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Vaya donde vaya, es el más joven, el más pequeño, el único que lleva gafas, pero siempre tiene en el bolsillo una navaja de muelle cuya hoja sobrepasa la anchura de su palma, lo que mide la distancia entre el pecho y el corazón y significa que con ella se puede matar. Además, sabe beber. No es su padre el que le ha enseñado, sino un vecino, antiguo prisionero de guerra. De hecho, dice el prisionero, no se aprende a beber: hay que haber nacido con un hígado de acero, y es el caso de Eduard. Sin embargo, hay algunos trucos: ingerir un vasito de aceite para engrasar las tuberías antes de beber (a mí también me enseñaron esto: mi madre lo sabía por un viejo cura siberiano) y no comer al mismo tiempo (me enseñaron lo contrario, doy, por tanto, el consejo con circunspección). Gracias a esta técnica y a estas dotes innatas, Eduard puede ingerir un litro de vodka por hora, a razón de un vaso grande de 250 gramos cada cuarto de hora. Este talento social le permite dejar estupefactos hasta a los azeríes que vienen de Bakú a vender naranjas en el mercado y ganar apuestas que le dan dinero de bolsillo. Le permite también participar en esos maratones de embriaguez a los que los rusos llaman zapói.

Zapói es un asunto serio, no una curda de una noche que se paga, como en mi país, con una resaca al día siguiente. Zapói es pasar varios días borracho, vagar de un lugar a otro, subir en trenes sin saber adónde van, confiar los secretos más íntimos a desconocidos casuales, olvidar todo lo que has dicho y hecho: una especie de viaje. De este modo, una noche en que han empezado a soplar y andan escasos de combustible, Eduard y su mejor amigo, Kostia, deciden atracar una tienda de comestibles. A los catorce años, Kostia, a quien apodan el Gato, ya ha pasado una temporada por robo a mano armada en una colonia penitenciaria para menores. Investido de esta autoridad, enseña a su discípulo Eduard la regla de oro del atracador: «Actúa con valor y determinación, sin esperar que se den las condiciones ideales, porque las condiciones ideales no existen.» Miran rápidamente a derecha y a izquierda para cerciorarse de que no pasa nadie por la calle. Se envuelven el puño en la zamarra enrollada en forma de bola. De un golpe seco rompen el cristal de la ventana del sótano y ya están dentro. Está oscuro, pero no pueden encender la luz. Arramblan con tantas botellas de vodka como caben en las mochilas y después fuerzan la caja registradora. Sólo contiene veinte rublos, una auténtica miseria. Hay una caja de caudales en el despacho del director, pero a ver quién la abre con un cuchillo. Kostia lo intenta, no obstante, y mientras él se afana Eduard busca otras cosas que robar. En la percha, detrás de la puerta, encuentra un abrigo con cuello de astracán: adelante, se puede revender. En el fondo de un cajón, una botella empezada de coñac armenio, sin duda la reserva personal del director, que no vende este tipo de alcohol a sus clientes proletas. En la sociología personal de Eduard, todos los comerciantes son unos malhechores, pero hay que reconocer que saben lo que es bueno. De repente, voces, ruido de pasos, muy cerca. El miedo le retuerce los intestinos. Se baja los calzoncillos, se acuclilla levantándose los faldones del abrigo robado y expulsa un chorro de mierda muy líquida. Falsa alarma.

Un poco más tarde, cuando ya han salido por el mismo sitio por donde han entrado, los dos chicos se detienen en una de esas lúgubres zonas de juego que les gustan tanto a los diseñadores de las barriadas proletarias. Sentados en la arena sucia y húmeda, al pie del tobogán tan herrumbroso que los padres evitan llevar allí a sus niños por miedo a que atrapen el tétanos, apuran a morro la botella de coñac y, después de avergonzarse un poco, Eduard se jacta de haber cagado en el despacho del director. «Te apuesto a que ese cabrón va a aprovechar el atraco para declarar que le han robado dinero que se ha metido en el bolsillo», dice Kostia. Más tarde aún, van a casa de Kostia, cuya madre, viuda de guerra, protesta y se lamenta cuando ellos se encierran en su habitación para seguir bebiendo. «¡Cierra el pico, vieja perra», responde elegantemente su hijo a través de la puerta, «porque si no mi amigo Eduard va a salir a darte por culo!»

Después de haber bebido toda la noche, los dos chicos llevan las botellas que quedan a casa de Slava, que, desde que han enviado a sus padres a un campo por delitos económicos, vive con su abuelo en una choza al borde del río. Además de Eduard y Kostia, esa tarde está en casa de Slava un tipo más mayor, Gorkun, que tiene dientes de metal y los brazos tatuados, habla poco y de quien Slava cuenta con orgullo que se ha pasado la mitad de sus treinta años en Kolimá. Los campos de trabajo de Kolimá, en el extremo oriental de Siberia, tienen fama de ser los más duros de todos, y haber expiado tres condenas de cinco años representa para los chicos ser tres veces héroe de la Unión Soviética: un respeto. Las horas transcurren lentamente contando bobadas, espantando con una mano fláccida las nubes de mosquitos que revolotean en julio sobre el río enarenado, ingiriendo vodka tibia mientras comen trocitos de tocino que Gorkun corta con su cuchillo siberiano. Los tres están borrachos, pero ya han sobrepasado la cuesta arriba y la cuesta abajo típicas del primer día de embriaguez, han alcanzado ese atontamiento sombrío y testarudo que permite al zapói adoptar su velocidad de crucero. Al caer la noche, deciden dar una vuelta por el parque de Krasnozavodsk, donde se reúne la noche del sábado la juventud de Sáltov.

