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La dirección que le ha dado el viejo psiquiatra es la de una librería en el centro de Járkov que busca un vendedor ambulante. Se trata de exhibir libros de ocasión sobre una mesa plegable en el vestíbulo de un cine o delante de la entrada del zoo y esperar al comprador. El cliente es raro, los libros casi gratuitos y el vendedor cobra por cada uno un porcentaje irrisorio. Eduard no duraría mucho en este trabajo más indicado para llenar el tiempo libre de un jubilado si la librería 41, adonde va a buscar sus cartones por la mañana y adonde lleva por la noche los ingresos, no fuese el lugar de encuentro de todos los artistas y poetas que hay en Járkov, y a los que entonces llaman «decadentes». Es el mundo en torno al cual merodeaba el pobre Kadik antes de que la hoz, el martillo y Lydia pusieran orden en el asunto. A pesar de su timidez, Eduard empieza a entretenerse allí después de la hora oficial de cierre. A menudo sucede que pierde el último tranvía y tiene que caminar dos horas de noche para llegar a su lejana barriada obrera. En efecto, por la noche, cuando han bajado la persiana de hierro, no sólo se empieza a beber y a parlotear, sino sobre todo a intercambiar las copias clandestinas de obras prohibidas que se denominan samizdat: literalmente, publicado por uno mismo. Te entregan una, tú confeccionas a tu vez otras y así circula más o menos todo lo que hay de vivo en la literatura soviética: Bulgákov, Mandelstam, Ajmátova, Tsvietáieva, Pilniak, Platónov… Una velada memorable en la 41 es, por ejemplo, cuando llega de Leningrado el ejemplar casi ilegible, de tan pálido que está (quinto, sexto papel carbón, estiman con una mueca los conocedores) de un poema del joven Joseph Brodsky, Procesión, que Eduard veinte años más tarde definirá como «una imitación de Marina Tsvietáieva, de un valor artístico dudoso, pero que correspondía plenamente al estadio de desarrollo sociocultural de Járkov y de los asiduos de la librería».

No sé muy bien qué pensar de esta impertinencia, por una razón que sin duda ha llegado el momento de confesar: y es que soy totalmente negado para la poesía. Como la gente que en un museo mira antes el nombre del pintor que el cuadro, para saber si debe o no extasiarse, no tengo en este ámbito un juicio personal y el del joven Eduard, rápido, imperioso, se me impone. No se contenta con decir: «Me gusta, no me gusta», sino que distingue a primera vista el original del sucedáneo; por ejemplo, no se deja embaucar por —cito— «los que imitan a los modernistas polacos, que ya no poseen la frescura inicial y la imitan a su vez de otros». Ya he advertido la sorprendente pericia de los barriobajeros de Sáltov, capaces de detectar en los primeros versos de Eduard la influencia de Esenin y Blok. Lo que descubre Eduard en la 41 es que estos dos poetas están bien, pero digamos que son buenos como lo es Apollinaire o, para ser malvado, como Prévert: lo sabe hasta la gente que no entiende nada de esto, y los que sí entienden prefieren de lejos a, por ejemplo, Mandelstam o, aún mejor, a Velimir Jlébnikov, el gran vanguardista de los años veinte.

Es, por ejemplo, el poeta predilecto de Mótrich, que pasa por ser el genio de la 41. A los treinta años, Mótrich no ha publicado ni publicará nunca nada, pero la ventaja de la censura es que puedes ser un autor que no publica nada sin que sospechen que careces de talento; al contrario. De este modo, en la periferia de su grupo, hay un chico que ha escrito un poemario sobre la tripulación del crucero Dzerzhinski y obtenido por él el premio literario del Komsomol de Ucrania. Bonito comienzo, gran tirada, una bella carrera en perspectiva de apparatchik de las letras; ahora bien, no sólo todo el mundo le juzga inferior a Mótrich, sino también él mismo y, cuando se aventura a visitar la 41, hace lo posible por hacer olvidar un éxito que le revela claramente como un vendido o un impostor. Mótrich conocerá el destino de todos los héroes de Eduard, que es el de ser derribado de su pedestal, pero de momento es su héroe, un auténtico poeta vivo y —juzgará más tarde, haciendo una distinción muy fina— un mal poeta, pero un poeta auténtico. Lee sus versos, escucha sus vaticinios, bajo su influencia se apasiona por Jlébnikov, cuyos tres volúmenes de obras completas copia a mano y, en las horas muertas que le ofrece su trabajo de librero ambulante, vuelve a escribir sin decírselo a nadie.

