Tiene diez años cuando muere Stalin, el 5 de marzo de 1953. Sus padres y la gente de su generación se pasaron toda la vida bajo su sombra. Para todas las preguntas que se formulaban él tenía la respuesta, lacónica y desabrida, que no dejaba lugar a dudas. Ellos se acuerdan de los días de espanto y duelo que siguieron al ataque alemán de 1941, y del día en que, saliendo de su postración, habló por la radio. Dirigiéndose a los hombres y mujeres de su pueblo, no les llamó «camaradas»: les llamó «amigos míos». «Amigos míos»: estas palabras tan sencillas, tan familiares, cuyo calor habían olvidado y que en la inmensa catástrofe acariciaban el alma, contaron para los rusos tanto como para nosotros las de Churchill y De Gaulle. Todo el país asume el duelo de quien las ha pronunciado. Los niños de las escuelas lloran porque no pueden dar su vida para prolongar la de él. Eduard también llora como los demás.
Por entonces es un niño amable, sensible, de salud algo precaria, que ama a su padre, teme a su madre y da plena satisfacción a ambos. Delegado del sóviet de los excursionistas de su clase, cada año figura en el cuadro de honor, como corresponde a un hijo de oficial. Lee mucho. Sus autores favoritos son Alejandro Dumas y Julio Verne, los dos muy populares en la Unión Soviética. En este aspecto nuestras infancias respectivas, aunque muy diferentes, se parecen. Como él, yo tuve por modelos a los mosqueteros y el conde de Montecristo. Soñaba con ser trampero, explorador, marino; más concretamente, arponero de ballenas, a semejanza de Ned Land, interpretado por Kirk Douglas en la versión filmada de Veinte mil leguas de viaje submarino. Con los pectorales marcados por una camiseta de rayas, tatuado, guasón, sin desanimarse nunca, dominaba con su presencia física al profesor Arronax e incluso al tenebroso capitán Nemo. Estas tres figuras se prestaban a la identificación: el sabio, el rebelde y el hombre de acción que era también un hombre del pueblo, y si hubiera dependido sólo de mí habría querido ser este último. Pero no dependía sólo de mí. Mis padres me hicieron comprender enseguida que no, que no podría ser arponero de ballenas, era mejor ser un sabio —no recuerdo que entonces se comentara la tercera opción, el rebelde—, y mucho más dado que yo sufría una gran miopía: ¡arponar ballenas con gafas!
Tuve que llevarlas desde los ocho años. Eduard también, pero él las sufrió más que yo, porque en su caso esta deficiencia no le vedaba una carrera quimérica, sino precisamente la carrera a la que estaba normalmente destinado. El oculista que le examinó dio pocas esperanzas a sus padres; con una vista tan mala, su hijo tenía todas las posibilidades de que le declarasen no apto en el ejército.
Este diagnóstico es una tragedia para él. Nunca ha pensado en otra cosa que en ser oficial, y le informan de que ni siquiera hará el servicio militar, de que está condenado a ser lo que desde su más tierna infancia le han enseñado a despreciar: un civil.
Quizá es lo que hubiera sido si no hubiesen demolido el inmueble que albergaba a los oficiales del NKVD, dispersado a sus inquilinos y realojado a los Savienko en la ciudad nueva de Sáltov, en la periferia lejana de Járkov. Sáltov se compone de calles que se cortan en ángulo recto pero que no han tenido tiempo de asfaltar, y de cubos de hormigón de cuatro plantas, recién construidos y ya degradados, donde viven los obreros de tres fábricas respectivamente llamadas La Turbina, El Pistón y, por último, La Hoz y el Martillo. Estamos en la Unión Soviética, donde en principio no desmerece ser proletario, y sin embargo la mayoría de los hombres de Sáltov son alcohólicos y analfabetos, la mayor parte de sus hijos abandonan la escuela a los quince años para trabajar en la fábrica o, con más frecuencia, callejear, emborracharse y enzarzarse en peleas, y es inevitable, incluso en una sociedad sin clases, que los Savienko conciban este exilio como un desclasamiento. Desde el primer día, Raia añora amargamente la calle del Ejército Rojo, la comunidad de oficiales orgullosos de pertenecer a la misma casta, los libros que se intercambiaban, las veladas en las que, con la guerrera del uniforme desabrochada sobre la camisa blanca, los maridos sacaban a bailar a sus jóvenes esposas al compás de discos de fox-trot o de tango confiscados en Alemania. Abruma a Veniamín con sus reproches, le menciona el ejemplo de camaradas más hábiles que han ascendido tres grados en el tiempo en que él pasaba a duras penas de subteniente a teniente y han obtenido pisos de verdad en el centro de la ciudad, mientras que ellos tienen que conformarse con una habitación para tres personas en esta fea barriada donde nadie lee ni baila el foxtrot, donde una mujer distinguida no tiene a nadie con quien hablar y donde cada vez que llueve las calles desbordan de barro negruzco. No llega a decir que habría hecho mejor casándose con un capitán Levitin, pero lo piensa intensamente, y el pequeño Eduard, que tanto admiraba a su padre, sus botas, su uniforme y su pistola, empieza a compadecerle, a considerarle un hombre honrado y un poco imbécil. Sus nuevos camaradas no son hijos de oficiales, sino de proletas, y los únicos que le gustan de entre ellos no quieren ser proletas, como sus padres, sino maleantes. Esta carrera, como el ejército, entraña un código de conducta, de valores, una moral que le atraen. Ya no quiere parecerse a su padre cuando sea mayor. No quiere una vida honesta y un poco imbécil, sino una vida libre y peligrosa: una vida de hombre.
