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Cuando Eduard se las expone, estas ideas nuevas galvanizan a Kostia y, mientras Gorkun, al salir de la cárcel, no muestra más ambición que la de jugar al dominó, los dos chicos se estimulan mutuamente con el desprecio por todo lo que les rodea. No escapa a ese desdén nada de lo que se puede conocer de la sociedad en Sáltov: proletas obtusos y resignados, jóvenes pandilleros abocados a convertirse en obreros como sus padres, ingenieros y oficiales que sólo son obreros mejorados, y de los comerciantes más vale no hablar. No hay ninguna duda: es imperativo convertirse en malhechores.

Pero ¿cómo? ¿Cómo encontrar una banda y que te acepten? Tiene que haber forzosamente alguna en la ciudad y cuando se envalentonan para tomar el tranvía hasta el centro, la partida está impregnada de exaltación: ¡Járkov es nuestra! Pero ay, una vez que llegan se sienten tan incómodos allí como la chusma de Sena-Saint Denis en el bulevar de Saint-Germain. Sin embargo, Eduard ha vivido en el centro en una época que tiende a idealizar, al igual que su madre. Conduce a Kostia en un recorrido ritual de los lugares de su infancia, la calle del Ejército Rojo, la avenida Sverdlov, pero el itinerario se recorre enseguida, después ya no saben adónde ir, a qué puerta llamar, apenas se atreven a pedir una cerveza en un quiosco y, contrariados, descontentos de sí mismos, vuelven a su barriada, donde la vida está tan trágicamente alejada de la verdadera, pero es donde viven ellos, y eso es tener mala suerte.

Luego Eduard conoce a Kadik, que será el otro gran amigo de su adolescencia, y las cosas cambian. Un año mayor que él, Kadik vive solo con su madre y no frecuenta a los pequeños maleantes de Sáltov. Se relaciona con gente del centro de la ciudad, pero no son los maleantes a los que Eduard sueña ardientemente con aproximarse. Su gran orgullo es conocer a un saxofonista que toca Caravan de Duke Ellington y, a través de él, haberse codeado con los miembros del grupo de Járkov El Caballo Azul, una especie de beatniks que han recibido el honor de un artículo en el Komsomólskaia Pravda: el swinging Járkov, en cierto modo. Para huir del destino totalmente trazado del joven de Sáltov, Kadik aspira a ser artista y, aunque no tiene una vocación muy marcada, al menos es lo que podríamos llamar un «enrollado» que toca un poco la guitarra, compra y colecciona discos, lee y emplea toda su energía en mantenerse al corriente de lo que sucede en la ciudad, en Moscú y hasta en América.

Todo esto es totalmente nuevo para Eduard, los valores y los códigos de Kadik trastornan los suyos. Bajo su influencia descubre el culto de la ropa. Cuando era pequeño, su madre le vestía en mercadillos de ocasión, donde vendían artículos confiscados en la guerra: llevaba trajes bonitos de niño modelo alemán y le producía un placer turbio pensar que era la ropa de un hijo del director de IG Farben o de Krupp, muerto en Berlín en 1944. A continuación se impuso el código indumentario de Sáltov: pantalón de obra, grueso anorak acolchado de piel sintética, todas las demás fantasías son cosas de sarasas, por lo que un día sus amigos se quedan sumamente sorprendidos al ver a Eduard luciendo debajo de un chaquetón con capucha de color canario un pantalón de pana malva con adornos en relieve y zapatos tan bien herrados que si arrastra los tacones sobre el asfalto sacan chispas. En Sáltov, sólo él y Kadik están en condiciones de apreciar su propio dandismo, pero como saben que Eduard no tarda en sacar la navaja todos se contentan con reírse sin tacharle de sarasa.

El dandismo es también lo que le gusta de los jazzmen que idolatra su nuevo amigo. Para la música es bastante cerrado y lo seguirá siendo toda su vida, pero en cambio empieza a leer. Se había detenido en Julio Verne y Alejandro Dumas, reanuda la lectura con Romain Rolland, del que Kadik le presta JeanChristophe y El alma encantada, novelas de aprendizaje vastas y vaporosas que probablemente he sido uno de los últimos adolescentes franceses en leerlas, pero que conocen un residuo de favor en la Unión Soviética porque su autor, por su pacifismo, fue compañero de ruta de los comunistas. De ahí pasa a Jack London, Knut Hamsun, los grandes vagabundos, que han ejercido todos los oficios y nutrido sus libros con sus experiencias. Sus preferencias en prosa recaen en los autores extranjeros, pero en el ámbito de la poesía no hay nada superior a la rusa, y un chico que la lee se convierte de un modo natural en un chico que la escribe y luego lee a su alrededor lo que ha escrito: de este modo Eduard, que antes nunca había pensado en esta vocación, se transforma en poeta.

