Ahora tengo que hablar de pantalones. Todo empieza cuando un visitante se fija en sus vaqueros de pata de elefante y como ese tipo de ropa no se encuentra en el comercio, le pregunta quién se lo ha hecho. «Yo», presume tontamente Eduard, que en realidad se lo ha hecho cortar por un sastre que trabaja en su casa, proveedor de Kadik en la época de su dandismo. «¿Podrías hacerme uno igual si encuentro la tela?» «Por supuesto», le contesta Eduard, pensando en llevársela al sastre y cobrar de paso una pequeña comisión.
Pero ay, el día en que va a verle ya no hay sastre: se ha esfumado, ha desaparecido sin dejar rastro. Por una vez Eduard miente, la ocasión la pintan calva. Como no quiere quedar en evidencia, sólo ve una solución: encerrarse con su propio pantalón como modelo, hilo, una aguja y tijeras, y no salir de su reclusión hasta que haya hecho algo que se parezca a un pantalón con pata de elefante. La tarea es difícil, pero ha heredado de su padre un auténtico talento para toda clase de manualidades, y al cabo de cuarenta y ocho horas de esfuerzos, fracasos, de planos tan complejos como los de un puente de ferrocarril, el resultado satisface al cliente, que le paga veinte rublos por la confección y divulga la dirección de Eduard, de suerte que los encargos empiezan a afluir.
De esta forma, por casualidad, ha solucionado la cuestión de la supervivencia durante los diez años siguientes, y de una forma satisfactoria para él, ya que le ahorra enfrentarse con cualquier tipo de autoridad: directivo de una fábrica, jefe de taller, capataz, el patrono que sea. Sastre autónomo, sólo depende de sí mismo y de la agilidad de sus dedos, trabaja cuando le apetece, pero puede, si tiene encargos, confeccionar dos o hasta tres pantalones en un día y después dedicarse a la poesía. Cuando Anna vuelve de la librería, él retira sus telas y sus papeles hasta un extremo de la mesa, la madre trae unos hermosos tomates ucranianos, bien rojos, un caviar de berenjenas o una carpa rellena y aquello es una auténtica vida familiar.
—A tu hombre sólo le falta ser judío —bromea Celia Yákovlevna—. Habría que circuncidarle.
—Ya tiene un oficio de judío —responde Anna Moiséievna—. No hay que pedirle demasiado.
Eso también le gusta a Eduard, que Anna sea, como ella dice, «una hija pródiga de la tribu de Israel». Una de las primeras reacciones suscitadas por el proyecto de este libro fue la de mi amigo Pierre Wolkenstein, que casi se peleó conmigo porque yo me proponía escribir sobre un individuo que, siendo ruso y dirigente de una formación política digamos que dudosa, según él sólo podía ser antisemita. Pero no. Se pueden incluir muchas aberraciones en el pasivo de Eduard, pero no ésa. Lo que le protege a este respecto no es la elevación moral ni la conciencia histórica, pues es verdad que como la mayoría de los rusos, desde la perspectiva de sus veinte millones de muertos, la shoá le importa un bledo y estaría totalmente de acuerdo con Jean-Marie Le Pen en verla simplemente como «una cuestión de detalle» de la Segunda Guerra Mundial, como algo rayano en el esnobismo. Que el ruso y más aún el ucraniano corriente sean antisemitas notorios es para él la mejor razón para no serlo. Desconfiar de los judíos es cosa de aldeanos con anteojeras, lentos y patosos, cosa de Savienko, y lo más alejado de los Savienko de toda ralea son los judíos. No le da exactamente igual que Anna sea judía, pero para él se trata de un exotismo completamente positivo, y por mucho que ella sea, según sus propias palabras, una hooligan, una esquizofrénica y una degenerada, Eduard la ve como una princesa oriental, una princesa por la gracia de la cual él, que estaba programado para una vida de penco en Sáltov, levita en un hogar tan coloreado, poético y majareta como un cuadro de Chagall.