Da un paso decisivo en este sentido el día en que se pelea con un chico de su clase, un siberiano gordo que se llama Yura. De hecho, no se pelea con Yura, sino que es Yura el que le zurra la badana. Le llevan a casa aturdido y cubierto de equimosis. Fiel a sus principios de estoicismo castrense, su madre no se apiada, no le consuela, da la razón a Yura y menos mal que lo hace, piensa él, porque desde aquel día su vida cambia. Comprende una cosa esencial, y es que hay dos clases de personas: a las que puedes pegar y a las que no puedes, y que éstas no son las más fuertes o las mejor entrenadas, sino las que están dispuestas a matar. Éste es el único secreto, y el amable y pequeño Eduard decide pasarse al segundo bando: él será un hombre al que nadie pega porque se sabe que puede matar.
Desde que ya no es nacht-kluba, Veniamín parte a menudo de misión durante varias semanas. No está claro en qué consisten exactamente esas misiones. Eduard, que empieza a hacer su vida, se interesa poco por saberlo, pero un día en que Raia le dice que cuenta con él para la cena porque su padre vuelve de Siberia, se le ocurre la idea de salirle al encuentro.
De acuerdo con una costumbre que no perderá nunca, llega antes de tiempo. Aguarda. Por fin el tren de Vladivostok-Kíev entra en la estación. Los pasajeros se apean, se dirigen hacia la salida, él se ha situado de tal manera que ve a todo el que pasa, pero Veniamín no aparece. Eduard se informa, le confirman la hora de llegada, acerca de la cual cabe equivocarse muy fácilmente pues entre Vladivostok y Leningrado hay once husos horarios y en todas la estaciones las llegadas y partidas de los trenes se indican con la hora de Moscú; en la actualidad sigue siendo necesario que el viajero calcule el desfase. Decepcionado, se arrastra a lo largo de los andenes, pasa de uno a otro en el alboroto reflejado por las inmensas vidrieras de la estación. Le regañan las buenas ancianas con pañoleta y botines de fieltro que tratan de vender a los viajeros sus cubos de pepinos y arándanos. Atraviesa las vías del apartadero, llega al sector reservado a la descarga de mercancías. Y allí, en un rincón aislado de la estación, entre dos convoys parados, sorprende el espectáculo: hombres de paisano, esposados, con la cara demacrada, descienden por una plancha de un vagón de mercancías; soldados con capote y fusil con bayoneta les empujan sin miramientos para meterlos en un camión negro sin ventana. Un oficial dirige la operación. Tiene en una mano una resma de papeles sujetos sobre una tablilla con una pinza metálica y descansa la otra en la funda de su pistola. Pasa lista a los nombres, con voz seca.
Ese oficial es su padre.
Eduard se queda escondido hasta que el último prisionero ha subido al camión. Después vuelve a su casa, turbado y avergonzado. ¿De qué se avergüenza? No de que su padre preste ayuda a un sistema de represión monstruoso. No sabe nada de ese sistema, nunca ha oído la palabra gulag. Sabe que existen cárceles y campos donde encierran a los delincuentes, y no ve nada malo en ello. Lo que sucede, lo que él malinterpreta y lo que explica su turbación, es que su escala de valores está cambiando. Cuando era niño, de un lado estaban los militares y del otro los civiles, y aunque su padre no hubiera recibido su bautismo de fuego le respetaba como militar. En el código de los chicos de Sáltov, que él se dispone a adoptar, de un lado están los maleantes y del otro los polis, y justo en el momento en que elige el bando de los maleantes descubre que su padre es menos un militar que un madero, y de la categoría más subalterna: carcelero, celador, pequeño funcionario del orden.
La escena tiene una continuación nocturna. En el cuarto único que ocupa la familia, la cama de Eduard está al pie de la de sus padres. No recuerda haberles oído hacer el amor, pero sí se acuerda de una conversación en voz baja cuando le creían dormido. Deprimido, Veniamín cuenta a Raia que en vez de acompañar a unos condenados desde Ucrania a Siberia, como hace normalmente, ha conducido en el sentido contrario a todo un contingente que va a ser fusilado. Han organizado esta alternancia para no minar demasiado la moral de los guardias del campo: un año fusilan en una cárcel a todos los condenados a muerte de la Unión Soviética y al año siguiente en otra. He buscado en vano el rastro de esta improbable costumbre en libros sobre el gulag, pero aunque Eduard malinterpretase lo que dijo su padre, es cierto que iban a la muerte los hombres a los que llamaba por su nombre al bajar del vagón y marcaba con una cruz en su lista al entrar en el camión. Veniamín cuenta a su mujer que uno de ellos le ha producido una impresión muy fuerte. En su expediente figura el código que significa «especialmente peligroso». Es un hombre joven, siempre educado y tranquilo, que habla un ruso elegante y que en su celda o en el vagón de mercancías se las arregla para hacer todos los días su tabla de gimnasia. Este condenado a muerte estoico y distinguido se convierte en un héroe a los ojos de Eduard. Empieza a soñar con imitarle algún día, ir a la cárcel él también, impresionar no sólo a los polis, pobres patanes mal pagados como su padre, sino también a las mujeres, a los delincuentes, a los auténticos hombres; y lo hará, como todo lo demás que ha soñado de niño.