin. Pero estos privilegiados no lo tenían todo. Lo que ganaban en confort y seguridad lo perdían en amor propio. En los tiempos heroicos de la construcción del socialismo, todavía podían creer en lo que escribían, estar orgullosos de lo que eran, pero en la época de Brézhnev, del estalinismo blando y la nomenklatura, estas ilusiones ya no eran posibles. Sabían bien que servían a un régimen podrido, que habían vendido su alma y que los demás lo sabían. Solzhenitsyn advirtió los remordimientos de todos ellos: uno de los aspectos más perniciosos del sistema soviético es que si no eras un mártir no podías ser honesto. No podías enorgullecerte de ti mismo. Si no estaban completamente embrutecidos o no eran unos cínicos, los escritores oficiales se avergonzaban de lo que hacían, de lo que eran. Se avergonzaban de escribir en Pravda grandes artículos denunciando a Pasternak en 1957, a Brodsky en 1964, a Siniavski y Dániel en 1966, a Solzhenitsyn en 1969, siendo así que en el secreto de su corazón les envidiaban. Sabían que eran ellos los grandes héroes de su tiempo, los grandes escritores rusos a los que el pueblo se acerca a preguntarles, como a Tolstói en el pasado: «¿Qué está bien? ¿Qué está mal?» Los más abúlicos suspiraban que si sólo hubiera dependido de ellos habrían seguido estos ejemplos apasionantes, pero claro, tenían familia, hijos que cursaban largos estudios, todas las excelentes razones para colaborar que tiene cada cual para no militar en las filas de la disidencia. Muchos se alcoholizaban, algunos como Fadiéiev se suicidaban. Los más astutos, que eran también los más jóvenes, aprendían a jugar a dos bandas. Era factible, el poder necesitaba a esos moderados y exportables disidentes a medias, que Aragon era un especialista en acoger en Francia con los brazos abiertos. Evgueni Evtushenko, al que volveremos más adelante, destacaba en este cometido.

Pero también, para dar color a la época, existía la grisura de los que no eran ni héroes ni podridos ni listillos. La gente del underground, que tenían dos convicciones: los libros publicados, los cuadros expuestos, las obras representadas eran obligatoriamente venales y mediocres; un artista auténtico sólo podía ser un fracasado. No era culpa suya, sino de unos tiempos en que fracasar era un acto noble. Pintar significaba ganarse la vida como vigilante nocturno. Ser poeta, retirar la nieve con una pala delante de la editorial a la que jamás de los jamases le enseñaría sus poemas, y cuando el director, al apearse de su Volga, te veía con la pala en el patio, era él el que se sentía vagamente humillado. Llevaban una mierda de vida, pero no habían traicionado. Los fracasados se calentaban entre ellos, en las cocinas donde parloteaban noches enteras, entre el samizdat que circulaba de mano en mano y el samagonka que bebían, el vodka casero que se fabrica en la bañera con azúcar y alcohol de farmacia.

Un hombre ha contado esto. Se llamaba Vénichka Yeroféiev. Cinco años mayor que Eduard, provinciano como él, tras haber seguido la trayectoria común a todas las personas sensibles de aquel tiempo (adolescencia ferviente, después alcoholismo, absentismo y una vida a salto de mata), llegó a Moscú en 1969 con un manuscrito en prosa al que él llamaba, sin embargo, un «poema», como Gógol llamaba a Las almas muertas. Tenía razón: Moscú-Petushkí es el gran poema de los zapói, esa interminable curda rusa a la que la vida tendía a asemejarse bajo el régimen de Brézhnev. La odisea mugrienta, catastrófica, del borrachín Vénichka entre la estación de Kursk, en Moscú, y el villorrio de Petushkí, en las lejanas afueras. Dos días de viaje para recorrer ciento veinte kilómetros, sin billete pero con la ayuda de a saber cuántos litros de aguachirle: vodka, cerveza, vino y sobre todo cócteles inventados por el narrador que cada vez da la receta: la «lágrima de komsomol», por ejemplo, mezcla cerveza, white spirit, gaseosa y desodorante para los pies. Héroe alcohólico, tren ebrio, pasajeros borrachos: todo el mundo lo está en este libro basado en la convicción de que «todos los hombres de valía en Rusia beben como esponjas». Por desesperación y porque en un mundo de mentiras lo único que no miente es la embriaguez. El estilo, deliberadamente enfático y burlesco, parodia la lengua estereotipada soviética, las frases alteran citas de Lenin, de Maiakovski, de los maestros del realismo socialista. Todos los under, como se llamaban ellos mismos los miembros del underground, se reconocieron en este tratado del nihilismo y el coma etílico. Asiduamente copiado, leído, recitado en el círculo que frecuentaba Eduard, traducido en Occidente (en Francia, con el título Moscou-sur-Vodka), Moscú-Petushkí se convirtió en una especie de clásico, y Vénichka en una leyenda: fracasado metafísico, borracho sublime, encarnación grandiosa de todo lo que la época tenía de poderosamente negativo. Iban, van todavía en peregrinación a la estación de Petushkí, donde incluso, desde hace unos años, se yergue su estatua.

Punk adelantado, Vénichka era la irrisión, la dimisión personificada. En esto difería de los disidentes, que se obstinaban en creer en un porvenir y en el poder de la verdad. A distancia, a una distancia de cuarenta años, todo esto ha embrollado un poco, y desde luego los under leían a los disidentes, divulgaban sus escritos, pero salvo raras excepciones no corrían los mismos riesgos ni, sobre todo, profesaban la misma fe. Solzhenitsyn era para ellos una especie de estatua del Comendador, con la que por suerte no había posibilidades de asociarse: vivía en provincias, en Riazán, trabajaba día y noche, sólo trataba con los antiguos zeks, cuyos testimonios recogía con inmensas precauciones, y en ellos se basa Archipiélago Gulag. No conocía el mundillo gregario, efusivo, guasón, cuyo ídolo era Vénichka Yeroféiev y cuya estrella ascendente era Édichka Limónov, y si lo hubiese conocido lo habría despreciado. Su determinación, su coraje tenían algo de inhumano, ya que lo que se exigía a sí mismo lo esperaba también de los demás. Consideraba una cobardía escribir sobre cualquier cosa que no fuera los campos: equivalía a acallarlos.

En agosto de 1968, unos meses después de mi comida en casa del agregado cultural francés, la Unión Soviética invadió Checoslovaquia, aplastó con un baño de sangre la Primavera de Praga y, para protestar contra esta invasión, un grupo de disidentes tuvo la extravagante audacia de manifestarse en la Plaza Roja. Eran ocho cuyos nombres quiero mencionar: Larisa Bogoraz, Pável Litvínov, Vladímir Dremliuga, Tatiana Bieva, Víctor Fáinberg, Konstantín Babitski, Natalia Gorbanévskaia —que se presentó con su bebé en un cochecito— y Vadim Delaunay. Este último portaba una pancarta en la que había escrito estas palabras: «Por nuestra libertad y por la vuestra». Detenidos de inmediato, los manifestantes fueron condenados a penas de prisión de duración variable: en el caso de Vadim, dos años y medio. Tras su liberación y nuevos conflictos con el KGB, aquel joven con quien tanto me había complacido hablar de Athos, Porthos y Aramis emigró al extranjero. Vivió en París, donde yo, de haberlo sabido, podría haberle reencontrado. Murió allí en 1983, a los treinta y cinco años.