Sin embargo, Eduard no sería Eduard si se quedara sentado como un sastre en su habitación, confeccionando versos y pantalones. Además de los «decadentes» de la 41, ha hecho un amigo nuevo, un pleiboi (la palabra empieza a aclimatarse en ruso) llamado Guenka. Este Guenka es hijo de un oficial del KGB que, más espabilado que el pobre Veniamín, se ha reconvertido en patrono de un restaurante elegante, frecuentado por la cúspide de la jerarquía chequista: alguien, pues, bastante importante en la ciudad. Con sus relaciones, Guenka podría entrar en el partido, al igual que su padre, llegar a los treinta años a secretario del comité de distrito y gozar hasta el fin de sus días de una vida apacible: dacha, coche oficial, vacaciones en confortables centros balnearios de Crimea. Una carrera así, por tanto, es todavía más segura porque todo el mundo conoce las purgas y el terror del pasado. La revolución ha dejado de devorar a sus hijos, el poder, según una expresión de Anna Ajmátova, se ha vuelto vegetariano. Bajo Nikita Jrushov, el porvenir radiante se presenta como un objetivo razonable e indulgente: seguridad, aumento del nivel de vida, crecimiento apacible de alegres familias socialistas en las cuales a los niños ya no se les alienta a denunciar a sus padres. Es verdad que hubo el período delicado en que tras la muerte de Stalin liberaron a millones de zeks, y a algunos incluso les rehabilitaron. Los burócratas, provocadores y soplones que les habían enviado al gulag estaban seguros de una cosa: de que no volverían nunca. Pues bien, algunos han vuelto y, por citar de nuevo a Ajmátova, «dos Rusias se han encontrado cara a cara; la que denunció y la que fue denunciada». No se produjo el potencial baño de sangre. Delator y prisionero se cruzaban, recíprocamente sabían a qué atenerse, y cada uno desviaba la mirada y se iba por su lado, a disgusto, los dos vagamente avergonzados, como personas que en otro tiempo han cometido juntas una fechoría de la que es mejor no hablar.
Algunos, sin embargo, hablan. En 1956, Jrushov leyó en el XX Congreso del Partido «un informe secreto» que no lo fue mucho tiempo, donde se deploraba el «culto a la personalidad» bajo Stalin e implícitamente se reconocía que el país había sido gobernado por asesinos durante veinte años. En 1962, él autorizó personalmente la publicación del libro de un antiguo zek llamado Solzhenitsyn: Un día en la vida de Iván Denísovich, y la publicación fue un electrochoque. Toda Rusia se hizo con el número 11 de la revista Novy Mir, que publicaba este relato prosaico, minucioso, de una jornada ordinaria de un detenido ordinario en un campo que ni siquiera era especialmente duro. Conmocionada, sin atreverse a creerlo, la gente empezaba a decir cosas como «es el deshielo, la vida renace, Lázaro sale de su tumba»; desde el momento en que un hombre tiene el valor de decirla, ya nadie puede nada contra la verdad. Pocos libros han alcanzado tanta resonancia en su país y en el mundo entero. Ninguno, exceptuando, diez años más tarde, Archipiélago Gulag, cambió hasta ese punto, y realmente, el curso de la historia.
El poder comprendió que si se continuaba contando la verdad sobre los campos y el pasado, existía un riesgo de acabar con todo: no sólo con Stalin, sino también con Lenin, y el propio sistema, y las mentiras sobre las que descansa. Por eso Iván Denísovich supuso a la vez el apogeo y el fin de la desestalinización. Destituido Jrushov de sus funciones, la generación de apparatchiks salida de las purgas implantó, bajo la égida del afable Leonid Brézhnev, una especie de estalinismo blando, compuesto de la hipertrofia del partido, la estabilidad de los cuadros dirigentes, los enchufes, los nombramientos internos, las grandes y pequeñas prebendas y la represión moderada: lo que se ha llamado el comunismo de nomenklatura, por el nombre de la élite que se beneficiaba del mismo, pero este grupo selecto, en el fondo, era relativamente numeroso y, por poco que se siguieran las reglas del juego, no demasiado inaccesible. Esta estabilidad plomiza, carente de sentido y en cierto modo cómoda, prácticamente todos los rusos con edad para haberla conocido la recuerdan con nostalgia hoy que se encuentran condenados a nadar y muchas veces a ahogarse en las aguas heladas del cálculo egoísta. La gran máxima de la época, equivalente a nuestro «trabajar más para ganar más», era: «Fingimos que trabajamos y ellos fingen que nos pagan.» No es muy estimulante como modo de vida, pero bueno: nos las arreglamos. No arriesgas mucho, a no ser que hagas estupideces. Pasamos de todo, reconstruimos en el fondo de las cocinas un mundo del que sabemos seguros, a menos que te llames Solzhenitsyn, que seguirá siendo como es durante siglos, porque su razón de ser es la inercia.