Un tópico quiere que en Rusia los poetas sean tan populares como en mi país los cantantes de variedades y, como muchos clichés sobre Rusia, éste es, o al menos era, absolutamente cierto. Para empezar, nuestro héroe debe su nombre de pila a la predilección de su padre, simple suboficial ucraniano, por el poeta menor Eduard Bagritski (1895-1934), y cuando uno lee El adolescente Savienko, el libro de donde extraigo las informaciones de este capítulo, se asombra mucho al saber, en el giro de una frase, que sus amigos, los pequeños maleantes de Sáltov, aunque aprecian los poemas de Eduard, se burlan un poco porque copia a Blok o a Esenin. Hoy día, un aprendiz de poeta en una ciudad industrial de Ucrania no está más desplazado que un aprendiz de rapero en la periferia parisina. Al igual que él, puede decirse que es su oportunidad de huir de la fábrica o la delincuencia. Al igual que él, puede contar con el aliento de sus amigos, con su orgullo cuando obtiene un triunfo, por pequeño que sea, y, empujado no sólo por Kadik sino también por Kostia y su banda, Eduard se inscribe en un certamen de poesía que se celebra el 7 de noviembre de 1957, día de la fiesta nacional soviética y un día, como veremos, decisivo en su vida.

Aquel día, toda la ciudad se congrega en la plaza Dzerzhinski, de la que ningún jarkoviano ignora que, pavimentada por los prisioneros alemanes, es la plaza más grande de Europa y la segunda del mundo después de Tian’anmen. Hay desfiles, ballets, discursos, entregas de medallas. Las masas proletarias se han endomingado, un espectáculo que despierta los sarcasmos de nuestros dos dandys. Y luego, en el cine Pobieda, la victoria, se celebra el certamen de poesía en el que Eduard, con sus aires jactanciosos, espera con toda su alma que Sveta vaya a escucharle.

Kadik tiene confianza: ella acudirá, no puede no venir. De hecho, nada es más incierto. Sveta es caprichosa, rara. Teóricamente, Eduard «sale» con ella, pero a pesar de que responde que sí cuando los amigos le preguntan si se la ha tirado, no es cierto: aún no se ha tirado a nadie. Sufre por ser virgen y verse obligado a mentir, algo que un hombre no debería hacer nunca. Sufre por no tener ningún derecho sobre Sveta y por saber que a ella la atraen los chicos más mayores. Sufre, a los quince años, por aparentar doce, y cifra todas sus esperanzas en el cuaderno que contiene sus versos. Ha elegido con cuidado los que recitará, descartando los numerosos poemas dedicados a bandidos, los robos a mano armada, la cárcel, y ha apostado, juiciosamente, por el lirismo amoroso.

Cuando llega con Kadik al cine Pobieda, se encuentran entre el gentío a toda su banda de Sáltov, pero no a Sveta. Kadik intenta tranquilizarle; todavía es pronto. En la tribuna se suceden diversos oradores. Como no aguanta más, Eduard se rebaja a preguntar si alguien ha visto a Sveta y por desgracia sí, la han visto: en el parque de la Cultura, con Shúrik. Shúrik es un cretino de dieciocho años, con un bigote muy fino, y Eduard está seguro de que será vendedor en una zapatería hasta jubilarse, mientras que él, Eduard, llevará por todo el mundo una vida de aventurero, a pesar de que ahora se daría con un canto en los dientes por ocupar el lugar de Shúrik.

Empieza el certamen. El primer poema trata de los horrores de la condición de siervo, lo que suscita las risitas de Kadik: no existen siervos desde hace un siglo: ¡moderno, el tío! Sigue un texto sobre el boxeo que imita, como no escapa a ninguno de los maleantes del público, al joven poeta en ascenso: Evgueni Evtushenko. Finalmente llega el turno de Eduard, que recita conteniendo las lágrimas el poema que ha escrito para Sveta. Después, mientras otros concursantes se suceden en el escenario, su banda le festeja. Le abrazan, le palmean la espalda, le dicen: «¡Cómete la polla!» —saludo ritual de los de Sáltov—, vaticinan que ganará el premio, y al final lo gana. Vuelve a subir al escenario y le dan un diploma y un regalo.

¿Qué regalo?

Un estuche de fichas de dominó.

¡Joder, qué cabrones!, piensa Eduard: ¡un juego de dominó!