La dependienta principal de la 41, Anna Moiséievna Rubinstein, es una mujer majestuosa, con el pelo ya entrecano, un hermoso rostro trágico y un culo enorme. Cuando era más joven se parecía a Elizabeth Taylor; a los veintiocho años es ya una matrona a la que los jóvenes ceden su asiento en el tranvía. Sufre trastornos maníaco-depresivos por los que cobra un subsidio de invalidez y se define orgullosamente como una «esquizofrénica» que llama locos a todos aquellos a los que aprecia. Ellos lo toman como un cumplido. En el mundillo de los «decadentes» de Járkov, el genio no sólo debe ser un desconocido, sino un borrachuzo, un delirante, un inadaptado social. Puesto que el hospital psiquiátrico es, por otra parte, un instrumento de represión política, haber estado ingresado supone una garantía de disidencia, palabra recién acuñada en la época de la que hablo. Eduard no lo sabía aún cuando le encerraron con los locos de remate, pero uno de sus talentos consiste en ponerse rápidamente al día, y en adelante no desaprovecha la ocasión de hablar de la camisa de fuerza y el vecino de cama que babeaba y se masturbaba durante todo el día. Al escribir esto, me viene el recuerdo de que yo también, hasta una edad relativamente avanzada, incurrí en el culto romántico a la locura. Se me ha pasado, gracias a Dios. La experiencia me ha enseñado que ese romanticismo es una gilipollez, que la locura es lo más triste e ingrato del mundo, y pienso que Eduard siempre lo ha sabido, instintivamente, que siempre se ha felicitado de ser lo que se quiera, duro, egocéntrico, despiadado, pero loco no, en absoluto. Lo contrario, en el caso de que exista.

Loca, en cambio, estaba de verdad Anna, y su locura cobrará un sesgo trágico, pero por el momento todavía puede confundirse con una especie de excentricidad, de fantasía pintoresca, al igual que su notoria voracidad sexual. Toda la bohemia de Járkov ha vivido esta experiencia con ella, cuentan en la 41, es en particular una especialista en desvirgar a los creadores jóvenes. Como vive justo al lado, las veladas en la librería terminan con frecuencia en su casa. Eduard, que al principio no ha sido invitado expresamente, se imagina que organizan orgías. En realidad, como descubre cuando se atreve a seguir al movimiento, los after en casa de Anna consisten, como en la librería, en conversaciones exaltadas sobre arte y literatura, en declamaciones poéticas cada vez más pastosas, en chismorreos y private jokes incomprensibles para él, que en su rincón del sofá afelpado se ríe cuando los demás se ríen y se emborracha para vencer la timidez. Aparte de la dueña de la casa y de su madre, que de vez en cuando llama con los nudillos a la puerta para pedirles que no hagan tanto ruido, sólo hay hombres en esas reuniones, hombres que cogen familiarmente por el cuello a Anna y la besan en la boca, por lo que Eduard tiene la desagradable impresión de ser el único del grupo que no se la ha cepillado. ¿De verdad tiene ganas de hacerlo o lo que quiere, más bien, es formar parte de ese grupo que él ve lúcidamente como su única posibilidad de huir de Sáltov? Anna tiene los pechos bonitos, es cierto, pero a él no le gustan las gordas. Cuando se la casca pensando en ella, la paja deja mucho que desear, y teme que si se meten en la cama no se le empine o se corra demasiado pronto. Y luego, una noche, muy tarde, los invitados se van uno tras otro, pero él no. Al igual que Julien se ha prometido coger de la mano a Madame de Rênal, él se ha prometido quedarse a toda costa, aunque sólo sea para demostrarse que no es un rajado. Los últimos que se van, al ponerse el abrigo, le dirigen guiños burlones. Él interpreta lo mejor que puede al tío hastiado, tranquilo, que sabe bandearse en estas lides. Cuando se quedan solos, Anna no se anda con melindres. Como estaba previsto, él se corre pronto la primera vez pero vuelve a empezar al instante, es el privilegio de la juventud. Ella parece contenta: eso es lo más importante.