En este mundo, un amable pajillero como Guenka, por volver a él, puede permitirse ser un masturbador afable, así como su padre puede permitirse ser chequista. Estaría mejor, desde luego, que se afiliase al Partido, como también lo sería que un joven burgués francés, durante los mismos años, los treinta gloriosos, estudiara en la ENA o el Politécnico, pero si no lo hace no es demasiado grave, ni se morirá de hambre ni en un campo, le buscarán una pequeña sinecura burocrática gracias a la cual no le detendrán como a un parásito y elemento antisocial, y se acabó. Así pues, Guenka, sin la menor preocupación por el futuro, se pasa las noches bebiendo gratis con su amigo Eduard en locales regentados por colegas de su padre, y los días, al menos los de verano, en el quiosco del zoo, donde tiene barra libre y hace que su corte se desternille de risa expulsando a los clientes con la excusa de que se está celebrando el congreso extraordinario de domadores de tigres de Bengala, cuyo secretario general es él.
La corte de Guenka se divide en dos grupos: los SS y los sionistas. El más pintoresco de los SS es un buen chico cuyo talento mundano consiste en recitar un discurso de Hitler. No sabe mucho alemán pero su público todavía menos, y basta con que eructe y ponga los ojos en blanco, y sobre todo que reconozcan palabras como kommunisten, kommisaren, partizanen, juden, para que todo el mundo se ría, empezando por los sionistas. Ninguno de ellos es judío. Su entusiasmo por Israel data de la guerra de los Seis Días. Desde el punto de vista de la política internacional, es una posición difícil de sostener porque, por maleantes que sean, son buenos patriotas y su patria sostiene y arma a los árabes. Pero lo que más les impresiona es el valor militar y, desde esta perspectiva, se quitan el sombrero ante los muchachos de Moshé Dayán. Son auténticos soldados, duros de pelar, al igual que los boches, que los nipones, y aunque combatas o hayas combatido contra ellos, les respetas, mientras que nunca respetarás a esos cabronazos de americanos rosas y blanditos, cuyo ideal guerrero, como se vio en Hiroshima, consiste en lanzar desde muy alto bombas que desintegran a todo el mundo sin correr el menor riesgo.
Además de la Wehrmacht y del Tzahal, el otro objeto de culto de Guenka y sus amigos, tanto sionistas como SS, es una película proyectada de manera casi permanente en Járkov a lo largo de todos estos años, y que han visto juntos diez, veinte veces: Los aventureros, con Alain Delon y Lino Ventura. El cine extranjero, y en especial el francés, es una de las novedades de la era Jrushov. Todo el mundo conoce a Funès y a Delon; diez años más tarde, será Pierre Richard, hombre exquisito al que todavía hoy se le considera un dios vivo en los rincones más remotos de la Unión Soviética, y que nunca niega sus servicios de guest star a una producción georgiana o kazaka. La primera escena de Los aventureros, en la que Delon pasa en avión por debajo del Arco de Triunfo, inspirará a Eduard y a Guenka su desmán más memorable, cuando, borrachos como cubas, como otras tantas veces, intentaron robar y hacer despegar un cachivache en la pista del aeródromo militar. El asunto no irá lejos, los vigilantes que les detienen se lo toman a broma y, enternecidos como yo lo estuve el día en que mis hijos de seis y tres años quisieron marcharse de casa con un hatillo armado con un pañuelo atado alrededor de un paraguas, les ofrecen un trago para consolarles de su fracaso.
Así transcurren las jornadas de Eduard. Cose, escribe, da vueltas con Guenka y su banda con uno de los hermosos trajes confeccionados por él mismo: se enorgullece especialmente de uno de color chocolate con hilos dorados. Hace abdominales y flexiones, está musculado, bronceado tanto en invierno como en verano porque el moreno le dura mucho tiempo en su piel mate, pero daría cualquier cosa por ser unos centímetros más alto, no usar gafas y tener una nariz menos respingona: por tener el aspecto de un hombre como Delon, al que trata de imitar a solas delante del espejo. Si él la deja sola mucho tiempo, Anna no aguanta y se lanza en su búsqueda. Por lo general le encuentra en el quiosco de bebidas del zoo, y entonces le abronca delante de todo el mundo, grita, le llama cabroncete: molodói niegodiái es el título que él pondrá a sus recuerdos de esta época. Las escenas de Anna le humillan tanto como divierten a los amigos de Eduard. Se burlan del culo gordo y el pelo gris de esta querida que pesa el doble que él y podría ser su madre. Incluso una vez asegura que Anna hace la calle para él: en su filosofía, es mejor ser aprendiz de macarra que chico formal.