Al salir del Pobieda, mientras intenta poner buena cara, rodeado de sus amigos, le aborda un tipo que dice que le envía Túzik. Túzik es un granuja muy conocido en Sáltov: tiene veinte años, se oculta para eludir el servicio militar, no se desplaza nunca sin una cuadrilla de hombres armados. Y quiere ver al poeta, dice su emisario. Los amigos se miran, inquietos: la cosa se pone fea. Túzik tiene fama de peligroso, pero sería aún más peligroso rechazar su invitación. El emisario le conduce a un callejón sin salida, cerca del cine, donde esperan unos quince tipos patibularios, y en medio de esta corte, fornido, casi gordo, vestido de negro, está Túzik, que dice que le ha gustado el poema. Quiere que el poeta le escriba otro en honor de Galia, la rubia muy maquillada a la que abraza por la cintura. Eduard promete hacerlo, y para sellar el acuerdo le tienden un porro de hachís de Tayikistán. Es la primera vez que fuma, le asquea pero aun así se traga el humo. A continuación, Túzik le invita a besar a Galia en la boca. Hay motivos para desconfiar, todo lo que dice parece tener un doble sentido, si te estrecha en sus brazos quizá sea para destriparte. Al parecer, Stalin era así: zalamero y cruel. Eduard quiere escabullirse riéndose, el otro insiste: «¿No quieres morrearte con mi novia? ¿No te gusta mi novia? ¡Venga, métele la lengua!» Rollo conocido, de mal augurio, pero no sucede nada nefasto. Durante un buen rato, un largo rato, siguen bebiendo, fumando y lanzando pullas, hasta que Túzik decide levantar el campo y dar un paseo por la ciudad. Eduard, que no sabe muy bien si le han adoptado como mascota o como cabeza de turco, bien a gusto aprovecharía para largarse, pero Túzik no le suelta.

—¿Ya te has cargado a alguien, poeta?

—No —responde Eduard.

—¿Te gustaría?

—Pues…

A fin de cuentas, le resulta emocionante ser amigo de Túzik y caminar con él a la cabeza de una veintena de duros dispuestos a arrasar la ciudad a sangre y fuego. Es tarde, la fiesta ha terminado, la mayoría de la gente se ha ido a casa y los que ven acercarse a la banda por las calles con las farolas rotas se apartan a toda prisa. Pero ocurre que un tipo y dos chicas no se apartan a tiempo y empiezan a chincharles. «Tienes dos titis para ti solo», dice con suavidad Túzik al tipo; «¿me prestarás una?» El otro palidece, comprende que se ha metido en un lío, intenta bromear pero Túzik le dobla en dos de un puñetazo en el vientre. A una señal suya, los demás empiezan a manosear a las chicas. Esto va a acabar en violación. Acaba en violación. Una de las chicas pronto está en pelotas, está gorda y tiene la piel pálida; debe de ser una proletaria de Sáltov. Los chicos le hunden por turnos los dedos en el coño. Eduard hace lo mismo, está húmedo y frío, cuando saca los dedos están manchados de sangre. Esto le enfría de golpe, la excitación decae. A algunos metros, son una docena los que violan a la otra, en fila india. En cuanto a su acompañante, lo muelen a palos. Gime cada vez más débilmente hasta que ya no se mueve. Un lado de su cara es un amasijo ensangrentado.

El incidente genera cierta agitación y esta vez Eduard consigue escapar. Camina deprisa, con la navaja y el cuaderno de poemas en el bolsillo, el estuche de dominó debajo del brazo, sin saber adónde ir. No a casa de Kadik, tampoco a la de Kostia. Al final va a casa de Sveta. Si está sola se la folla, si está con Shúrik los mata. No hay razón para contenerse: como es menor no le fusilarán, sólo le caerán quince años y los amigos lo considerarán un héroe.

A pesar de la hora tardía, la madre de Sveta, que pasa por ser más o menos una puta, le abre la puerta. Sveta no ha vuelto todavía.

—¿Quieres esperarla?

—No, volveré más tarde.

Se va en la noche, camina, camina, presa de una mezcla de excitación, de cólera, disgusto y otros sentimientos que no identifica. Cuando vuelve, Sveta ha regresado. Sola. Lo que sucede a continuación es confuso, no se puede decir que hubiera una conversación, Eduard simplemente está en la cama con ella y se la folla. Es la primera vez. Le dice: «¿Así te mete Shúrik la polla?» Cuando se ha corrido, demasiado pronto, Sveta enciende un cigarrillo y le expone su filosofía: la mujer es más madura que el hombre, y para que la cosa funcione sexualmente el hombre tiene que ser más viejo. «Te quiero de verdad, Édik, pero verás, eres demasiado joven. Puedes quedarte a dormir, si quieres.»

Eduard no quiere, se marcha furioso, convencido de que la gente merece que la maten y resuelto a hacerlo, cuando sea mayor: sin falta.

Así fue como perdió la virginidad.