Allí la gresca está garantizada, y la verdad es que Eduard y sus compinches la han buscado. Empieza en la pista de baile, al aire libre. Gorkun invita a una chica a bailar. Ella, una pelirroja de pechos grandes y vestido de flores, se niega porque Gorkun se ha excedido en el consumo de alcohol y tiene pinta de lo que es: un zek, como llaman en Rusia a los presidiarios. Para que Gorkun tenga una buena opinión de él, Eduard se acerca a la chica, saca una navaja, con la que apunta a uno de sus grandes pechos y aprieta ligeramente. Trata de adoptar una voz de hombre y dice: «Cuento hasta tres y si a la de tres no bailas con mi amigo…» Un poco después, en un rincón oscuro del parque, se les abalanzan los amigos de la pelirroja. La reyerta se convierte en desbandada cuando aparece la policía. Kostia y Slava consiguen huir, la pasma pilla a Gorkun y Eduard. Los tiran al suelo, empiezan a patearles las costillas con las botas y a aplastarles las manos metódicamente: el objetivo de aplastarles las manos es que después ya no pueden blandir armas. Eduard lanza navajazos a ciegas, rasga un poco el pantalón y la pantorrilla de un policía. Los demás le apalean hasta que pierde el conocimiento.

Vuelve en sí en una celda tan pestilente como las de todas las comisarías del mundo: conocerá muchas más. El comandante del puesto, que le interroga, es un hombre asombrosamente educado, pero no le oculta que la agresión a mano armada contra un policía podría costarle la pena de muerte si fuese mayor de edad y, como no lo es, cinco años como mínimo en una colonia penitenciaria. ¿Una adolescencia entre rejas le hubiese quebrado, le hubiese bajado los humos, o sólo habría sido un episodio más en su vida de aventurero? Se libró, en cualquier caso, porque al oír el nombre de Savienko el comandante arquea las cejas, le pregunta si es el hijo del teniente Savienko, del NKVD, y como Savienko es un antiguo camarada arregla el asunto, entierra el expediente relativo al navajazo y, en lugar de cinco años, a Eduard le caen sólo quince días. En principio debería pasarlos recogiendo basura, pero está demasiado contusionado para moverse así que le encierran en una celda con Gorkun, que se deja ganar por el fervor de este muchacho, se vuelve locuaz y durante dos semanas lo entretiene con historias de Kolimá.

Huelga decir que Gorkun ha estado allí por delitos de derecho común; de lo contrario no alardearía delante de chicos como Eduard y sus amigos que, al revés que nosotros, no sienten el menor respeto por los presos políticos. Sin conocerles, les consideran intelectuales dogmáticos o cretinos que se han dejado trincar sin saber siquiera por qué. Los malhechores, en cambio, son héroes, y en especial esta aristocracia de delincuentes que se llaman vory v zakonie, los ladrones dentro de la ley. No los hay en Sáltov, donde sólo imperan los pequeños delincuentes, el propio Gorkun no pretende ser uno de ellos, pero ha conocido a algunos en el campo de trabajo y no se cansa de contar sus hazañas, poniendo al mismo nivel y presentando como dignos de una admiración similar actos de una valentía loca y de una crueldad bestial. Siempre que un maleante sea honesto, es decir, que observe las leyes de su clan, siempre que sepa matar y morir, Gorkun sólo ve lustre y distinción moral en que se juegue a las cartas la vida de un compañero de barracón y, terminada la partida, le sangre como a un lechón, o arrastre a otro a una tentativa de evasión con el propósito de comérselo cuando los víveres escaseen en medio de la taiga. Eduard escucha devotamente a Gorkun, admira sus tatuajes, le pide que le inicie en sus arcanos. Porque entre los maleantes rusos, y en especial siberianos, uno no se tatúa cualquier cosa ni en cualquier sitio ni de cualquier manera. Las figuras y su ubicación indican con precisión el rango en la jerarquía criminal, a medida que se escalan los peldaños se conquista el derecho de recubrir gradualmente el cuerpo, y ay del farsante que usurpe este derecho: a ése lo desuellan, se hacen unos guantes con su piel.

Los últimos días que pasa encarcelado, Eduard hace un recuento que le llena de un gozo extraño, una especie de plenitud cuya búsqueda se convertirá en una constante de su vida. Ha entrado en la cárcel admirando a Gorkun y saldrá de ella soñando con ser algún día como él. Sale convencido, y es lo que le exalta, de que Gorkun no es tan admirable y de que él, Eduard, irá mucho más lejos. Con sus años de campo y sus tatuajes, Gorkun puede deslumbrar por un momento a unos adolescentes provincianos, pero si lo tratas un poco te percatas de que habla de los grandes malhechores como el pequeño delincuente que es, sin compararse con ellos, sin imaginar ni por un instante que él pudiese ocupar su lugar, un poco como ese pobre pringado de Veniamín habla de los altos oficiales. Hay humildad y candor en esta forma de mantenerse en su sitio, pero esta humildad y este candor no son para Eduard, que piensa que está bien ser un criminal, incluso que no hay nada mejor, pero que hay que apuntar alto: ser el rey del crimen, no un segundo espada.