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Terminada la guerra, a las ciudades no se las llama así, sino «concentraciones de población», y la joven familia Savienko, en virtud de destinos que nunca ha elegido, lleva una vida de cuarteles y barracones en diversas concentraciones de población del Volga hasta febrero de 1947, cuando se afincan en Járkov, en Ucrania. Járkov es un gran centro industrial y ferroviario, razón por la cual se la han disputado ásperamente alemanes y rusos, que la han tomado, recuperado, ocupado por turnos uno y otro, masacrando a sus habitantes y dejando al final de la guerra una extensión de ruinas. El edificio constructivista de hormigón armado que alberga, en la calle del Ejército Rojo, a los oficiales del NKVD y a sus familias —designadas con el nombre de «personas a cargo»— da a lo que ha sido la imponente estación central, ahora convertida en un caos de piedra, ladrillo y metal rodeado por empalizadas que está prohibido escalar porque entre los escombros, además de los cadáveres de soldados alemanes, hay esparcidas minas y granadas: así ha perdido la mano un niño. A pesar de este ejemplo, la banda de pilluelos a la que se une Eduard multiplica las incursiones a las ruinas, en busca de cartuchos cuya pólvora vierten sobre los rieles del tranvía, ocasionando chisporroteos, fuegos artificiales, incluso una vez un descarrilamiento que llegó a convertirse en una leyenda. Por la noche, los mayores cuentan historias espeluznantes: historias de boches muertos que vagan por las ruinas y acechan a los imprudentes; historias de ollas en la cantina en cuyo fondo hay dedos de niños; historias de caníbales y de tráfico de carne humana. Se pasa hambre en aquel tiempo, sólo comen pan, patatas y sobre todo kasha, esa papilla de alforfón que figura en todas las comidas en la mesa de los rusos pobres y a veces en la de parisinos acomodados como yo, que me ufano de prepararla bien. El salchichón es un lujo raro, a Eduard le encanta hasta el punto de que sueña con ser charcutero cuando sea mayor. No hay perros, gatos ni animales domésticos: se los comerían; en cambio, abundan las ratas. Veinte millones de rusos murieron en la guerra, pero otros veinte millones afrontan la posguerra sin un techo. La mayoría de los niños no tienen padre, la mayoría de los hombres todavía vivos están lisiados. En cada esquina de la calle te cruzas con hombres mancos o sólo con una o ninguna pierna. Por todas partes se ven también bandas de niños abandonados a su suerte, huérfanos de padres muertos en la guerra o de enemigos del pueblo, niños hambrientos, niños ladrones, asesinos, niños que retornan al estado salvaje, que se desplazan en hordas peligrosas y para los cuales se ha establecido en los doce años la edad de responsabilidad penal, es decir, la pena de muerte.

El niño admira a su padre. Le gusta ver cómo engrasa su arma de servicio el sábado por la noche, le gusta ver cómo se pone el uniforme, y nada le hace más feliz que el permiso para lustrarle las botas. Hunde en ellas el brazo hasta el hombro, esparce el betún con cuidado, en cada fase de la operación utiliza cepillos y trapos especiales, todo un material que, cuando Veniamín parte de misión, ocupa la mitad de su maleta y que su hijo deshace, llena, cuida a la espera del día glorioso en que él tendrá unas botas iguales. Para Eduard, los únicos hombres dignos de este nombre son los militares, y los únicos niños que se puede frecuentar son los hijos de militares. Conoce a otros: las familias de oficiales y suboficiales que viven en el inmueble del NKVD, calle del Ejército Rojo, se frecuentan entre ellas y aprecian poco a los civiles, criaturas quejicas e indisciplinadas que se paran sin avisar en medio de las aceras y obligan a rectificar su trayectoria al soldado que camina con paso reglamentario, regular y enérgico: a seis kilómetros por hora. Eduard caminará así hasta el final de sus días.

En la calle del Ejército Rojo, a los niños, para que se duerman, les cuentan historias de esta guerra a la que los rusos no llaman, como nosotros, la Segunda Guerra Mundial, sino la Gran Guerra Patriótica, y los sueños infantiles están poblados de trincheras que se desmoronan, de caballos muertos, de camaradas de combate cuya cabeza se lleva por los aires la explosión de un obús. Estas historias exaltan a Eduard. Sin embargo, se percata de que cuando su madre se las cuenta el padre parece un poco incómodo. Nunca tratan de él ni de sus hazañas, sino de las de su tío, el hermano de Raia, y el niño no se atreve a preguntar: «Pero tú, papá, ¿tú también fuiste a la guerra? ¿Luchaste?»