Porque el plan de nuestro Eduard, ese Barry Lyndon soviético, no era solamente acostarse con Anna, sino instalarse directamente en su casa, en el sanctasanctórum de la bohemia, y pasar así del papel de pequeño proleta que se incrusta al de amante titular y señor del dominio. Como el piso que comparten tiene dos habitaciones, un lujo inmenso, la madre de Anna, Celia Yákovlevna, al principio finge que no se da cuenta de que él se queda a dormir, pero no tarda en adoptarle, porque él tiene buena mano con las ancianas y también porque ella le está agradecida por haber puesto fin al desfile de amantes que eran la comidilla del inmueble.

Imaginarse ese desfile sumiría a otros en las angustias de los celos retrospectivos: para Eduard es un estimulante. Es preciso decir que Anna le excita moderadamente, él necesita emborracharse para emprender el asalto de su cuerpo enorme, lleno de pliegues, pero en cambio le excita pensar en todos los hombres que le han precedido. Muchos forman parte de su círculo. ¿Le envidian o más bien se burlan de él, es decir, lo que más desea y teme en el mundo? Un poco las dos cosas, sin duda, lo que es seguro es que el Eduard de hace apenas unos meses, fundidor en La Hoz y el Martillo, habría envidiado apasionadamente a este Eduard que ya no vive en Sáltov sino en el antaño inaccesible centro urbano; cuyos amigos ya no son obreros y barriobajeros, sino poetas y artistas; que les abre la puerta con el aplomo displicente del hombre que está en su casa, al que le gusta que vayan a verle de improviso y recibir a todos los que se presenten. En el barullo de las conversaciones ya no necesita alzar la voz, le escuchan cuando habla porque es el joziain, que quiere decir el señor de la casa, pero con un matiz de autoridad feudal, se puede ser el joziain de una ciudad entera, Stalin era el de toda la Unión Soviética. Obviamente, sería mejor si Anna fuera más guapa, si la desease más, pero en la especie de asociación, a la vez tempestuosa y cariñosa, que se establece entre ellos y que durará siete años, cada uno encuentra su compensación, él la estabiliza, ella le refina.

Eduard le lee sus poemas, a Anna le parecen buenos y se los muestra a Mótrich, que también los considera buenos. Muy buenos, incluso. Alentado de este modo, Eduard ofrece una lectura en la librería, compone una colección de la que copia a mano una docena de ejemplares. No ha llegado todavía a la fase de que otros, a su vez, los copien, lo que constituye la segunda barra en la escala de la gloria disidente; la tercera es lo que se llama samizdat pero tamizdat: publicado allá, en Occidente, como El doctor Zhivago. Su pequeño poemario, que sólo circula por las inmediaciones de la 41, es suficiente, sin embargo, para que le consideren un poeta en toda la plenitud de esta categoría.

Es una categoría envidiable porque, aunque lleves una vida mísera, protege del oprobio inherente a una vida de miseria, y en cuanto la han alcanzado muchos la disfrutan sin escribir más hasta el fin de sus días. No así Eduard, que no es perezoso ni fácil de satisfacer, y que ha descubierto que trabajando un poco más cada día, pero todos los días, se avanza seguro, una disciplina a la que se mantendrá fiel durante toda su vida. Ha descubierto también que en un poema no vale la pena hablar del «cielo azul» porque todo el mundo sabe que es azul, pero que los hallazgos del estilo «azul como una naranja» son casi peores, debido a que han circulado por todas partes. Para asombrar, que es su objetivo, apuesta más por el prosaísmo que por el preciosismo: nada de palabras raras ni de metáforas, sino llamar gato a un gato, y si hablas de personas que conoces mencionar su nombre y su dirección. Así se forja un estilo que no le convierte, a su juicio, en un gran poeta, pero sí al menos en un poeta identificable.

Para ser plenamente ese poeta sólo le falta un nombre, algo que suene mejor que su triste patronímico de labriego ucraniano. Un día, el grupito reunido en casa de Anna juega a inventarse uno. Lionia Ivánov se convierte en Odeialov, Sasha Miélejov en Bujankin y Eduard Savienko en Ed Limónov, un homenaje a su humor ácido y belicoso, porque limon significa limón, y limonka, granada (la bomba de mano). Los demás abandonarán esos seudónimos, él conservará el suyo. Le complace deberse a sí mismo hasta el nombre.