No, él no combatió. La mayor parte de los hombres de su edad han visto la muerte cara a cara. La guerra, escribirá más tarde su hijo, les ha mordido con sus dientes como a una moneda dudosa y saben, porque no se han doblado, que no son dinero falso. Su padre no. No ha visto la muerte cara a cara. Ha pasado la guerra en la retaguardia y rara es la vez que su mujer no se lo recuerda.

Ella es dura, imbuida de su rango, enemiga de enternecerse. Siempre toma el partido de los adversarios de su hijo. Si le han pegado, no le consuela, sino que felicita al agresor: así se hará hombre, no una nenita. Uno de los primeros recuerdos de Eduard es el de haber sufrido una otitis aguda a los cinco años. De los oídos le manaba pus, estuvo sordo varias semanas. En el trayecto hacia el dispensario al que le llevó su madre había que atravesar las vías del tren. Él vio sin oírlo el tren que se acercaba, el humo, la velocidad, el monstruo de metal negro, y de repente le asaltó el miedo irracional de que ella quería arrojarle debajo de las ruedas. Se puso a gritar: «¡Mamá! ¡Querida mamá! ¡No me tires debajo de las ruedas! ¡No me tires, por favor!» En su relato insiste en la importancia del «por favor», como si esta súplica educada hubiera sido lo que disuadió a su madre de su funesto plan.

Treinta años más tarde, cuando le conocí en París, a Eduard le complacía decir que su padre había sido chequista porque sabía que eso asustaba. Un día en que lo había dicho se burló de nosotros: «Ya basta de imaginarse una película de terror, mi padre era el equivalente de un guardia, nada más.»

¿Nada más, de verdad?

Justo después de la Revolución, en la época de la guerra civil, Trotski, al mando del Ejército Rojo, se vio obligado a incorporar a elementos procedentes del ejército imperial, militares de carrera, especialistas de armas, pero «especialistas burgueses» y como tales poco fiables, y, para controlarlos, ratificar sus órdenes, abatirlos si rechistaban, creó un cuerpo de comisarios políticos. Así nació el principio de la «doble administración», fundada en la idea de que para realizar una tarea hacen falta por lo menos dos hombres: el que la lleva a cabo y el que da fe de que la ha cumplido de acuerdo con los principios marxistas-leninistas. Del ejército, este principio se extendió a toda la sociedad, y en este tránsito advirtieron que se necesitaba un tercer hombre para vigilar al segundo, un cuarto para vigilar al tercero y así sucesivamente.

Veniamín Savienko es un modesto engranaje de este sistema paranoico. Su trabajo consiste en vigilar, controlar, informar. Lo cual no implica forzosamente, y en esto Eduard tiene razón, actos de represión terribles. Hemos visto que, soldado raso del NKVD durante la guerra, ha actuado de centinela delante de una fábrica. Ascendido en tiempo de paz al grado modesto de subteniente, ejerce la función de nacht-kluba, que podría traducirse como «jefe de local nocturno», pero que en el marco en que él se mueve consiste en animar el tiempo libre y la vida cultural del soldado, organizando por ejemplo bailes para el Día del Ejército Soviético. Esta función le conviene: toca la guitarra, le gusta cantar, a su manera tiene gusto para las cosas refinadas. Hasta se pone en las uñas esmalte transparente: un auténtico dandy, este subteniente Savienko, y que, según juzga retrospectivamente su hijo, podría haber tenido una vida más interesante si hubiese tenido el valor de sacudirse la severa autoridad de su mujer.

La versión del nightclubbing NKVD, donde Veniamín disfruta de un solaz relativo, no duró, lástima, porque le robó el puesto un tal capitán Levitin, que se convirtió sin saberlo en el enemigo jurado de los Savienko y, en la mitología íntima de Eduard, en una figura esencial: el intrigante que trabaja peor pero que prospera más que tú, cuya insolencia y potra de cornudo te humillan, y no sólo lo hacen delante de los jefes sino también, lo que es más grave, delante de tu familia, de forma que tu hijo, aun profesando lealmente el desprecio de los suyos por Levitin, no puede, aunque quiera, evitar pensar en secreto que su padre es un poco un hombre de medio pelo, un poco paria, y que, sin embargo, el hijo de Levitin tiene suerte. Eduard desarrollará más adelante una teoría según la cual en la vida de cada uno hay un Levitin. El suyo pronto hará su aparición en este libro con los rasgos del poeta Joseph Brodsky.